Assur (101 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—Eres Dvalin, no creo que haya muchos otros panaderos enanos en este lugar infecto lleno de follaovejas… ¿Dónde están?

Víkar se había cansado de esperar. Su paciencia había llegado al límite y quería acabar con aquella persecución.

Dvalin, que tenía un arrojo que desbordaba su menudo cuerpo, no se sintió intimidado.

—Voy a destriparte como hice con tu soplón con cara de rana —dijo con los ojos encendidos por la furia.

Ya lo había supuesto, pero aun así, el bravo reconocimiento del enano no dejó de sorprenderlo. Para Víkar lo único útil que podía haberse hecho con aquel engendro diminuto era haberlo rechazado al nacer, aquel ser deforme debía haber sido un
úborin börn
. Y pensaba que si el padre de aquel bichejo no había tenido redaños para renegar de él tras el parto, no había explicación para el valor que el panadero parecía demostrar.

Víkar estaba harto, y no se sentía dispuesto a revivir un interrogatorio como el de Jòrvik, si aquel ogro en miniatura de ojos encendidos no le decía pronto dónde encontrar a Ulfr, le rebanaría el pescuezo y esperaría allí hasta que el otro apareciese.

Si, como le había dicho Henry, ambos eran amigos, antes o después el ballenero querría saber qué había sido del enano, con algo de suerte se presentaría en la tahona antes de que cayera la noche. Y darse cuenta de que aquel monstruo podía resultarle simpático a Ulfr hizo que su odio creciese.

—¿Dónde están?

Dvalin no hubiera traicionado jamás a sus nuevos amigos, esa oportunidad para demostrar su valía era algo que llevaba esperando toda su vida. Se sentía lleno de una determinación que no había conocido. Además, ellos estaban ahora con Francesca.

—No hablaré —dijo sin molestarse en negar que lo supiese.

Víkar descargó un brutal puñetazo que mandó al enano dos pasos más allá. Y, caminando hacia él, desenvainó su espada.

—Solo lo preguntaré una vez más, ¿dónde están? —repitió apoyando la punta de su espada en el cuello del enano.

Dvalin escupió una flema sanguinolenta que dejó hilillos rojizos pendiendo de sus labios. Cuando oyó el repiqueteo de sus propios dientes desprendidos, rodando por el suelo y formando coágulos con la harina que lo envolvía todo, sonrió sin importarle el dolor que se extendía por su rostro y lo atenazaba con la hinchazón que empezaba a palpitarle en la mejilla izquierda.

—No te lo diré…

Apenas había gente, aún era temprano. Y el Thames, ahora que el amanecer estaba próximo, empezaba a desprenderse de jirones de niebla que se revolvían entre las esquinas de las casas. Solo se cruzó con trasnochadores borrachos y con aprendices apresurados de oficios que requerían empezar la jornada temprano, como los que tenían que prender la forja o los que, al igual que Dvalin, tenían que preparar el horno y la masa para que, al despertar, los londinenses tuvieran pan recién cocido, o pescado fresco o leche todavía tibia.

Corría inspirando bocanadas del aire pesado de la ciudad, al que no llegaba a acostumbrarse. Y a cada poco se tocaba la faltriquera para asegurarse de que llevaba los dineros que necesitaría para el pago de los servicios de la partera.

Cuando llegó resollando hasta la tahona del enano, supo enseguida que algo no andaba bien, en lugar de encontrar una puerta abierta con franqueza y toparse con los olores del horno y el fermento, halló la hoja entornada en el vano y un silencio que no le pareció natural.

Echó la mano a la cintura buscando sus armas y lamentó no haber sido más precavido. Empujó suavemente la puerta procurando no hacer ruido. Avanzó despacio, posando los pies con cuidado. En el zaguán de entrada todo le pareció normal, el enano todavía no había sacado la primera remesa del horno, en los anaqueles y el mostrador solo se veían restos de harina y migas irregulares desprendidas de la corteza de las hogazas y los bollos.

Gracias a que había dejado la puerta abierta algo de la escasa claridad de la noche se colaba haciendo largas las sombras. A un lado estaba el almacén de Dvalin y Assur avanzó cruzando sus pasos calmos.

—No te lo diré…

La silueta de Víkar era inconfundible, incluso en aquella penumbra. Y la espada desenvainada recogía la poca luz enseñando sus filos con perversidad.

Su amigo estaba tendido en el suelo, hecho un revoltijo desmadejado.

—Creo que me buscas a mí.

Víkar se giró sin demostrar sobresalto alguno y Dvalin intentó retreparse alzando la cabeza.

La sonrisa que Assur vio en su oponente tenía el fiero aspecto de las alimañas enfebrecidas por la rabia.

Se oyeron algunos gritos y risas que llegaron desde la calle y el hispano avanzó con calma considerando sus posibilidades.

Dvalin forcejeaba con sus ligaduras y retrocedía hacia el leñero. Allí no había armas disponibles, solo las que portaba el propio Víkar. Al otro lado, los sacos de harina amontonados y al fondo, el horno abovedado, con sus portezuelas de hierro entreabiertas y su gran solana de piedra que, como Assur sabía, podía mantenerse templada de un día para otro.

Colgando del entramado de vigas que sostenía la tablazón del piso superior estaban las roldanas que el menudo panadero usaba para mover los pesados costales de harina y los maderos. Tramos de cuerdas sueltas se combaban entre las poleas y las pértigas que las sostenían, los cabos deshilachados recordaban a las pelambres de las sencillas muñecas de trapo con las que jugaban las niñas de los estibadores del puerto.

Olía al aroma acre de la harina y del fermento. Aquellos borrachos que habían gritado reían ahora con la algarabía de la juerga que proporciona el alcohol.

Víkar dio un paso hacia Assur levantando su espada y desenfundando la daga que llevaba al cinto con la izquierda.

—Morirás.

Assur asintió imperturbable.

—Y luego ella será mía…

El hispano se limitó a volver a asentir al tiempo que daba otro paso hacia su rival.

—Y cuando me canse de ella la mataré también.

Assur se contuvo apretando los dientes, sabía que no podía dejarse llevar por las provocaciones del otro.

Víkar se lanzó de pronto con la espada al frente y la daga mortíferamente preparada bajo la estocada. El hispano giró sobre sus pies con habilidad, dejando que el otro pasase a su costado como una exhalación. Se volvieron a un tiempo y quedaron enfrentados recuperando el equilibrio. Assur cogió una de las roldanas de Dvalin, que pendía de un tramo de maroma como un péndulo y, alzándola por encima de su cabeza, la envió con fuerza hacia el otro.

Pero Víkar también era hábil en el combate y esquivó el vuelo de la polea con facilidad, preparándose para asestar una nueva estocada con una finta con la que esperaba engañar al arponero.

Mientras los otros dos se enzarzaban, Dvalin se acercaba al leñero al desesperante paso de un bebé gateando. Forcejeaba lastimándose las muñecas con las ligaduras, pero solo podía pensar en la pequeña hacha que usaba para abrir los leños cuando eran demasiado gruesos o cuando tenían una rama ahorquillada que los hacía demasiado aparatosos para la boca del quemador del horno.

Con las piernas flexionadas Assur recibió el envite de Víkar resoplando un gemido sordo por el esfuerzo. Ambos eran hombres fornidos y sus torsos chocaron con un estruendo mullido por las ropas. Assur, empujando con su hombro el pecho de su rival, sujetaba con ambas manos la muñeca derecha de Víkar intentando obligarlo a soltar la espada, pero el nórdico no perdía el tiempo y revolvía la mano libre buscando clavar su daga entre las costillas del arponero.

Assur se dio cuenta y continuó girando, empeñando todo su peso y dejando un pie atrás.

La cuchillada de Víkar cortó la tela basta y abrió el costado del hispano a la altura de los riñones salpicando sangre. Había fallado por poco y ahora, entre el impulso en balde y la fuerza del otro, sintió como perdía el equilibrio a la vez que los huesos de su muñeca se partían sonando como ramillas que se pisan en un suelo otoñal.

Víkar cayó con estruendo, ahogando con los dientes apretados el grito de dolor por la muñeca quebrada. La espada retumbó un poco más allá haciendo cimbrear el hierro y Assur se echó atrás llevándose la mano a la herida abierta. Entonces ambos lo vieron, una sombra sobre ellos.

Dvalin cortó la cuerda con un golpe seco del hacha y el costal de harina se precipitó sobre Víkar dejando volutas blanquecinas suspendidas tras de sí.

Instintivamente Assur dio otro paso atrás, a tiempo para ver caer el saco sobre su rival. El costal se abrió rasgando la fina tela con un reproche de fibras tensas que se rompieron como los calabrotes viejos de un
knörr
sobrecargado agitado en el puerto por una tormenta. Al abrirse el saco, todo a su alrededor se cubrió de pronto con una irónica bruma blanquecina y las cinchas, libres súbitamente del peso del costal, chocaron con un sonido que sonó como el aplauso cohibido de una mozuela.

Antes de que Assur pudiera reaccionar Víkar surgió a través de los delicados encajes entretejidos que formaba la harina. Había perdido la daga con la maniobra del enano, pero, sin importarle no tener otra arma a mano, embestía al arponero con los brazos al frente y la cabeza gacha, resoplando igual que un buey en estampida.

A Dvalin le pareció que dos montañas colisionaban y pensó en los grandes bloques de hielo que navegaban a la deriva desde las banquisas del norte, tal y como le habían contado los marinos.

El impacto le arrancó avariciosamente el aire del pecho y Assur se vio arrastrado hacia el fondo del almacén. La escarcela del hispano se desgarró y los mancusos cayeron repiqueteando. Chocaron con la pared del horno haciendo rebotar los postigos. Assur apoyó la mano en el saliente de la piedra todavía tibia de la solera e intentó tomar impulso para derribar a su oponente. Víkar se resistía, gruñía como un verraco lanzando puñetazos con su mano sana a las costillas del hispano y embistiendo con su hombro izquierdo el vientre de Assur. Forcejaron así por un rato, en una macabra pausa frente al suave calor del horno apagado, hasta que el arponero entrelazó sus dedos uniendo ambas manos y descargó toda su fuerza entre las paletillas del nórdico.

Víkar cayó de bruces y Assur saltó a un lado sintiendo la sangre que le caía por el costado escurrirse hasta la cadera. Se agachó un instante y aprovechó la portezuela que daba servicio a la caldera del horno. La cerró con todo el ímpetu del que fue capaz y la plancha de forjado golpeó la cabeza de Víkar sonando como una de las campanadas de las iglesias de London.

Una brecha se abrió en la sien del nórdico, pero él solo gruñó, e intentó levantarse como si el brutal golpe no hubiera sido más que un roce insignificante.

Antes de que Assur pudiese evitar que su amigo se inmiscuyese, Dvalin saltó sobre la espalda de Víkar gritando como un poseso. En su mano cuadrada de cortos dedos aferraba un hacha con una hoja poco mayor que la palma del propio Assur.

—¡No!

Assur no quería que el enano tuviera que internarse de ese modo en las alcantarillas de su propio pasado. Pero Dvalin no escuchó y descargó el filo en la espalda de Víkar consiguiendo que este se desplomase.

El enano sintió como las fuerzas escapaban del cuerpo del nórdico y lo dio todo por terminado dejándose caer a un lado y aceptando la mano que Assur le ofrecía para levantarse.

El hispano se quedó mirando el cuerpo de Víkar, la pequeña hacha enterrada en las carnes del nórdico hasta la madera del mango sobresalía en un ángulo extraño. Como la aleta deforme de un enorme pez.

—No tenías que haberlo hecho…

Dvalin lo miró, su ojo empezaba a cerrarse entre párpados abolsados y cárdenos.

—Sí, sí que tenía…

Assur lo observó indeciso, sin saber si deseaba preguntar o si prefería que el otro se guardase las respuestas. Pero el enano no tenía dudas, parecía satisfecho y dispuesto a zanjar el asunto sin más.

—¿Se ha puesto de parto?

El arponero alzó las cejas sorprendido. Recordó de pronto y las prisas que se apoderaron de él lo volvieron descuidado. Y el enano se dio cuenta de que había acertado por la expresión de Ulfr.

—No creo que tuvieras otra razón mejor para aparecer por aquí… —dijo haciendo que Assur reconociera la obviedad.

Dvalin resopló abriendo y cerrando el ojo amoratado con cuidado.

—Esto me va a doler toda la semana —añadió llevándose la mano a la mejilla—. Supongo que has venido para que vayamos a por la partera… Pues será mejor que nos apuremos, si no lo que me hará Francesca será peor todavía —dijo de nuevo abriendo los brazos y abarcando el desastre en el que se había convertido su almacén.

Assur seguía callado.

—¡Vamos! Cerraré y ya volveremos esta noche para tirar ese despojo al río —comentó sin darle importancia al tiempo que señalaba con el mentón el cuerpo de Víkar.

El hispano miró a su alrededor, negó una última vez moviendo pesarosamente la cabeza y aceptó lo que su amigo le decía, ahora tenía que pensar en su esposa.

Apenas habían dado dos pasos cuando lo oyeron y Dvalin cerró la boca antes de sugerir que se adecentaran un poco para ir en busca de la comadrona.

Assur se giró a tiempo de ver como Víkar corría hacia ellos a trompicones. Abriendo las narices como un caballo desbocado.

Tuvo solo un instante para apartarse. Luchando con el dolor de la herida al abrirse por el esfuerzo, alargó un brazo para coger las cinchas que pendían de otra de las sogas del enano.

Cuando Víkar los alcanzó Assur se cruzó y giró enredando la cuerda en el cuello del nórdico y, sin perder un instante, dio dos pasos rápidos hasta la polea que correspondía al cordaje de las eslingas. El cabo que pendía de la roldana se le escurrió entre los dedos. Víkar forcejeaba intentando librarse y haciendo bailar la maroma igual que una víbora en celo. Assur tuvo el tiempo justo de atrapar el extremo de la cuerda antes de que se colase en las guías de la rueda de madera. Ágilmente, en el último momento, sintiendo la cuerda deslizarse quemando las yemas de sus dedos, se volteó, echó su peso hacia delante con los brazos sobre la cabeza, y cogió con ambas manos la áspera soga.

Dvalin había usado muchas veces aquellas poleas, le había llevado años terminar la instalación para que su trabajo resultase fácil y cómodo aun pese a las limitaciones de su tamaño. Y, aunque comprendió la intención de su amigo, pensó que sería imposible, Víkar era un enorme bigardo que pesaba mucho más que el mayor de los costales de harina y ahora, después de la reyerta, el pulcro sistema que tantos esfuerzos le había costado idear no era más que una serie de enredos y nudos sueltos que colgaban sin gracia de las poleas.

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