Un corrillo de meretrices pasaron ante él dejando tras de sí aromas a potingues y ungüentos. Las alegres jovencitas se cruzaron con dos comadres de aspecto serio que llevaban cestas llenas de verduras frescas y las miraron con severidad.
Henry escuchó a las fulanas burlarse de las mujeronas que regresaban del mercado de Cheap y a las mayores replicar sin pudor. Perdido en las curvas de las jóvenes, se limpió la saliva que se le acumuló en la comisura de los labios, resecos por la cecina que había estado masticando. Cuando volvió a mirar hacia la panadería, vio al enano preparándose para cerrar y se agazapó en las sombras del quicio en el que intentaba disimular su presencia, dispuesto a intentar seguirlo una vez más y esperando que en esta ocasión no lograse despistarlo. Tenía muy presente que la prórroga que Víkar le había concedido después de las primeras buenas noticias estaba a punto de caducar. Y, como varias otras veces en los últimos tiempos, el de Dover había decidido abandonar el filo por el que caminaba, o conseguía algo esa noche, o huía a los bosques evitando las furias de su patrón.
Unos herreros de gruesos antebrazos y ropas marcadas por chispas rebeldes de la fragua pasaron haciéndose bromas obscenas sobre unas fulanas con las que acababan de cruzarse. Girando de tanto en tanto la cabeza para echar últimos vistazos a los traseros de las muchachas, caminaban hacia el salón de su cofradía.
Dvalin, ansioso como un muchacho a punto de perder la virginidad, repasaba la ruta que había ideado. Sabía lo que quería hacer y cómo, y se sentía impaciente porque todo comenzase.
Uno de los molineros del Walbrook pasó por allí y le desbarató los planes.
—Buen día, Dvalin, ¿te es tarde ya? —preguntó el recién llegado viendo al otro en disposición de echar el cierre.
El enano se giró sorprendido, probablemente el aceñero venía a buscar la cuota de la hornada que le correspondía por la harina que le había entregado a buen precio unos días antes, cobrada a su vez como gabela del grano que hasta su ingenio llevaban los campesinos que tenían la venia del rey.
—No, no —contestó el panadero con afabilidad echando un vistazo de reojo al portal en el que se resguardaba Henry.
El molinero, un hombre correoso de largos brazos y piernas, con pinta de tallo reseco en otoño, correspondió con media sonrisa que saltó en su rostro al asentir, haciendo que sus ojos verdes, lo único con gracia en un rostro cuarteado como el pergamino viejo, brillaran con curiosidad.
—Prepararemos un saco en un momento —dijo Dvalin invitando al otro a entrar con un gesto de su pequeña mano, fingiéndose amable, pero lamentando el retraso.
Henry vio como el otro despachaba a un tipo de aspecto desgarbado con las ropas cubiertas por un polvillo blanquecino. Y, cuando el enano se puso por fin en marcha, aguardó unos instantes antes de seguirlo manteniendo el hombro pegado a las fachadas.
Nervioso, cuestionándose el propio ritmo de sus andares para no levantar sospechas, Dvalin dudó. Para seguir su plan original tenía que dirigirse, precisamente, hacia el arroyo Walbrook; hacia donde también se encaminaba el molinero, con un saco lleno de sus panes a la espalda. Así que, para evitar compañía, el enano giró sobre sus talones y se volvió, preguntándose en qué lugar retomar sus intenciones sin levantar sospechas.
Sin otra idea, callejeó hasta la taberna en la que conseguía las olivas que tanto gustaban a Francesca y allí disimuló por un rato mientras el cantinero le preguntaba si su amigo Ulfr había probado ya los anzuelos emplumados que le había regalado.
Cuando salió no vio a Henry, y temió que el otro se hubiera hartado de esperar. Pero se encaminó al Walbrook esperando que, en cualquier bocacalle del camino, aquella sanguijuela de ojos saltones lo sorprendiese.
Mientras andaba, el enano tanteaba el cuchillo que llevaba a la cintura y se hacía preguntas.
En un principio Henry se ilusionó, por primera vez parecía que el enano no se le escaparía. Pero cuando lo vio entrar en un figón no lejos de la zona lombarda, temió que el panadero pretendiese despistarlo saliendo por la trasera del local y se apuró a dar la vuelta, escamado por sus anteriores fracasos.
Cuando se cansó de esperar en el callejón oscuro, regresó hasta la entrada principal y se sintió afortunado de tener el tiempo justo de tomarle el paso al enano cuando Dvalin se alejaba de la cantina.
El calor de la ciudad, arrebujada de gente, y la bondad del verano caldeaban la anochecida. Una luna tempranera se veía por levante, decorada por las filigranas de humo de los hogares.
Como había esperado, en un giro hacia el norte abandonando Beerbinder Lane, Dvalin vio a su perseguidor con el rabillo del ojo.
A partir de entonces todo fue rápido, y la mezquindad de Henry, que era comparable a su desmaña como luchador, lo hizo fácil. Conocedor de su ciudad, el enano viró en un callejón umbrío y sin salida donde los gatos acorralaban a las ratas y la porquería se acumulaba entre restos rotos y abandonados. Era el lugar que había previsto, cuando el otro girase tras él se lo encontraría de frente, esperándolo agazapado entre viejas cajas desfondadas con olor a pescado que había sacado de entre los desechos del puerto.
Henry, antes de morir, se convirtió por momentos, a capricho de los recuerdos de Dvalin, en cada uno de sus enemigos pasados. Y el panadero desfogó en aquel chivato inmundo todas las iras que las burlas y mofas acumuladas durante años habían alimentado.
Dvalin salió de aquel callejón haciendo dos cosas, sonriendo y limpiando la sangre de su arma en los bajos de su camisa. Ahora solo faltaba Víkar.
Aunque había oído hablar de ello y Francesca se había preocupado de contarle lo que sabía al respecto, cuando sucedió, Thyre no pudo evitar asustarse. Además, le pareció que era demasiado pronto.
Entre susurros y confesiones, abrazada a su esposo, había estado charlando con Assur hasta tarde, incluso habían escuchado como Dvalin se marchaba a tiempo para sacar la primera hornada antes del amanecer. Lo último que recordaba era haberse dormido entre los fuertes y reconfortantes brazos de él; el olor de su piel, el vello bermejo del dorso de sus muñecas, que devolvía pequeños destellos en la penumbra. Todo había sido placidez, envuelta en la protección de aquel pecho que había aprendido a recorrer con dedos ansiosos y ojos cerrados, sintiendo en su espalda los rítmicos y enérgicos latidos del corazón de su esposo. Sin embargo, ahora se despertaba de golpe, sobresaltada, empapada por el tibio embalse que se había liberado sin previo aviso entre las sábanas.
Assur también lo sintió, con un vago recuerdo de las noches en las que dormía con el pequeño Ezequiel y el pobre no podía contenerse. Estuvo a punto de decirle a su hermano que no se preocupase, que él lo limpiaría todo. Iba a abrir la boca cuando la somnolencia se desvaneció, como niebla al calor de la mañana, y se dio cuenta de lo que realmente sucedía.
—¿Estás bien? —le preguntó a su esposa intentando mantener la compostura.
Ella asintió con los ojos muy abiertos.
—Francesca me ha dicho que debe ser transparente, que si hay restos de sangre o si tiene un color oscuro, puede que algo vaya mal…
Lo había dicho de sopetón, sin pensar en otra cosa, con el aire de una niña recitando la lección, y Assur no pudo evitar sonreír.
—… Creo que todavía tenemos algo de tiempo hasta el parto —continuó ella hablando con aire dubitativo.
Assur le pasó una mano por la frente recogiendo cariñosamente un par de mechones de largos rizos trigueños.
—Tranquila, todo está bien —dijo contestándose a sí mismo al tiempo que intentaba tranquilizar a su esposa—. Todo irá bien.
El hispano no sabía si las aguas eran o no claras, no había luz, lo había dicho porque había sentido que ella necesitaba oírlo. Y tampoco estaba seguro de lo que debía hacer, por primera vez en su vida desde que se había convertido en un hombre sintió verdadero miedo. En un instante revelador entendió que podía superar sus propias desgracias e infortunios, que siempre habría un paso más allá, pero al tiempo comprendió que el solo hecho de imaginar que le sucediese algo a su esposa, o al hijo que iba a nacer, servía para engendrar un terror helado que le reptaba por la cerviz. No le importaba pensar en su propio dolor, pero la sola posibilidad de que a ellos, a los suyos, les pasase algo le aterraba.
Tuvo que hacer un esfuerzo por serenarse y desterrar la terrible premonición que lo golpeó al figurarse cómo sería su vida si la perdía a ella o al pequeño que estaba a punto de venir al mundo.
Desechó aquellas funestas ideas de su mente y cobró el aplomo que, estaba seguro, ambos necesitaban. Volvió a acariciar la mejilla de su esposa y bajó el brazo hasta cogerle la mano y apretarla con suavidad.
—Será mejor que despertemos a Francesca, y habrá que ir a buscar a la partera de la que nos habló Dvalin.
Thyre afirmó bajando el rostro, pero antes de que tuvieran tiempo de hacer nada más que volver a apretarse las manos, Francesca, descorriendo los paños colgados de
vathmal
, apareció ante ellos, con el pelo revuelto, los bastos tirantes de su camisón de sayal arremolinados en los hombros, y una pregunta abierta en su rotundo rostro.
—¿Ha llegado?
Thyre miró a Assur, como si necesitase una confirmación, y no contestó hasta que él asintió.
—Sí, eso creo…
Francesca se desperezó abriendo los brazos y soltando un último bostezo, ruidoso y desvergonzado.
—Pues entonces hay que prepararse… ¡Tú! —le gritó a Assur—. Déjala tranquila, que no se va a romper, búscale ropa seca y reaviva el fuego…
El hispano no pudo evitar asombrarse ante la evidente autoridad de la mujer, cuyo tono de voz, aun con el estrambótico acento que gastaba, resultaba tan vehemente como el del más enfurecido Tyrkir en plena galerna.
—¡Vamos! ¿A qué esperas?
Assur, después de echar un último vistazo a su esposa, se dispuso a cumplir con lo que le ordenaban. Se levantó y, por un instante, titubeó, estuvo a punto de echar mano de sus ropas, dobladas sobre un arcón anejo a la cama, pero se dio cuenta de que la viuda ya habría visto en la vida todo lo que los hombres le hubieran podido enseñar. Así que se quedó con los largos calzones sueltos con los que había dormido y ni se calzó ni se tomó la molestia de cubrirse el torso desnudo.
—Y tú, mi pequeña niña —le dijo ahora la viuda a Thyre—, relájate, esto solo acaba de empezar, permanece tranquila y deja que la naturaleza siga su curso. Además, hoy es un buen día para nacer, es el día de la Natividad de Nuestra Señora la Virgen María… Sí, es un buen día.
Y se acercó hasta la asustada joven dispuesta a sentarse a su lado y a esperar pacientemente a que la labor del parto empezase.
Assur regresó pronto, traía el rostro encendido por el calor y los músculos de su pecho brillaban por el sudor. A su espalda se distinguía el cimbreante resplandor de las llamas, que lo rodeaba de un halo anaranjado; se podía asegurar que había hecho un buen trabajo con el fuego.
—¿Acaso pretendes convertir mi casa en la antesala del infierno? Te dije que avivaras el fuego, no que le hicieras competencia al mismísimo demonio —dijo Francesca con irónica malicia, sorprendiendo con las palabras elegidas a Assur, que llevaba demasiados años entre los nórdicos oyendo hablar del
Hel
y de los dioses del Asgard—. Anda, tráele algo seco para que se cambie, ¡y paños! Y pon un par de ollas al fuego para calentar agua. ¡Ah! Y trae también un trapo para que se limpie… ¡Vamos! ¡Vamos!
Sonriendo, recordó de nuevo al viejo contramaestre. Assur se volvió para hacer lo que le pedían al tiempo que negaba con la cabeza, incrédulo.
—Estos hombres son unos inútiles —le dijo la mayor a la joven mientras intentaba recolocarse los cabellos—, ¿qué sería de ellos sin nosotras?
Thyre se sintió reconfortada, como a su llegada a Jòrvik. Tanto Francesca como Brýnhild habían sabido brindarle su apoyo y librarla de las preocupaciones que la embargaban. Eran mujeres fuertes y duras, acostumbradas a los rigores de la vida. Su calor y sus atenciones, aunque rudos, habían resultado un alivio para ella, que no podía evitar echar de menos a los suyos.
Oyeron cacharrear a Assur entre el chisporrotear de los leños, y pudieron notar el olor ceniciento del fuego inundando la casa entre volutas de humo.
Él, complaciente, volvió pronto con los brazos ocupados y dispuso todo según las indicaciones de la viuda. Luego, igual que un muchacho que vuelve con los mandados, se quedó en pie esperando, seguro de que recibiría alguna otra orden.
Francesca lo miró y sonrió.
—¿Has puesto las ollas de agua al fuego?
Assur solo asintió.
—En ese caso será mejor que vayas a buscar a Dvalin y que traigáis a la partera; antes de que acabe el día serás padre…
El hispano pensó por un momento en lo que acababa de oír. Luego se acercó hasta donde estaba su esposa, conteniendo las protestas de Francesca con una mirada severa.
—¿Estás bien? —le preguntó a Thyre ante la mueca escéptica de la viuda.
Ella tardó en responder.
—Sí, creo que sí…
—De acuerdo, voy a buscar a Dvalin y a la comadrona…
Al tiempo que Thyre asentía, Francesca arremolinaba las manos como si pretendiese quejarse de que el hispano hubiera puesto en duda sus órdenes.
Assur se puso las botas, se echó un sobretodo encima de los hombros y se aseguró de coger unas monedas para la comadrona; antes de salir miró una última vez hacia su esposa.
Dvalin no llegó a darse cuenta de nada. Solo tuvo tiempo de escuchar el golpe que lo aturdió, amortiguado como el último retronar de una tormenta alejándose. Luego percibió el dolor que fue creciendo desde la nuca y todo se volvió confuso, con imágenes desvaídas que semejaban pasados recuerdos de infancia.
Viviendo la escena como si fuese un mero espectador, se sintió alzado en vilo. Lo transportaron hasta el interior de su propia panadería y lo ataron con las cuerdas de sus propias poleas. No recobró del todo la consciencia hasta que le echaron encima el agua del cubo cincado que él mismo había apartado la noche anterior para preparar la masa del día.
—¿Eres Dvalin?
El panadero se sacudió salpicando todo a su alrededor con las gotas que salían despedidas de los mechones de su cabello y sus barbas. Miró al hombre que tenía en frente, era Víkar.