—Tengo buenas noticias —mintió el de Dover sentándose frente al nórdico—, conozco a un raterillo que se gana el pan en las cercanías de la iglesia del santo Botolph —se inventó Henry sobre la marcha—, y esta misma tarde me ha contado algo interesante —dijo abriendo aún más sus ojos saltones y dejando la frase en suspenso.
Víkar no pareció impresionarse y pidió otra jarra del vino especiado al que se había hecho desde su llegada a London.
—Está seguro de que los vio hace un par de días saliendo de la iglesia, después del servicio…
El nórdico resopló cansinamente mientras se vertía una abundante ración.
—¡No hay duda! Tenían que ser ellos —insistió Henry encogiéndose al ver que el rostro del nórdico se mantenía impasible.
Víkar vació el vaso de barro y se pasó el dorso de la mano por los labios y el bigote.
Henry se estrujó sus dedos mugrientos de largas uñas sucias pensando en algo más convincente que decir.
Era temprano y había pocos parroquianos: unos cuantos canteros cubiertos del polvo de la piedra que se pasaban el día picando, el maestro jefe del gremio de curtidores, un obeso beodo que siempre llegaba al Bald Swan a tiempo para ser el primero en emborracharse, y dos tipos con pinta de caballeros venidos a menos que, con sus gambesones raídos y sus botas agujereadas, parecían esperar una guerra que les granjease una oportunidad sobre la que solo ellos sabían la verdad.
Víkar se alzó de pronto, haciendo bailar la mesa y tirando el taburete en el que había estado sentado, y echó la mano al pescuezo de Henry con un gesto brusco que tumbó la jarra y desperdició el vino. Antes de que el otro pudiera reaccionar ya le apretaba la gorguera imberbe con dedos de hierro.
—¡Escúchame, sapo inmundo! Tienes una semana…
Todos se giraron ante el estruendo, pero nadie dijo nada, mientras la gresca se quedase en una sola mesa no pensaban intervenir, así solía ser en el Bald Swan, donde cada cual sabía que no debía probarse las botas del vecino.
Henry, boqueando como una caballa en la red, empezaba a palidecer al mismo ritmo que sus labios azuleaban.
—Si no los encuentras antes de una semana, te rajaré tu mugriento vientre, te sacaré las tripas, las ataré a un pilote del puerto, te tiraré al río y te obligaré a nadar dejando tras de ti las inmundicias que guardas en tu merdoso ser…
Y luego lanzó al pobre desgraciado como a un pelele.
Mientras Henry gateaba intentando recuperar el aliento con roncos silbidos, Víkar retomó el asiento y pidió otra jarra de vino.
—¡Una semana!
—Os están buscando —anunció Dvalin sin preámbulos.
Assur se alegró de que Thyre hubiese ido con Francesca al mercado.
—¿Estás seguro? ¿A nosotros?
Dvalin, tras su mostrador, inclinó la cabeza y se rascó el cogote con gestos absurdamente exagerados.
—A lo mejor —dijo el enano con retranca—, te crees que aquí los gigantones con acento raro y cicatriz en la mano derecha brotan en las esquinas, especialmente ahora que ha llegado el calor, que es cuando florecen los de ojos azules con preciosas muñequitas de pelo ondulado colgadas del brazo… ¡Claro que estoy seguro!
Assur no tuvo que pedir detalles para imaginarse quién los estaba buscando. Sin embargo, Dvalin lo miraba esperando respuestas y el hispano se sintió obligado a decirle la verdad.
—Es una larga historia…
El enano salió de detrás del mostrador sacudiéndose malamente la harina que lo cubría y se acercó a Assur echando la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.
—Hace tiempo que no me emborracho antes del mediodía, los años me han hecho perder las buenas costumbres. Pero creo que hoy es una ocasión tan buena como cualquier otra… Cerramos el negocio, nos vamos a una taberna que conozco en la calle Lombard y me cuentas lo que te apetezca —le dijo sonriendo con sorna—. Y mañana, cuando se nos pase la resaca, nos vamos a buscar a ese malnacido, le arrancamos la cabeza a golpes y escupimos en su garganta palpitante a tiempo para que sus ojos moribundos lo vean…
—¿Recuerdas cuando el otro día me preguntaste de dónde venía eso de Brazofuerte?
El enano inclinó su rostro repetidas veces, asintiendo con impaciencia, y Assur contó su historia, pero solo a partir del momento en que, gracias a aquel lanzamiento de ochenta yardas, había conseguido un puesto en el Mora. El resto se lo guardó. Procuró ser escueto y ceñirse a lo fundamental y, mientras hablaba, Dvalin no interrumpió; se dedicó a beber la abundante cerveza tibia que les iban sirviendo en aquella covacha que había elegido en la calle de los inmigrantes lombardos. Un lugar en el que, por lo que Assur pudo ver mientras sorteaban carretas y porteadores, todo el mundo saludaba con respeto y cariño a su pequeño amigo, y el hispano supuso que la relación de aquel con Francesca era la explicación.
El figón era un local estrecho como las caderas de una de esas beatas del Cristo Blanco, según el propio Dvalin. Y al enano le gustaba porque tenía buena amistad con el tabernero, un tipo obeso de rechonchas mejillas que era hijo de emigrados lombardos y llevaba el nombre de Carlo; ya que era precisamente allí donde solía adquirir olivas importadas de la Brixia natal de Francesca, un antojo caro y difícil de encontrar en London, pero que, como bien sabía Dvalin, la viuda adoraba. Y, gracias a la confianza con el cantinero que sus frecuentes compras le habían granjeado al tahonero, los dos amigos habían conseguido un tranquilo rincón al fondo del angosto tugurio, lejos de miradas indiscretas.
—O sea, que el responsable no es ese sapo escurrido de ojos saltones que lleva semanas cagando plata en todos los mentideros de la ciudad…, sino ese tal Víkar.
Assur asintió jugueteando con su propio vaso y pensando en su esposa y en su futuro.
—Y… ¿qué piensas hacer?
No hubo contestación y el flemático enano porfió.
—¿Se te ha comido la lengua el gato?
Assur no pudo evitar reírse recordando al glotón felino con el que se había topado la noche anterior y Dvalin estuvo a punto de estampar la rebosante copa de cerveza que acababa de servirse en la cabeza del hispano.
—¿Se puede saber qué te resulta tan gracioso? —dijo conteniéndose.
—Es solo que me has recordado algo —repuso Assur relajando la expresión mientras el enano lo miraba inquisitivamente.
—¿Algo relacionado con mi estatura? —preguntó Dvalin con un frío aire suspicaz sin soltar su copa.
El hispano negó con la cabeza mientras contestaba.
—Oh, vamos… Claro que no, ya sabes que el único problema con tu estatura lo tengo cuando he de preocuparme de cogerte en brazos para que puedas besar a Francesca…
Assur terminó la frase sonriendo y cambiando la seriedad inicial por un tono mucho más gentil.
—¿Por qué no te tiras al río a ver si encuentras ranas con pelo? —replicó el panadero haciendo aspavientos con las manos y echándose hacia atrás en su silla.
Dvalin, más por orgullo que por haberse sentido realmente ofendido, mantuvo su pose enfurruñada durante un buen rato, echándose al coleto pequeños sorbos de la amarga y espesa cerveza, lo que le dio tiempo al hispano para pensar con calma.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó finalmente el enano cuando la curiosidad pudo más que la soberbia.
Assur se tomó su tiempo antes de responder.
—Nada…
Al pequeño panadero se le destensó el rostro con un gesto que aniñó aún más sus rasgos infantiles.
—Nada —repitió el hispano con pesadumbre—, estoy cansado. Ya ha habido suficientes muertes…
Dvalin se revolvió rápidamente, como un animalillo al que hubieran pisado el rabo.
—¿Es que piensas que se va a cansar de ir tras vosotros? ¿O es que crees que os está buscando para invitaros a cerveza? —preguntó inclinándose sobre la mesa y cogiendo la jarra tan bruscamente como para salpicar goterones de espuma en la tablazón—. ¿Acaso piensas esconderte como un cobarde?
Algo brilló en los profundos ojos azules de Assur y el enano calló de golpe.
—No se trata de ser o no cobarde… No es una cuestión de agallas, es solo que estoy harto…
Dvalin se había pasado su vida deseando ser grande y fuerte como lo era Ulfr, capaz de quebrarle el pescuezo a cualquiera sin otra arma que las propias manos. Blanco continuo de las burlas más crueles desde su infancia, hacía ya muchos años que el enano se había prometido a sí mismo que jamás permitiría que una ofensa quedase sin respuesta, por lo que no entendía a qué venía la calma de su amigo.
Sin embargo, a pesar de sus dudas, el tahonero consideró un momento lo que le estaban diciendo, y terminó asintiendo después de que Assur hubiera tenido tiempo de juguetear un poco más con su sobada copa.
—Pero… hasta ahora solo hemos tenido noticias vagas sobre barcos con destino a Jacobsland. Aquí ya hay más iglesias que burdeles y aun así parece que los anglos prefieren ser putañeros antes que peregrinos…
Assur no podía negar lo evidente. El enano tenía la razón consigo, en las lunas que llevaban en London las referencias sobre navíos en travesía al norte hispano habían sido escasas y poco fiables.
—Puede que tengas que esperar hasta la temporada que viene —insistió Dvalin.
—Puede. Especialmente con el embarazo de Thyre… Pero no buscaré una confrontación —añadió Assur con una firmeza obviamente inquebrantable.
El enano se guardó lo que hubiera querido decir, convencido de que su amigo se equivocaba. Pero también seguro de que, sabiendo como sabía que la cabeza del otro era aún más dura que un canto, Ulfr no cambiaría de opinión.
Sin darle oportunidad al panadero de decir algo más, el tabernero se acercó para charlar afablemente y, de paso, como si el asunto no fuese de su incumbencia, comentar que había recibido nuevos barriles de olivas. Ni Assur ni Dvalin lo interrumpieron y, mientras el cantinero hablaba, el enano miraba de tanto en tanto al arponero, que actuaba como si la conversación que acababan de mantener no hubiera existido jamás.
Perdida la atención de Dvalin, que no parecía interesado en la ganga que le ofrecía, el tabernero, sintiéndose incómodo, pero no queriendo ser descortés, buscó cualquier otro tema de conversación, para no despedirse sin más. Resultó que, como muchos otros en aquella isla cuajada de arroyos, tenía afición por ir al río y, caña en ristre, solía pasear las riberas en busca de escalos, cachos y anguilas. Lo que Ulfr aprovechó para seguirle la corriente hablando de anzuelos y liñas, contándole también sobre aquellas truchas de vivos colores que había pescado en Vinland.
El hispano habló de todo lo que se le ocurrió con tal de no darle oportunidad a Dvalin para retomar la charla que habían dejado pendiente.
Se entretuvieron hasta la tarde, charlando amistosamente sin más preocupaciones que el suministro de cerveza. Y, un tanto ebrios, se despidieron con promesas grandilocuentes y palabras efusivas, como amigos de toda la vida. El tabernero, imbuido de la amistad promovida por el alcohol, incluso le regaló a Assur unos anzuelos vestidos con plumas e hilos atados, a la sazón de bichos y moscas de ribera que, según dijo, estaban muy en boga entre los de la isla. Agradecido, el hispano pagó con generosidad y, sin saber en qué otro sitio ponerlos, se guardó aquellos curiosos anzuelos, que casi parecían vestidos para una recepción real, en la cajeta de colmillo de morsa que había venido labrando.
Dvalin había conseguido disimular después de la cuarta o quinta ración de cerveza, pero ya había tomado su decisión antes de que los dos pescadores empezasen a contarse mentiras sobre el tamaño de los peces que habían capturado. Para el enano no había sentido alguno en la reacción de Ulfr. Y él sabía bien que, cuando se deja a un matón campar a sus anchas, al final, se pagan las consecuencias; por lo que Dvalin rumiaba cómo y qué hacer al respecto.
Al llegar a casa de Francesca fueron recibidos por las reprobadoras miradas de sus mujeres, que no supieron ver con buenos ojos el hosco talante de la tajada del enano ni el ausente temperamento de la borrachera de Assur. Pero ambas estaban enamoradas y, aun sabiéndose con la razón, perdonaron los excesos de aquellos niños grandes y les pidieron que aguardaran y se comportaran como debían mientras terminaban de asar la pitanza.
La casita estaba llena de los olores de la receta de Francesca. La noche se anunciaba con la pereza del verano, anticipando las nieblas de la amanecida siguiente. Fuera, en la calle, las madres llamaban a sus hijos para que dejasen de corretear y se preparasen para la cena.
Mientras esperaban a que el par de liebres que la viuda rustía al fuego terminase de hacerse, Dvalin supo que no podía dejar tras de sí todo aquel asunto así, sin más.
Henry Smithson nunca dudó de la veracidad de las amenazas de Víkar. Y el cañuto ya suponía que no le quedaría otro remedio que huir y esconderse en la espesura de los bosques anglos, de nuevo entre forajidos y bandoleros, cuando un golpe de suerte le permitió convencer a su patrón de que había encontrado, por fin, un rastro fiable.
De hecho, como si hubiera podido intuir los sentimientos de su confidente, Víkar no esperaba que aquel enclenque de ojos saltones se presentase a la cita, pero lo hizo, luciendo una grimosa sonrisa que le causó al nórdico la misma sensación incómoda que meter la mano en las entrañas de una becada que llevaba demasiado tiempo oreada.
Dvalin sabía que su estatura podía resultar llamativa, pero también que le permitía ocultarse fácilmente en las calles atestadas, y no le costó seguir a aquel tipejo con aspecto de sapo arrollado por las ruedas de un carro recién cargado en las dársenas. A media tarde, cuando dejaba preparados el fermento y la harina para la masa del día siguiente, lo vio husmeando a la entrada del negocio y recordó las palabras de quienes lo habían advertido días antes. Tenía que tratarse del indeseable contratado por el tal Víkar para encontrar a Ulfr.
Y así, por el poco cuidado que tuvo Henry al cumplir el encargo, Dvalin pudo tomar partido en aquel enrevesado asunto, aun a pesar de lo que su nuevo amigo le había dicho.
Después de ver a aquel indeseable fingiendo ante su negocio, el panadero siguió pretendiendo indiferencia y, entre las visitas al mostrador para atender a alguna matrona que se había retrasado con las compras del día o a los desdichados que, por ahorrar, pedían pan rancio, continuó con sus quehaceres. Valiéndose de sus poleas y artilugios, trasladó los sacos de harina que necesitaría y amontonó la leña que le haría falta para templar el horno en la madrugada. Y hubo de pasar un buen rato disimulando antes de que el otro se decidiera a marcharse.