Kitpu se movía con cuidado, oyendo como los
wampanos
macho se excitaban con la subida de temperatura, anunciaban la tormenta cantando cada vez más aprisa. Les había dicho a sus hombres que se abriesen formando un arco que rodease a los extranjeros y les permitiese cubrir el campamento desde todas las posibles salidas. Si todo salía bien se reunirían al alba, en la presa de los castores de la que Matoaka había hablado, en cuanto la escasa luna creciente se tendiese en el horizonte. Hasta entonces tenían que aprender cuanto pudiesen sobre aquellos hombres.
Pero las cosas no salieron bien. Kitpu estaba cerca, oyó el silencio del error que cometió su guerrero, los grillos se quedaron mudos de repente.
Finnbogi tenía más de carpintero que de mercenario, pero la repentina quietud lo puso alerta. La escasa luz empezaba a perderse y las sombras alargadas se confundían con la oscuridad que llenaba los espacios del bosque. La anochecida avanzaba y las nubes crecían en el horizonte hasta parecerse a enormes yunques. Se levantó dejando el salmón sobre el tocón y dio un par de pasos al frente, escudriñando los huecos entre los árboles.
El hambre le pudo. Y el normando estaba a punto de recuperar su asiento cuando lo vio. Al principio le costó creerlo; parpadeó confuso pensando en los hongos que tomaban los
berserker
. Pero era cierto, había un hombre unas brazas más allá, un hombre con el pecho descubierto y la cara pintarrajeada con algo que parecía arcilla roja. Y de entre sus cabellos parecía salir un manojo de grandes plumas oscuras. Estaba tan estupefacto que le costó reaccionar.
El guerrero mi’kmaq arrugó el rostro en cuanto se dio cuenta de que había pisado una rama seca. Estaba tan inquieto por la novedad que había cometido el error de un muchacho, y ni siquiera los suaves mocasines que calzaba impidieron que el seco sonido llenase la noche. Los grillos, que habían venido apurando el ritmo de su canto, callaron de pronto y el gordo extranjero que tenía ante él se dio cuenta.
De no ser porque el mi’kmaq no sabía que los normandos usaban
brynjas
, Finnbogi hubiese muerto al primer disparo. La flecha fue directa al corazón, pero el armazón de aretes metálicos funcionó como un escudo eficaz y el normando tuvo tiempo de reaccionar dando la voz de alarma.
Todo podía haber quedado en nada, pero Abooksigun supo al instante que su hermano había metido la pata y no tuvo tiempo de refrenar su impulso. En dos saltos se había puesto tras el extranjero y había descargado su maza con tanta fuerza como había podido.
Del terrible golpe apenas manó sangre, pero Finnbogi cayó muerto con el grito de alarma agonizando en sus labios y los sesos hechos puré.
A partir de ese momento todo fue rápido y sucio.
Los mi’kmaq conocían el bosque, eran ágiles y silenciosos. Los normandos eran brutales, animales de guerra acostumbrados al horror de la batalla, y estaban mejor armados.
Cuando Assur llegó hasta el lugar en el que los tripulantes del Gnod se agrupaban, se encontró con Tyrkir, que sangraba por una herida en el brazo por la que asomaba el astil quebrado de una flecha, justo donde terminaba la manga de la pesada loriga que vestía.
El hispano no necesitó explicaciones; asentando los pies en el suelo, Assur desenvainó y se preparó para la lucha. El primer relámpago estalló y Tyrkir, entrecerrando los ojos, asintió para sí.
Con el destello Assur vio los cuerpos de Finnbogi y Bram, desmadejados en la verde hierba que precedía al bosque. El hispano apretó los dedos sobre el arriaz y se puso en guardia.
La tormenta retumbaba acercándose hasta el campamento normando.
—Nunca pensé que acabaría muriendo a manos de pajarracos pintarrajeados —gruñó Tyrkir alzando su espada.
Assur no entendió a qué se refería el contramaestre hasta que el siguiente relámpago estalló en el cielo y el breve instante de deslumbradora luz le permitió ver a qué se enfrentaban.
Empezaron a caer gruesas gotas cálidas que se habrían de mezclar con la sangre de unos y otros.
…Yo canto la muerte de bravos pintada en la faz del escudo…
Bragi el Viejo canta la muerte de Sorli y Hámdir.
Edda Menor,
Snorri Stúrluson
Cuando la luna ganó el cielo, lo hizo presumiendo del halo de plata con el que se cubría, resguardándose de unas pocas nubes altas que parecían trazos de ceniza en el manto oscuro del horizonte. El aire calmo olía a otoño y las estrellas se dejaban ver entre las copas de los árboles.
Ilduara escuchó aullidos y no pudo evitar pensar en Furco y recordar a Assur. Echaba de menos a su hermano, y al lobo. Estaba muy asustada; transida de hambre y frío. Luchaba por evitar que sus dientes castañeteasen porque sus ropas todavía estaban mojadas; los normandos los habían obligado a cruzar el Ulla por las piedras de los rápidos del Mácara, y cada vez que se movía los bajos húmedos de la saya rozaban la piel de sus pantorrillas con un tacto helador que la obligaba a encogerse.
Berrondo, agotado por sus continuos sollozos y lloros, se había quedado dormido en cuanto su hipo había remitido. Ahora, el hijo del sayón respiraba silbando entre mocos agarrados al gaznate, revolviéndose de vez en cuando. A Ilduara le parecía que se había acurrucado como hacía Ezequiel, en esas noches en que las historias de ánimas y
lobisomes
que contaba Osorio
o zoqueiro
al calor del hogar le llenaban el sueño de pesadillas.
La niña, incapaz de dormir o de hacer otra cosa que lamentarse, estaba sentada con sus piernas dobladas ante sí, apoyando los antebrazos en las rodillas y sujetando, con sus manos atadas, el vuelo de la falda para evitar el repeluzno que le provocaba la pesada lana mojada. El fuego que los normandos habían prendido se ahogaba entre brasas cenicientas que ya ni siquiera siseaban al calor, y el que se había quedado como vigía dormitaba con holgazanería con la espalda apoyada en un árbol. Contándolo a él, que era el único de una alzada normal, sumaban seis; y a ella los otros cinco le parecían gigantes, todos más corpulentos que padre, que era el hombre más grande que Ilduara había conocido. Hablaban soltando ásperos reniegos, como si masticasen ascuas que les quemasen la lengua, y todos tenían a mano espadas y hachas que ella no podía dejar de mirar con miedo reverencial.
Un lobo volvió a aullar en la lejanía de los cerros y, una vez más en aquel largo y desdichado día, Ilduara no pudo evitar que las lágrimas aflorasen. Sabía que Assur le hubiese dicho que tenía que mantenerse serena, y no olvidaba que padre le hubiera ordenado que guardase la dignidad. Lo sabía, pero no pudo evitar el llanto, que surgió indomable al tiempo que la pequeña deseaba escuchar a su hermano llamándola
linda dama
.
Fue un lloro contenido y suave, no quería que ellos la oyesen. Pero aun así, suficiente para inclinar su cabeza como un tallo tronchado, haciendo que sus desarreglados cabellos le cayesen sobre el rostro, obligándola a soltar la falda y encogerse de frío para poder recomponer la trenza una vez más. Y lo hizo con manos torpes por las ligaduras que laceraban sus muñecas.
El que debía estar vigilándolos resopló tras atragantarse con un ronquido y la niña, llevada por un impulso, tomó la decisión en un instante, se puso en pie con todo el cuidado del que fue capaz.
Sorprendida por no escuchar uno de aquellos hoscos gritos ordenándole que se estuviese quieta, reunió el valor para intentar escapar. Lo último que hizo antes de echar a andar con el mayor sigilo posible fue enjugarse las lágrimas.
No sabía adónde ir, pero le bastó avivar la certeza de que no se detendría, para albergar fe en sus posibilidades. Lo único que le importaba era alejarse y hacerlo cuanto antes. El bosque tintado de negro estaba lleno de misterios y leyendas que espoleaban su miedo y tuvo que hacer un esfuerzo por sobreponerse. El carrasposo ulular tartamudo de una lechuza la asustó, y la obligó a detenerse y a contemplar el enrejado de ramas prietas que la cubrían. Todo resultaba amenazador, sin embargo, consiguió encontrar un resquicio de esperanza con el que ilusionarse. A cada paso, encogía el rostro cuando la tela mojada la rozaba; además del desagradable frío que le transmitía, sonaba como un suave aplauso tocado con sordina.
La lechuza que había oído echó a volar ante ella enseñándole el envés blanco de sus alas silenciosas.
Se giró temiendo ver qué había asustado a la rapaz, pero solo vislumbró la penumbra resquebrajada que pintaban sobre el suelo las difusas sombras de la arboleda. Todo eran manchas oscuras que resultaban amenazantes. Y las siluetas de las ramas que la brisa mecía parecían cobrar vida transformándose en perfiles de hombres a la carrera.
Asustada, pensó en Assur y decidió que debía regresar hasta aquel lugar entre las rocas. Allí estaría su hermano, él siempre cumplía su palabra. Assur habría regresado al berrocal, lo había dicho. Y se dio cuenta de que tendría que encontrar el modo de volver a cruzar el río.
Estaba tan abstraída que no los oyó. Era difícil orientarse.
Empezó pronto a jadear, había sido un largo día, estaba cansada y dolorida, el costado le ardía y la tentación de detenerse era inmensa, quería dejarse atrapar por la languidez que la pretendía, como la cálida sensación de sueño que la arropaba cuando, en la tibieza del establo, debía encargarse del ordeño de primera hora de la mañana, cuando solo el temor a la reprimenda de padre evitaba que se quedase dormida apoyando la mejilla en la dulce calidez del vientre de Calesa, aun a pesar del incómodo taburete.
Entonces le llegó el rumor de las ásperas voces. El ruido de la carrera, el tintineo de las armas. Se sintió acorralada, como horas antes en aquellas piedras, al darse cuenta de que no era Assur quien se acercaba.
Corrió una vez más en ese aciago día. Corrió hasta que una nueva sombra cruzó ante ella, envuelta en el estruendo de gritos hoscos y chasquidos metálicos.
La pequeña dudó. Giró sobre sí misma con tiempo como para notar una vez más el desagradable tacto húmedo y frío de la falda mojada. Intentó escabullirse por un hueco entre los árboles.
Tras ella las ramas se quebraban, las voces gritaban y las pesadas botas rasgaban el manto de hojarasca. Se cernían sobre ella. La acorralaban.
Y todo acabó, demasiado pronto. Cuando Ilduara despertó, con la cabeza dolorida y un feo costrón de sangre reseca taponando la brecha que el golpe había abierto encima de su ceja, se descubrió atada al mismo fresno en el que el vigía se había apoyado.
Dos de los normandos la señalaban entre risas provocadas por palabras que no entendía. Parecían mordisquear sus almuerzos y, a pesar del dolor de cabeza y la desorientación, a la niña se le hizo la boca agua.
Berrondo lloraba de nuevo, ni siquiera le dirigió una mirada. Y a la lechuza de la víspera le respondía ahora un alcaudón que imitaba el canto de los jilgueros que aprovechaban las bayas de un escaramujo. Ilduara sabía que, en cuanto los coloridos pajarillos se confiasen, la pequeña ave de presa capturaría al más torpe para empalarlo en las púas del espino y comerlo con calma. La niña se sentía sola y asustada, muy asustada.
Antes de que los obligasen a ponerse en pie y echar a andar, Ilduara tuvo tiempo de dejarse abatir por la desdicha. Había perdido toda esperanza y miraba a todos lados aguardando ver a Assur aparecer y salvarla.
Los forzaron a ponerse en marcha con órdenes secas que no necesitaban traducción. Y la caminata a un destino sobre el que no sabía más que lo que su desbocada imaginación pretendía se volvió eterna ya antes de que el sol llegase a su cénit en el horizonte.
Confiados, los normandos descendían por una manida y ancha vereda que Ilduara creyó reconocer, pero a la que no pudo situar. En una amplia curva cubierta por ramas de grandes castaños, los nórdicos se detuvieron de pronto y el que parecía liderar la partida, un bigardo de desordenadas greñas negras que manejaba una gigantesca hacha de doble filo, mantuvo la mano libre en alto dándole a los suyos la orden de permanecer donde estaban.
Ilduara no supo por qué hasta que oyó el inconfundible chirriar de las ruedas de un carro. Alguien se acercaba en sentido opuesto.
La visión de los hábitos consiguió iluminar el rostro de la pequeña. Berrondo dio saltitos nerviosos sin atreverse a gritar. Y el más bajo de los normandos se retrasó para echar una mano sobre los hombros de los niños y refrenarlos. Los demás se prepararon para lo que mejor sabían hacer. Y los siseos de las armas en sus vainas obligaron a la pequeña a encoger los hombros.
Del carretón tiraban dos asnos de largas orejas que se arredraron con pasos nerviosos ante los normandos, tensando los arreos que dos corpulentos frailes de aspecto fiero y viejas cicatrices sostenían con firmeza. A su lado iban otros hombres con los mismos hábitos pero con menos arrestos, pues reaccionaron de modo similar a los borricos, queriendo echar los pies atrás y abriendo los ojos.
Tras el carro llegó otro hombre más, de carnes gruesas, montado en un alto caballo de reluciente pelaje con demasiados bríos para obedecer al jinete. Ilduara no había visto jamás a un sacerdote con ese aspecto, su hábito tenía una botonadura tan interminable que a la niña se le antojó que abrochársela debía de ser un suplicio eterno, y solo estuvo segura de lo que era aquel hombre gordo por el brillante crucifijo que le pendía del cuello.