Assur recordó aquel campamento en el valle del Ulla, aquel normando al que había dado muerte tendiéndole una emboscada con Weland. Recordó los ataques a Chantada y a Monforte, el dolor de Jesse y Gutier.
Parte de los que escuchaban asintió. Casi todos habían participado en alguna que otra expedición de saqueo; desde las tierras de los rus hasta Frisia, incluyendo las islas de los escotos y los anglos, y llegando tan al sur como para enfrentarse con los hombres azules que adoraban a la luna y que tenían fastuosas ciudades de cuidados jardines, como queriendo olvidarse de los desiertos de los que habían salido. O comerciaban o saqueaban, pero al norte había que regresar cubierto de oro y gloria.
Y, excepto a los más rezagados, a los que no les llegaba el sonido del relato, todos prestaban atención, encantados de ver la marcha amenizada por una buena historia.
—De vez en cuando nos topábamos con gigantescas
skalis
hechas con piedras, allí se encerraban cientos de esos
godis
cristianos en habitaciones minúsculas para pasarse el día con sus ridículas oraciones, ¡no hacían otra cosa! Hasta que llegamos nosotros…
Assur entendió a lo que Karlsefni se refería: a los monasterios y cenobios. Y su mano abandonó la espada para persignarse con un gesto que creía olvidado, como el odio que ahora sentía renacer en sus entrañas.
—Y pretendes que creamos que os hicisteis con los tesoros de una de esas
skalis
sin que ninguno de esos cientos de hombres os obligase a desenvainar —apuntilló Halfdan con escepticismo evidente.
—No, no, eso fue otro día, durante una patrulla…
—A lo mejor fue una noche, mientras soñabas —dijo alguno con sorna.
Unos pocos rieron la gracieta. Tyrkir se preguntaba qué sucedía entre Ulfr y el patrón. El aire seguía cargándose como si el propio Thor estuviese soplando sobre ellos limaduras de hierro.
—Una mañana, al final del primer verano, yo guiaba una patrulla al sur del río donde nos habíamos instalado, habíamos salido tres o cuatro mientras, liderando un gran grupo, el Berserker había ido al norte. Era más fácil hacerlo así que mover a tres mil guerreros de golpe, y Gunrød era codicioso, lo quería todo y lo quería cuanto antes…
Assur recordó aquella mañana. La imagen del Berserker saliendo del que había sido su hogar, con enormes llamas a su alrededor. Y el huerto de madre, pisoteado con desprecio.
—Aquello no es tan distinto a esto —continuó Karlsefni—, bosques y montañas que hacían el camino muy duro. Mis hombres y yo llevábamos todo el día marchando y no habíamos encontrado nada especial. —Leif dudó de que Karlsefni hubiese llegado a tener el mando de una partida y, una vez más, se arrepintió de haberlo admitido en su tripulación—. La orilla sur de aquel gran río no parecía tan habitada, aunque luego supimos que otra de las partidas había arrasado uno de sus puebluchos. Nosotros, por el contrario, no nos topamos con nada interesante hasta que, ya hecha la mañana, vimos una columna de humo negro que llamó nuestra atención, y fuimos hacia ella encantados, pensando que podría ser una fragua o una tahona; sin embargo, cuando llegamos —Assur se había detenido, las siguientes palabras las escuchó estupefacto, a medida que el grupo lo adelantaba—, ¡eran solo un par de críos!, escondidos entre un montón de rocas…
—¡Basta de cháchara! Hay trabajo que hacer —dijo Leif con más severidad de la habitual en él—. ¡Vamos!
Tyrkir se dio por aludido, había urgencia en el tono del patrón, y el Sureño actuó como buen contramaestre.
—Ya habéis oído, ¡basta de cuentos!, holgazanes hijos de perras famélicas, os voy a quitar las ganas de hablar a base de trabajo duro.
Leif se dio la vuelta y se llegó hasta donde su amigo se había detenido mientras la partida, guiada por Tyrkir y espoleada por los gritos de Karlsefni, que deseaba complacer al patrón, seguía camino hacia las uvas.
Kitpu no lograba creer lo que sus ojos veían. La pequeña Matoaka tenía razón, eran hombres, grotescos, pero hombres.
No les había costado dar con ellos. Después de despedir a los suyos, el grupo de guerreros se había puesto en marcha hacia el río de los salmones, pero no les había hecho falta llegar hasta la desembocadura en la que, según la pequeña, se habían instalado aquellos hombres estrafalarios.
El
sagamo
miraba a menudo al cielo para calcular cuándo estallaría la tormenta que se preparaba.
Avanzaban por parejas separadas, atentos a su alrededor, cuando la quietud natural del bosque se quebró con la estruendosa algarabía de voces que hablaban con chirriantes sonidos secos.
Portaban grandes cestos vacíos y Kitpu no supo si es que era una extraña costumbre o si es que iban en busca de algo. Pero tomó una rápida decisión.
Chistó como un arrendajo azul y, en breve, todos sus guerreros lo rodeaban. Entonces, tras recorrerlos con su mirada, extendió la mano derecha ante sí y, manteniendo los dedos juntos, la movió en círculo como pretendiendo abarcarlos a todos ellos. Acto seguido cerró el puño dejando el índice libre y sacudió la mano en dirección a aquellos hombres de extravagante aspecto; por último, usó las dos manos abiertas para moverlas adelante y atrás frente a su pecho, la una al lado de la otra, como pies apoyándose en una carrera.
Cuando todos sus hombres asintieron, la partida de guerreros mi’kmaq comenzó a seguir a los normandos.
Assur rumió lo que había oído con desazón, pero logró calmarse e intentó razonar con frialdad. Ni siquiera se molestó en decirle a Leif que aquellas
uvas
no se parecían en nada a las que tantas veces había visto en Galicia, ni las cepas. En esos instantes sus dudas no tenían valor alguno. Mientras el grupo amontonaba racimos de aquellas bayas en los cestos, el hispano guardó silencio y aprovechó la repetitiva tarea para pensar, cuestionándose si, de hecho, quería conocer el final de la historia de Karlsefni, sin llegar a admitir en ningún momento del día que, en el fondo de su alma, ya se había arraigado la decisión.
—Y… ¿cómo conseguisteis aquel fantástico botín sin llegar a desenvainar las espadas?
La tarde decaía preñada con el bochorno pegajoso de la tormenta. Tras su llegada los hombres se habían esparcido por el campamento y Karlsefni, como siempre, se había quedado cerca de la mayor de las construcciones, la de Leif. Los años no pasaban en balde y el normando acusaba el esfuerzo del día, se había sentado en un corro de lajas de piedra que se habían dispuesto ante la
skali
y bebía cansinamente tragos largos de agua del río.
A Karlsefni le sorprendió la pregunta, pero pensó que era buena idea tener contento al corpulento Ulfr no solo porque pareciese capaz de quebrarle el espinazo con una sola mano si se lo proponía, sino también porque era uno de los más allegados al patrón.
—Ah…, ¿qué fue lo último que os conté?
Assur hizo un esfuerzo consciente por mantenerse sereno y, bajo la tensión, su nórdico sonó con un acento más marcado de lo habitual.
—La columna de humo… —contestó escuetamente.
Karlsefni revolvió los ojos en las cuencas, haciendo memoria.
—Sí, ya me acuerdo… Pues… nos acercamos pensando que encontraríamos algo de provecho, pero era solo un roquedal en el que dos chiquillos se habían escondido. Un gordito y una chicuela. —Assur dejó de respirar por un instante—. Supongo que se habían escapado de alguno de los villorrios que habíamos atacado… No eran gran cosa, pero podíamos añadirlos a los que ya teníamos en el campamento, además, como sabes, las niñas siempre alcanzan buen precio en los mercados de Oriente… —El hispano tuvo que reprimir el impulso de hacerle saltar las muelas a Karlsefni cuando vio la sonrisa cómplice con la que el otro había terminado la frase—. Una virgen es siempre bien recibida por los esclavistas…
Assur consiguió no echársele encima concentrando toda su fuerza de voluntad. Necesitaba asegurarse.
—¿Pero no has dicho que era solo una niña?
Karlsefni se encogió de hombros, como si aquello no tuviera importancia.
—Niñas, niños, ¡qué más da! A los sarracenos les vale todo, además, con el tiempo de completar el viaje hasta Miklagard o Itil habría tenido oportunidad de desarrollarse lo suficiente. Y lo hubiera conseguido, hay muchos que mueren durante el viaje, los débiles nunca aguantan la travesía —aclaró Karlsefni con expresión de haber dicho una obviedad—. Sin embargo, ella lo hubiera conseguido, era una muchacha muy resuelta.
›Imagínate, el gordito no paraba de gritar y patalear, el rato que no sollozaba, parloteaba gimoteando. Pero la niña no, ella se mantuvo en silencio. Yo creo que incluso hacía esfuerzos por no aparentar miedo. Lo único que parecía preocuparle era su trenza…
Assur se puso bruscamente en pie, suspirando. Y Karlsefni se encontró con dos fragmentos de hielo azulado que lo miraban obligándolo a encogerse.
—¿Su trenza?
Karlsefni no entendía lo que sucedía, pero, aparte de tragar con esfuerzo, no se atrevió a hacer otra cosa que contestar.
—Ssss… sí, sí… Su trenza, estuvo todo el rato rehaciéndola, ya sabes. —Karlsefni revoloteó con sus dedos sobre su hombro imitando el gesto de la niña—. Supongo que en algún momento perdió la cinta con la que la ataba… Pero nunca mostró miedo. Podría haber pasado por una de las nuestras, por la noche intentó escapar, ¡tuvimos que atarla a un árbol!
Assur tuvo que girar sobre sí mismo.
Sobre el océano una pareja de gaviones de alas negras planeaba buscando presas. El sol se agazapaba entre finas nubes deshilachadas de color sanguinolento.
—¿Qué pasó?
Assur había hecho la pregunta sin volverse, pero el tono perentorio le resultó a Karlsefni evidente incluso por encima del rumor del oleaje.
—Pues que… a la mañana siguiente, cuando regresábamos al campamento nos topamos de bruces con unos cuantos de esos
godis
cristianos, como el borracho ese que envió Olav a Groenland… Llevaban esos vestidos largos atados a la cintura, parecían escoltar a otro que iba a lomos de un fantástico caballo caldeo con demasiados bríos para un jinete tan torpe; un gordo de aspecto bizarro que se cubría con un ridículo gorrito morado —aclaró el nórdico haciendo girar la mano sobre su coronilla a la vez que torcía el rostro con una complaciente sonrisa nerviosa— y que vestía de modo distinto. Ah, y también se tocaba con una de esas enormes cruces de los cristianos que colgaba de su cuello como un martillo de Thor. Debía de ser un
godi
importante entre los suyos y el grupo parecía guiar un carro tirado por asnos en el que había arcones y barriles… Al principio pensamos que lucharíamos, pero…
—¿Pero qué? —apremió Assur girándose de nuevo. Comenzaba a imaginar de quién le hablaban.
—Nos pagaron —se apresuró Karlsefni intentando llegar al final de su historia—, nos dieron todo lo que cargaban a cambio de…
Los gritos les interrumpieron, algo pasaba más allá de las
skalis
.
A su alrededor los hombres se giraban para mirar hacia el origen del alboroto. Assur reconoció el inconfundible retumbo metálico de una espada al golpear algo sólido.
Kitpu y los suyos observaron a aquellos hombres llenar sus capazos de arándanos y el
sagamo
se preocupó. Estaban haciendo acopio de una cantidad desproporcionada, ni aun comiendo únicamente arándanos durante días enteros serían capaces de consumirlos antes de que se estropeasen. Era algo muy extraño, quizá planificaban un sacrificio o pensaban usarlos como tintura.
Viéndolos trabajar, Kitpu tuvo la oportunidad de empezar a conocerlos. Eran hombres fornidos, cargados con ropas extrañas de pesado aspecto y que llevaban armas brillantes y amenazadoramente afiladas. Pero eran ruidosos y parecían poco ágiles, era evidente que no conocían el bosque, y que no sabían hablar con los
manitous
y mucho menos escucharlos. Solo uno de ellos pisaba y se movía como debía hacerlo un hombre, aunque de vez en cuando arrastraba su pie izquierdo, y Kitpu no llegó a averiguar si se debía al cansancio o a alguna herida ya vieja.
Cuando los extranjeros terminaron, Kitpu decidió seguirlos hasta el campamento que Matoaka había descrito, quería verlo. Necesitaba conocer más al posible enemigo. Tenía que estar seguro de cuántos eran en total, descubrir sus hábitos.
Desafortunadamente, uno de sus hombres cometió un error imperdonable.
Finnbogi no entendía el repentino interés de Leif por apostar vigías en el perímetro del campamento, pero había supuesto que sería su deseo de empezar a llenar los pañoles del Gnod el que había animado al patrón a tomar precauciones. Puede que no tanto porque hubiera nativos malhumorados, sino porque hubiese quien había decidido seguir al hijo de Eirik el Rojo en su nueva expedición. No sería la primera vez que alguien hacía el trabajo y otro se llevaba los réditos.
Había probado por primera vez en su vida las uvas y, como Halfdan, no estaba convencido de que aquellas bayas dulzonas pudiesen producir un alcohol mejor que la cerveza de cebada y arrayán, o que el hidromiel. Y ahora, todavía con el regusto empalagoso de los frutos pegado al paladar, echó a andar alejándose de las
skalis
y los hombres que preparaban algo caliente para cenar.
Se sentó en el tocón de uno de los árboles que él mismo había talado, un aliso que habían elegido para servir de pilote al puente que les daba acceso a la orilla donde habían instalado la fragua. Y, como buen tragaldabas que era, lamentó tener que conformarse con unas lonjas de salmón ahumado y perderse el estofado que su hermano gemelo preparaba en la más pequeña de las
skalis
.
Era un ocaso caluroso en el que se cocía un bochorno pegajoso que presagiaba tormenta, aunque Finnbogi no estaba seguro, todavía no conocía los cielos de aquellas tierras del oeste y dudaba de si la lluvia y el granizo llegarían. Pero lo que sí sabía era que la temperatura iba en aumento, algo que constataban los grillos, pues a pesar de que la noche ya amenazaba en el horizonte, los pequeños bichillos negros apuraban con nervios sus serenatas amorosas.
Se había llevado algo de agua fresca en un odre y, una vez se sentó, echó un buen trago para librarse del sofoco a la vez que del pastoso sabor dulzón que le llenaba la boca. Después de darle media docena de vueltas a las distintas posturas que le encontró al tocón, se resignó incómodo, miró con pena la exigua ración de pescado y pensó en alargarla a base de pequeños bocados.