Assur (34 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

De hecho, Gutier no solo había acatado la orden de cubrir la parte meridional de la bahía, también había tenido que mantener una desagradable conversación a la sordina con dos de sus hombres a fin de acatar lo mandado por el noble: junto a la pareja de frailes al servicio del obispo se movían Nuño y Lope, que habían recibido sus órdenes a través del infanzón. Si surgía la oportunidad, discretamente, en el fragor de la batalla, aprovechando la confusión, debían dar muerte a los religiosos y huir con los sueldos de oro, intentando pasar desapercibidos y escoltando al conde Gonzalo hasta lugar seguro.

Solo un puñado estaba al corriente de la codiciosa maniobra del conde Gonzalo, pero Gutier estaba seguro de que muchos se olían la perfidia.

Por mucho que le disgustase, la obediencia debida se imponía sin dejarle una vía de escape, de igual modo que cuando había tenido que involucrarse con la expulsión del obispo Rosendo o con la muerte del rey Craso. Y si había que hacerlo, aunque fuera con mala conciencia, el leonés deseaba hacerlo bien, por eso había confiado en la habilidad de Lope con el puñal y en la fuerza bruta del Mula.

En cuanto a Velasco, Gutier le había pedido que permaneciese a su lado para guiar a la infantería, por si los normandos llegaban a echar pie a tierra; y a Froilo lo había destacado con un pequeño grupo al que había mandado marchar más al sur para anticiparse ante la posibilidad de que los nórdicos dejasen barcos en la retaguardia, pues, aunque el conde no parecía dispuesto a admitir esa eventualidad, el infanzón deseaba tener ojos a sus espaldas.

El que faltaba del grupo que había partido del Bierzo, Ariolfo, se desayunaba ahora con cecina y pan duro mientras observaba el estuario con una expresión triunfal; había pasado el día anterior lanzando una flecha tras otra a la bocana de la ría, midiendo las distancias y calculando los tiros que los arqueros habrían de hacer para asegurarse, desde las líneas que se habían establecido, que harían blanco en los navíos de los normandos; y no había podido evitar aprovechar la jornada para cruzar apuestas que le habían permitido sanear un poco su maltratada bolsa, famélica por los envites de los dados.

Y con la mañana, entre la niebla, junto a Ariolfo y los hombres a quienes había estado instruyendo, un Gutier de aire circunspecto hablaba con un par de los infanzones que mandarían líneas de arqueros, y Assur, algo ausente, compartía su ración con Furco.

Allí, en el lado sur del estuario, impacientes, escondidos por los bosques y refugiados por la costa abrupta del extremo del cabo, se dispersaban el resto de los cristianos, conformando el grueso de las mesnadas del conde Gonzalo y listos para la batalla. En aquel terreno escarpado la tierra del cabo iba elevándose desde el interior para acabar formando un cerro que dominaba la bocana de la ría antes de hundirse en las aguas bravías del mar. Una atalaya que les aseguraba a los cristianos la buena posición que Gutier había querido aprovechar gracias a la habilidad de Ariolfo.

—¿Estáis seguro? —le preguntó el infanzón al arquero señalando con el mentón uno de los haces de flechas que habían dejado preparados, a mano para permitir una rápida sucesión de disparos.

Ariolfo, que como atestiguaban sus ganancias sabía perfectamente que no todos los que usarían el arco tendrían su habilidad, no titubeó al responder:

—Sí, basta con que se usen las marcas y referencias que tomamos ayer. Si no se levanta el viento, no habrá fallos… Además, aunque las flechas embreadas tiendan a escorar, bastarán uno o dos blancos, la madera de los barcos suele arder como yesca, saldrá bien —concluyó con convicción.

Habían partido en cuanto la luz fue suficiente para no temer encallar en las trampas de roca de aquellas aguas traicioneras que, con sus bajíos plagados de peñascos, cercaban la costa.

Habían buscado las aguas más abiertas del golfo y, con rumbo nornordeste, habían dejado atrás la península del faro de Hércules.

El viento rolaba indeciso negándoles su ayuda, sin obligarlos a luchar con la deriva, pero haciendo flamear los trapos contra los cordajes de las cajetas y obligando a que algunas bancadas de los
knerrir
tuvieran que bogar para compensar. Aun así, avanzaban a buen ritmo y antes de que el sol levantase mucho más, llegarían a Adóbrica.

En el
knörr
que encabezaba la flota, Weland permanecía sentado en la popa, junto al codaste, mirándose los pies con aire ausente. Al lado del timonel esperaba mantenerse bien lejos de la proa, lo más lejos posible del
berserker
que Gunrød le había asignado para ejercer con él de perro guardián y que, a través de veladas amenazas, mantenía viva la intimidatoria coacción con la que el
jarl
deseaba asegurarse de que el Errante no encontrara en su conciencia remordimientos por la traición a sus nuevos amigos, los cristianos.

En ese y en el resto de la veintena larga de navíos los hombres se animaban y jaleaban a los que llevaban los remos, contentos de entrar en acción. Todos los que no estaban escondidos en las bodegas llevaban sencillas prendas de lana, muchos iban con el pecho al descubierto; no se veían lorigas o cotas, ni espadas, y solo unos pocos escudos en las amuras. A primera vista podrían haber pasado por una simple expedición de mercaderes, todo el material bélico estaba escondido en las bodegas y arcones, disimulando su verdadera naturaleza, aunque Weland sabía bien que no era así; las zonas de carga, y las mantas extendidas que disimulaban trampillas y bargueños, y todos los huecos posibles… No había plata ni metales, tampoco especias o madera, ni una sola cabeza de ganado, nada de valor. Todo había quedado atrás, escondido en la ría de Crunia, en apenas unos cuantos
knerrir
, panzudos y sobrecargados. Ellos no estaban pensando en el comercio.

Cruzaban el golfo de Ártabros, rielando apenas rumbo al Norte, con las abruptas líneas de tierra a la vista, entrando y saliendo en el océano de manera indecisa. Doblaron punta Torella, dejando quedar a la derecha la ría de Brigantium y el estuario que formaba el Eume, donde Weland había oído hablar de un rico monasterio que había alcanzado el rango de Real Colegiata y en el que había pensado a menudo en los últimos días: si Gunrød lo traicionaba, buscaría un par de hombres con los que aliarse y asaltaría el cenobio, los tesoros de los religiosos serían suficientes para convertir en ricos a todos los de un pequeño grupo de asalto, y así podría asegurarse un porvenir en el norte. O donde fuera, pero dejando atrás un presente que deseaba convertir en pasado cuanto antes.

La mañana estaba cargada de un aire húmedo y pesado que reducía la visibilidad, sin embargo, aun desde su asiento en el gobierno del timón, Weland ya podía distinguir la verde lengua de tierra que se desprendía para formar el brazo sur del estuario del Iuvia y actuaba como un enorme rompeolas para el puerto de Adóbrica, en el lado norte de la desembocadura.

Cuando faltaban unas pocas millas, y ya discernían con claridad la mordaza que formaban los cabos del estuario, Weland ordenó que se redujese la marcha y el ritmo de las bogadas se volvió lento y pausado, dejando el trabajo para el suave viento, que apenas hinchaba el pujamen de las velas. Ante ellos, entre la niebla que empezaba a levantarse al calor del día, se veía el callejón de mar que se dejaba embudar y, al notar cómo la nave capitana aminoraba la marcha, todos los demás hicieron lo acordado: cesaron la boga y se dejaron mecer al pairo, justo frente a la bocana del estuario. Solo el de Weland se adentró en la ría, buscando el puerto de Adóbrica mientras los hombres a bordo miraban a su alrededor con suspicacia.

Pese a la niebla, Assur lo reconoció pronto, su vista era joven y su posición inmejorable. Parecía sentado al timón del primero de los
knerrir
y el muchacho esperaba que los vigías que Gutier había instalado más al sur ya hubiesen enviado recado. Él, aun con la impaciencia que sentía, estaba dispuesto a cumplir su cometido, incluso a pesar de que, internamente, sabía que el infanzón lo había mandado hasta allí para alejarlo del comienzo de la batalla si las cosas se torcían.

Escondido como estaba entre las rocas, no tenía miedo a ser descubierto, además, Furco lo esperaba obediente un poco más allá de la línea de la pleamar. Lo que sí le preocupaba era que sus flechas se mojasen. Tenía una obligación de vital importancia, señalar la entrada en la ría de los últimos navíos negros, aquellos que, incendiados y hundiéndose, deberían servir para retener al resto dentro del estuario.

Assur se dio cuenta de que algo no cuadraba, al adivinar sus siluetas entre los velos de la bruma contó apenas veintitantos barcos, y en ninguno parecía haber esclavos. Además, cuando estaba pensando en sacar el pedernal para prender la brea de sus saetas, observó atónito cómo los normandos detenían su avance y solo uno de sus navíos se adentraba en la ría. Assur temió que Weland hubiera fallado en su cometido de atraer a los nórdicos al interior de la ría.

El muchacho se estaba poniendo nervioso, no estaba seguro de lo que haría si el resto de los barcos no cruzaba la bocana, como había temido Gutier, y tampoco se le ocurría cómo avisar a su maestro de que no todos los navíos negros que habían visto en el Ulla habían navegado hasta Adóbrica. Dudaba si lanzar o no las flechas ardientes que debían servir de aviso a los arqueros cristianos.

Gutier, agazapado en las sombras del bosque junto a sus hombres, observaba la escena con preocupación evidente.

El navío normando avanzaba por la cuña de agua salobre arrimándose ya a la orilla norte para buscar el puerto. La delegación del conde, bien por delante del noble y los dineros, amurallaba el puerto con hombres armados prestos a lanzarse al ataque si así lo indicaba su señor.

El conde Gonzalo, montado a duras penas en un enorme caballo de batalla desde el que sus piernecillas colgaban ridículamente, observó cómo Weland avanzaba con parsimonia hasta la proa de la nave y cruzaba unas palabras con un normando de fiero aspecto que se cubría con un pellejo de lobo.

Weland habló con el
berserker
en cuanto se dio cuenta de que al lado del cómite había una carreta con dos frailes. Tenía que tratarse del dinero traído desde Compostela, y aunque el nórdico imaginaba que el noble intentaría huir con el tributo en cuanto tuviese una oportunidad, suponía que no se habría atrevido a no tener los cuartos allí, por si las cosas se torcían y tenía que simular el pago. Finalmente, resignado, sin saber muy bien a qué atenerse, ordenó arriar la gran vela cuadrada de lana. Era la señal que el resto de la flota esperaba.

Assur vio como los normandos comenzaban de nuevo a remar para obligar a los pesados cargueros a maniobrar y el muchacho se movió hasta sus flechas sacando el pedernal.

Gutier dio la orden y se prendieron los regueros de brea que, aprovechando taludes ensanchados del terreno, se habían preparado para que los hombres tuvieran fuego a mano con el que prender los venablos.

El conde Gonzalo miró una vez más a la carreta y a los frailecillos de rostro curtido que la acompañaban, y agradeció de nuevo la suerte de no tener a Rosendo vigilando sus pasos. Si surgía la oportunidad, se quedaría con el tributo.

Viendo el trapo de la nave de Weland arriado, los navíos normandos fueron entrando uno a uno en la ría con el único impulso de sus escasos remos mientras sus ocupantes, entre palada y palada, intentaban, con gestos disimulados, ir haciéndose con sus pertrechos.

Assur prendió la primera de las flechas ante el asombro asustado de Furco, que lo miraba inclinando la cabeza.

El último
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cruzó la bocana y el muchacho, intentando no quemarse con las gotas de brea derretida que se deslizaban por el astil, disparó alto una sucesión de tres flechas y salió corriendo hacia el cerro.

Gutier distinguió los trazos de gris anaranjado que la señal del muchacho bosquejó en la niebla y gritó las órdenes a los arqueros al tiempo que Ariolfo, al ver también los dardos de Assur, corría ya de una línea a otra recordando a los tiradores las referencias que habían estimado.

Ambos bandos habían dado sus señales, la suerte estaba echada.

Los cristianos de infantería esperaban ansiosos ajustando correajes y tahalíes, sobando los arriaces de las espadas y luchando con su nerviosismo.

El conde y unos pocos acólitos escuchaban sin demasiada atención las declaraciones de Weland, que, tras las amables palabras del reencuentro, les aseguraba que como signo de buena voluntad la flota normanda se había dividido. La mayoría había partido ya hacia el norte demostrando sus sanas intenciones de retirarse en cuanto se recibiera el pago. El conde incluso animó a los religiosos con gestos sonrientes para que acercasen la carreta con los toneles del tributo. Apenas unos pocos normandos habían echado pie a tierra cuando el conde Gonzalo vio el cielo surcado por flechas incendiarias. Era el momento.

El horizonte empezaba a clarear y la niebla, anticipando lo que vendría, parecía arredrarse.

Assur apuraba su marcha hasta quedarse sin aliento, deseando avisar a Gutier de que apenas treinta barcos habían entrado en la ría. Mientras esquivaba las ramas pensaba en los esclavos, era evidente que los normandos habían llevado al golfo una flota llena de guerreros y el muchacho se preguntaba dónde habrían dejado a los cautivos y si, como había predicho Gutier, los escasos cargueros anunciaban que pronto aparecerían más navíos para cercar a los cristianos desde el lado sur.

Los últimos barcos normandos que habían cruzado el estrecho empezaban a arder y el conde Gonzalo pensó que la suerte ya estaba de su lado, los descreídos no saldrían de la encerrona. Sin darle tiempo a la comitiva nórdica a reaccionar, el cómite puso en marcha su plan con un explícito gesto de su cabeza. El Boca Podrida, haciendo ya que su caballo empezase a recular, sonrió retorcidamente una vez más, henchido de mezquino orgullo.

Nuño no entendió bien el gesto de cabeza del noble, pero Lope sí lo hizo, en un instante desenfundó su daga y retrocedió desentendiéndose de la refriega que ya comenzaba al borde del puerto.

Froilo y los hombres que junto a él había destacado Gutier en el sur corrían tan rápido como para sentir que sus hígados se salían de sitio. Querían avisar cuanto antes, habían visto a una segunda flota normanda que cruzaba el golfo de Ártabros.

Tras la orden de abrir fuego, Gutier se dio cuenta con consternación de que en el estuario no había más que unos pocos navíos. Eran muchos menos de los que había visto en el Ulla, y aunque se concedió unos instantes para lamentar el haberse dejado llevar por la señal del muchacho, se rehízo con premura y ordenó a Velasco que destacase a unos cuantos hombres a lo largo de la costa sur, en previsión de un desembarco a sus espaldas. Antes de tener que atender a sus propios problemas pudo ver cómo la lucha comenzaba en la otra orilla, el enorme caballo del conde destacaba mostrando cómo su jinete buscaba resguardarse en la retaguardia, luego concentró su atención en lo que estaba sucediendo en la ría.

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