Assur (35 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Las referencias y consejos de Ariolfo habían dado sus frutos, la última media docena de naves negras ardía con altas llamas que se agarraban a los mástiles prendiendo incluso en las carnes de sus marinos. La bocana quedaría pronto bloqueada por armazones humeantes que apenas podrían mantenerse a flote.

Los normandos estaban reaccionando con una rapidez asombrosa, se habían dado cuenta de que en Adóbrica no había más que un centenar de cristianos y habían despreciado aquella lucha que entendían resuelta por unos pocos. Unos cuantos intentaban apagar los fuegos de a bordo con los cubos de achique, pero el resto ya empezaba a desembarcar en la orilla sur de la desembocadura. Se protegían con grandes escudos que habían sacado de los barcos, sobrellevaban las andanadas de flechas cubriéndose con las rodelas hasta que estas parecían puercoespines de púas erizadas. Para sorpresa de Gutier, de sus barcos parecía surgir un suministro inagotable de armas y escudos, además de normandos cargados con largas lanzas similares a los
pila
romanos que arrojaban con una fuerza asombrosa y que, si bien carecían del alcance de los venablos cristianos, causaban con sus impactos bajas mucho más seguras que las flechas de los hispanos, detenidas muchas veces por los abundantes escudos y las eventuales cotas de malla que muchos se vestían a toda prisa.

Pronto los arqueros cristianos se vieron obligados a dejar de prestar atención a los navíos normandos y tuvieron que buscar hacer blanco en los nórdicos que empezaban a correr desde la orilla. Los de infantería, aun con dudas y las deserciones de algunos labriegos reconvertidos, salieron de los bosques unidos, buscando el encuentro con los paganos.

En la orilla norte los hombres del conde formaron cerrando filas, no con la habilidad de una falange macedonia, pero sí con la práctica que las luchas por decenios contra los sarracenos habían proporcionado, se percibía que el conde había elegido a los más curtidos para proteger su lado de la ría. No había arqueros y se produjeron los primeros combates cuerpo a cuerpo, haciendo resonar las espadas con los enardecidos normandos, que parecían dispuestos a llevarse por delante a los cristianos con el simple arrojo enloquecido que arrastraban a la batalla. Muchos cargaban con sus escudos tachonados, entraban en las filas cristianas como un árbol viejo cayendo sobre un bosque, abriéndose camino con estruendo.

En la orilla meridional, Assur estaba ya cerca de la acción y se cruzaba con arqueros que se movían buscando mejores posiciones y grupos de infantería que se enfrentaban a los demonios del norte. Entre los normandos vio a unos cuantos enloquecidos que corrían dando alaridos sin importarles si ante ellos tenían a uno o a diez cristianos, sus pieles y su actitud enfebrecida los delataba; el muchacho había oído a Weland hablar de ellos en más de una ocasión, eran los temibles
berserker
, que, influidos por misteriosos brebajes de hongos malditos, entraban en combate poseídos por trances místicos que los transformaban en frenéticos animales despiadados que no conocían el miedo.

Los frailes enviados por el obispo, que, aunque como bien había supuesto Gutier, eran hombres que conocían la guerra, no supieron ver la perfidia que los rondaba y, esperando que el mal les llegaría enseñándoles el rostro, no pudieron evitar la sorpresa cuando la daga de Lope les robó la vida mientras estaban pendientes de la lucha que comenzaba delante de sus narices. Sus puñales, ocultos entre los pliegues de los hábitos, ni siquiera llegaron a ver la luz de la mañana. A pesar de las advertencias de Rosendo sobre la bajeza del conde Gonzalo, no habían llegado a imaginar su final en medio de aquella batalla.

Gutier, que no tuvo tiempo de lamentar una vez más la mezquindad del cómite o sus propias acciones, gritaba órdenes concisas y exhortaba a los arqueros a tomar las espadas y reunirse con los de infantería en líneas por encima de las estrechas calas por las que avanzaban los demonios del norte, quería a todos los hombres juntos para ofrecer una barrera infranqueable. Y quería acabar cuanto antes con los que habían entrado en el estuario, estaba seguro de que llegarían más y sabía que necesitaría a todos en el lado sur cuando llegase el momento. Pero cuando el muchacho llegó se distrajo.

—¡No han venido todos! —gritó Assur en cuanto vio al infanzón—. Son apenas treinta…

Gutier solo asintió.

—Quédate a mi lado —ordenó con gesto severo, ya girándose hacia la costa.

Assur hubiera deseado comentar que no había visto a los cautivos, pero pronto se dio cuenta de que no era el momento de ser egoísta y, haciéndose con un manojo de flechas de los haces que habían estado a disposición de los arqueros, se reunió con el infanzón y animó a Furco a seguirlo manteniéndose pegado a sus piernas.

Muchos descendían hacia el estuario, dispuestos a enfrentarse al desembarco nórdico. Y Gutier los refrenó y obligó a sus hombres a ordenarse en las posiciones más elevadas.

En el lado norte Nuño obedecía a Lope y hacía que los pollinos avanzasen siguiendo al conde, que, tras haber llamado a su lado a un grupo de infanzones de su confianza, se había puesto en marcha hacia el este, hacia el campamento, dejando con presunción inocente la lucha en manos de sus mesnadas. Ahora que varios de los navíos negros ya se habían hundido y sin frailes que contradijesen su versión de los hechos, rodeado de hombres cuyo silencio sabía garantizado, le bastaría argüir que la batalla se había desencadenado tras la entrega del tributo.

El viento seguía escondido en mar abierto y Gunrød gritaba una y otra vez, quería que los suyos se despellejaran las manos remando, ya faltaba poco y como bien sabía el
jarl,
sus rápidos
drekar
de guerra, al contrario que los lentos
knerrir
, basaban su velocidad en la fuerza bruta de sus bogadas. Había visto flechas embreadas surcar el cielo en amplios arcos, desmadejando la niebla, y había supuesto con acierto que eran señales de los cristianos, todas ellas habían partido del lado del cabo sur más cercano al mar, desde un cerro con vegetación rala que despuntaba entre las rocas, cubierto por el verde del bosque. Ordenó a sus timoneles virar a estribor, si desembarcaban hacia el este, justo en la confluencia con tierra firme, tendrían a los hispanos acorralados, sin vía de escape. Hacia ese lado, a la sombra de uno de los muchos oteros de aquella accidentada tierra había una cala perfecta, lo suficientemente amplia como para dar cabida a la mayoría de los suyos. Muchos ya habían buscado otros lugares, pero dio órdenes que se gritaron de uno a otro barco, aquel debía ser el lugar en el que se concentrasen las fuerzas.

Assur veía cómo la arena de las pequeñas playas y los eventuales roquedales entorpecían los movimientos de los nórdicos que ya habían desembarcado sin que estos perdieran un ápice de su arrojo. Se dio cuenta pronto de que hacía falta mucho más que valor para tener fe en salir victoriosos de un desembarco frente a un enemigo que esperaba en tierra firme, dispuesto a disparar sin piedad una andanada de flechas tras otra. Los nórdicos caían, y aunque en el cuerpo a cuerpo eran, sin lugar a dudas, mucho más hábiles con sus hachas y espadas que la gran mayoría de los cristianos, la batalla empezaba a decantarse.

Un hatajo de normandos descolló de entre las líneas hispanas, se acercaba al grupo que, junto a unos pocos arqueros, formaban Gutier y Assur.

Furco, tranquilo hasta ese momento, bajó la cabeza y arrugó los belfos gruñendo. Assur asentó los pies y, clavando las flechas en la tierra ante sí con un gesto de muñeca, eligió una que montó en la cuerda del arco después de repasar el emplumado con dedos cuidadosos. Apuntó con esmero. Y el primero de los nórdicos, un musculoso rubio que gritaba el nombre de Odín, se paró en seco al recibir el impacto del venablo en el pecho. El resto se acercaba. Otro de los paganos cayó por una flecha amiga.

Gutier desenvainó, preparándose para el encontronazo, y algunos de los hombres lo imitaron. Assur se olvidó del arco y desenfundó la daga echando de menos tener su propia espada.

El muchacho no disfrutó del lujo del miedo, todo fue demasiado rápido. Antes de llegar a asumir lo que pasaba, unos y otros se enzarzaron. Era un caos de gritos entremezclados.

Assur esquivó un rápido mandoble de un normando al que, mientras el muchacho fintaba, Furco mordió con brutalidad en un muslo. El chico reaccionó por miedo a que hirieran a su animal; el nórdico bajaba su espada de nuevo con la intención de dañar al lobo y Assur lo rodeó para, como le habían enseñado, clavarle la daga buscando los riñones. La hoja entró con facilidad y Assur notó como la guarda detenía su mano; cuando el filo entero se escondió en la carne del normando, Assur la giró con todo el ímpetu del que fue capaz y escuchó como el hombre resollaba al tiempo que Furco, habiéndose echado atrás, se preparaba para saltarle al pescuezo. El muchacho volteó la daga en sentido contrario y tiró de ella con todas sus fuerzas dejando que una sangre oscura y espesa manase de la espalda del hombre, que se derrumbó con la vida justa para mirar con odio al chico que había sido capaz de vencerlo.

Furco se tiraba ya sobre otro normando que ponía en apuros a Gutier con salvajes envites de un hacha gigantesca y Assur, tomando la daga por la punta, repelió el asco que sintió al notar la sangre caliente y viscosa en sus dedos para, recordando las explicaciones de Lope, lanzarla contra el nórdico.

El puñal le acertó al normando en el hombro, y aunque la herida no era de importancia, sirvió para que su guardia bajase el tiempo suficiente. Gutier lo aprovechó y descargó su propia espada entre el cuello y el hombro del pagano. La sangre manó a borbotones y, dejando caer el hacha, el nórdico echó mano al tajo para contenerla inútilmente.

Assur ya se revolvía buscando otro blanco, pero se dio cuenta de que los normandos no conseguían salir de las pequeñas playas, luchaban con fiereza, pero no avanzaban.

En el norte, los pocos que habían desembarcado habían sido despachados ya, y aunque las bajas en las filas cristianas eran importantes, las dos docenas de supervivientes de las mesnadas del conde se movían hacia el este para rodear la ría y acudir a ayudar a los del cabo sur, que se veían más apurados.

Weland, que había intentado evitar enfrentamientos directos, se había percatado de los movimientos del conde y seguía al tributo desde una distancia prudencial, dejando atrás la batalla del puerto y preocupándose únicamente de recuperar los caudales cristianos. El
berserker
, después de abrirse camino despachando con facilidad a media docena de hispanos, lo acompañaba como su propia sombra, y el Errante se planteaba sus posibilidades en un enfrentamiento directo.

Assur tomó la espada perdida por el primero de los normandos y sosteniéndola con esfuerzo se allegó a Gutier llamando a Furco cuando uno de los escuderos que conocía del castillo se acercó corriendo.

—¡Llegan más! Desde el mar, por el sur.

A Gutier, al que no cogían por sorpresa las noticias, le bastaron unos instantes para gritar unas cuantas órdenes, buscó a Ariolfo por los alrededores, y lamentó encontrarlo, el maragato yacía muerto con un brutal tajo de hacha por el que asomaban entrañas rosadas, caído junto a un pino tronchado a veinte pasos a su derecha; una de las lanzas normandas le sobresalía del pecho con el asta rota.

—Baja a las playas y dile al primer infanzón que veas que deben aguantar, que no retrocedan —le gritó al escudero.

Gutier sabía que ahora comenzaría la parte más dura. La batalla en el puerto ya no era más que un rescoldo, pero en su lado de la ría la lucha amenazaba con parecerse al mismísimo infierno.

El sol estaba alto, faltaba poco para sexta, de la niebla ya solo quedaba el calor húmedo que hacía el mediodía pegajoso, y mientras las gaviotas empezaban a pelearse por los cadáveres Gutier tuvo la certeza de que si las mesnadas no aguantaban el envite de los normandos por el norte, el lado de la ría, sus hombres, atrapados por dos flancos, se verían condenados. El peor escenario posible se había desencadenado y Gutier lo lamentó profundamente, no por él, y no tanto por sus hombres, condenados por la codicia mezquina y egotista del conde; lo lamentó, sobre todo, por el muchacho.

Entre la pendiente y el peso, la marcha de los borricos se hacía demasiado lenta para el gusto del conde; pero en ningún momento llegó a entender que aquella parsimonia de los jumentos podría traerle problemas. Estaba ensimismado, su mente andaba ya ocupada inventando su versión de la historia para el obispo y la casa real. Había visto el comienzo de la batalla y la gran cantidad de naves nórdicas que ardían en el estuario sería la excusa perfecta, tan convencido estaba de la victoria de sus mesnadas que no llegó a plantearse lo que sucedería en caso de una derrota.

E, inevitablemente, gracias al trote cansado y corto de los pollinos, sin permitirle al Boca Podrida rematar sus ensoñaciones, Weland y el
berserker
alcanzaron al grupo; y sin darle tiempo al Errante a abrir la boca o sugerir una estrategia, el escolta de Gunrød se lanzó como un demonio surgido de las tinieblas sobre los infanzones que guardaban al noble. Haciendo justa la fama de los de su clase, le bastaron unas pocas arremetidas para dejar tras de sí un amasijo de miembros sajados y una caterva de hombres rudos convertidos en plañideras que se sujetaban muñones o simplemente morían.

El carro se detuvo con un último chirrido, los asnos rebuznaron asustados desorbitando sus ojos, y el conde, tras echar una mirada por encima de su hombro, azuzó a su montura hasta el galope con una expresión de terror evidente cruzándole el bigote y su aliento apestoso escapándose ante él empujado por grititos nerviosos. Nuño palmeó el cuello de los pollinos cariñosamente, procurando calmarlos, y se encaró al salvaje normando tras persignarse y agradecer al señor la oportunidad de venganza que se le brindaba. Lope, práctico como era, dejó al gigantón enfebrecido para su compadre y entornó los ojos intentando adivinar las intenciones de Weland, desenfundó el puñal y se preparó.

Nuño y el
berserker
arremetían ya el uno contra el otro con poca técnica y enorme fuerza, acabaron pronto sin armas, arrancadas de sus muñecas por las salvajes estocadas; luchaban a puñetazo limpio, intentando hacer presa el uno en el otro. Sus brutales golpes resonaban haciendo chirriar los dientes de Lope, que de solo oírlos imaginaba el desaguisado que cualquiera de aquellos cuatro puños hubiera hecho en sus escasas carnes.

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