—El primero ha salido como si lo hubieran aceitado, pero este cabroncete se ha retorcido como una enredadera…
Assur, que aún no se había hecho con el hablar de los lugareños, tardó un momento en asimilar lo que había escuchado. Y, mientras lo hacía, vio como la partera se restregaba las manos con grasa, dispuesta a hurgar de nuevo en el interior de Thyre. Un olor, entre mantecoso y rancio, lo llenaba todo, y a pesar de la luz que entraba en la casa, a él todo a su alrededor le parecía en tinieblas. Fue su esposa, llamándolo a su lado en nórdico, quien lo sacó de su ensimismamiento.
Él se acercó recordando la granja de su infancia, lo que solía pasar cuando un ternero no se presentaba como debía al parto y las pocas cosas sobre el alumbramiento que le había contado Jesse años atrás. Y se asustó.
Se sentó a su lado y buscó su mano, la encontró fría y seca. Ella parecía agotada, tenía los ojos entrecerrados y mechones desmañados de su cabello, húmedo de sudor y pegado a las sienes, caían desordenados hasta el escote de su camisón, dibujando oscuras telarañas entre las pecas y lunares. Pese al esfuerzo aparecía pálida, solo un poco de rubor tímido le cubría las mejillas. Tenía los labios agrietados y apenas le apretaba la mano hablándole entre susurros. Él temió perderla y le dijo que la amaba, le explicó que gracias a ella había vuelto a soñar con algo más que el día siguiente, le habló de lo afortunado que se sentía por tenerla junto a él.
Thyre preguntó por el bebé, no entendía lo que estaba sucediendo. Y no podía hacer otra cosa que cuestionar a su esposo sobre el pequeño, quería saber si su hijo estaba bien, insistía una y otra vez cargada con la escasa paciencia que le permitía su estado. Entonces los ojos se le crispaban y la mano de la partera convertía sus entrañas en un lugar de tortura. Luego volvía a preguntar y su esposo no sabía qué contestar.
Assur le pasaba la mano por la frente, con suavidad. Y le decía que estaba allí, con ella, que todo iba a salir bien; y se odiaba por mentirle, pero le faltaba valor para hacer otra cosa.
Se oyó el húmedo entrechocar de piel contra piel entre los gemidos de Thyre y, de improviso, la partera alzó el rostro.
—Este es más pequeño, y creo que ahora está como debe —anunció sacudiéndose la mano sucia de grasa y sangre.
Tomando el último de los trapos que la viuda le había dejado a mano, se limpió.
La comadrona se arregló de nuevo los cabellos, que se le habían desmandado, se pasó por el rostro algo de la poca agua limpia que quedaba en uno de los cacharros esparcidos y, mirando con severidad maternal a Thyre, le hizo una advertencia rotunda que la joven apenas escuchó, pero que sirvió para erizarle el vello a su esposo.
—¡Mocita! Sé que estás cansada —afirmó sin preocuparse por cuánto de lo que decía entendería la joven—. Pero vas a tener que empujar otra vez. Y tienes que hacerlo ahora, ¡y con todas tus fuerzas! No podemos perder más tiempo, si esperamos más…
A Assur no le hizo falta seguir escuchando, quiso preguntar si su esposa corría peligro y tuvo que callarse, la mujeruca había vuelto a concentrarse en su trabajo. Así que el hispano hizo lo único que podía hacer, consolarla con sus palabras más dulces, y animarla con sus frases más tiernas. Y cuando la sintió desfallecer y no supo de qué otro modo actuar, le rogó que no se rindiera, le ordenó que no se dejara vencer.
La partera murmuraba para sí. Dvalin llegó y Francesca lo sentó y lo mandó callar, ambos escuchaban los gemidos, los rumores, el roce de las telas.
Thyre empujó y Assur no se separó de ella.
La más sorprendida fue Francesca, que, obligada al pesimismo por sus propios temores, no había esperado otra cosa que salvar únicamente al primero de los bebés.
Ahora, mirando por la ventana descubierta mientras sostenía al pequeño en los brazos, se regocijó con el bonito día que comenzaba. La luz y el sol en el cielo sin nubes le alegraban la mañana, y, notando como el bebé acomodaba su diminuta cabeza, se sintió maravillada por el milagro de la vida.
Acariciaba la nuca del crío con solo las yemas de los dedos cuando oyó a Dvalin trastear con el pestillo. Desde el parto había cerrado siempre pronto y hoy, de nuevo, también regresaba temprano.
Antes de que Dvalin cruzase el umbral ya llegaba hasta ella el embriagador aroma del pan recién hecho que él traía consigo, aunque apenas lo pudo disfrutar, un penetrante olor mucho menos agradable la obligó a arrugar la nariz.
Habían pasado unos pocos días desde el alumbramiento, intensos y extraños, llenos de novedades. Y esa mañana, mientras Francesca cambiaba los pañales, Dvalin se acercó sonriendo. Acarreaba a duras penas un aparatoso saco lleno de todas sus especialidades.
En casa de una viuda sin hijos que se arrejuntaba con un panadero no tuvieron otro recurso mejor con el que aviarse; así que, para disponer de cuna, habían acomodado una vieja artesa acolchándola con mantas y frazadas. Lo que obligó al panadero a subirse a un escabel para mirar al interior a la vez que la viuda se inclinaba para depositar al bebé. Lo primero que vio fue el revoltijo de colchas y lanas, luego se encontró con dos pequeñas caras redondas, de carrillos hinchados y expresión plácida que destacaban entre el barullo de frisas.
Niño y niña. El varón había sido el primogénito, más grande y protestón, siempre hambriento; y la pequeña, que era más menuda que su hermano, parecía que solo supiese dormir plácidamente. Los ojos de ella recordaban al azul profundo de su padre, y en el rubicundo rostro de él destacaban los inconfundibles iris de su madre.
El enano los miraba con curiosidad, deseando verlos crecidos para que hicieran algo más interesante que moverse con torpeza y chupetear el aire.
—Espero que al chico, aparte de los ojos, no se le ocurra sacar el culo de la madre… ¡Menuda pinta tendría!
Y Francesca rio feliz, tanto que Dvalin temió que a la viuda fuera a darle un aire. Eran carcajadas fáciles y sinceras que brotaban desde lo más profundo de su alma; ella estaba más que complacida con la situación. Se serenó a trompicones, como una mula coja en una cuesta bacheada, volviendo a reírse de tanto en tanto cuando recordaba el comentario del enano. Y no fue hasta después de un buen rato, mientras se limpiaba las comisuras de los párpados con la manga de la camisola, cuando acertó a librarse de esa risa floja que Dvalin le había provocado.
Más calmada, se dio cuenta de que la algarabía podía haber llamado la atención de los otros. Así que levantó a los niños de su rústica cuna y acogió a uno en cada brazo, luego se agachó para besar al panadero y susurrarle palabras risueñas que hicieron a Dvalin pensar en la noche que les esperaba.
Y, con la mirada fija del enano en sus ancas, la viuda se acercó contoneando las caderas al lecho en el que, tras los mantones colgados que le daban algo de intimidad, Thyre descansaba. Assur no se separaba nunca de ella, la velaba cada noche y dormitaba a su lado de día, turnándose de mala gana con el enano o la viuda para echar cabezadas despistadas en cualquier esquina. Y, aunque ya había conocido a sus dos hijos, los había dejado al cuidado de la viuda, que parecía estar encantada con la sola idea de ocuparse de ellos.
Thyre parecía dormitar con ligereza y Ulfr, sentado a su lado, tenía una de las manos de ella entre las suyas. La viuda notó los ojos hinchados y el rostro cansado, pero no quiso decir nada, él sonreía y Francesca supuso que había oído la broma de Dvalin o sus propias risas.
—¿Qué tal ha dormido? —preguntó sin más.
—Bien, creo que lo peor ya ha pasado —contestó el ballenero entre bostezos.
El día siguiente había sido el peor, Thyre había tenido calenturas y le había costado mantenerse serena. La partera no les había explicado mucho, solo que le dieran aceites y cataplasmas y que, con el segundo bebé, algo se había desgarrado. Assur había estado a punto de enloquecer, habían llamado a un médico, un gordinflón con la bata negra llena de restos de sangre coagulada que quiso cobrarles una fortuna por sangrarla. El hispano no solo se lo impidió, teniendo muy presentes las lecciones del hebreo, sino que, de no ser por Dvalin, lo hubiera despachado a golpes.
Le habían dado infusiones de verdolaga, de hierbaluisa, de zarza. Le pasaban compresas empapadas por la frente y, poco a poco, las fiebres remitían. Era fuerte y había luchado como una jabata, quería vivir. Y ahora, todos pensaban que el peligro ya había pasado.
Thyre abrió los ojos, a tiempo para ver a su esposo sonriendo y a la viuda acercándole a sus hijos. Intentó hablar, pero tenía la boca reseca. Assur, complaciente, se dio cuenta y se apuró a ofrecerle un poco de agua en un cuenco de madera.
Cuando Francesca depositó a los pequeños en el regazo de la madre y palmeó el hombro del padre, la niña, limpia y aceitada, dormía, y el niño abría sus ojos y boqueaba como un arenque en la red. Thyre se acomodó retrepándose en la cabecera del lecho y Assur, para ayudarla, se hizo cargo de la pequeña, cogiéndola como si fuera a romperse y sorprendiéndose una vez más de que fuera tan chica como para coger en la ambuesta de sus manos apenas abiertas.
—Creo que ya sé cómo deberíamos llamarla —anunció Thyre abriendo el escote para dejar que el pequeño se aferrase a su pecho.
Assur la miró, todavía no se daba mucha maña, pero el bebé sabía lo que tenía que hacer mejor que la madre y empezó pronto a comer, haciendo que Thyre retorciese de tanto en tanto los labios, dolorida por los tirones ansiosos de aquel pequeño glotón.
—Me parece que Ilduara es el nombre adecuado…
El antiguo arponero miró agradecido a su esposa. Y sonrió, porque ella, que aún arrastraba el castellano con el mismo deje que su propia lengua, había pronunciado el nombre de modo extravagante. Sin embargo, no dijo nada, no hacía falta, los dos sabían lo que significaba.
Entonces Assur pensó que sería justo darle al chico un nombre nórdico, pues tenía muy presente que no podía negarle a su esposa todas sus raíces.
—En ese caso, creo que a él —dijo señalando al bebé con el mentón— deberíamos llamarlo Weland.
Thyre conocía la historia y le pareció un bonito gesto.
Las exageraciones podían hacerse habladurías a fuerza de repetirse, y esa era la única explicación que aquellos con algo más de dos dedos de frente podían dar cuando los recién llegados preguntaban. Y es que abundaban los que, incluso sobrios, aseguraban que la ciudad de London pasaba ya de las diez mil almas, algo impensable para los muchos que apenas sabían contarse los dedos de las manos.
Sin embargo, lo populoso de la ciudad, que se desbordaba por la orilla sur del Thames y anegaba la ribera norte con más y más casuchas, no servía para tranquilizar al rey Ethelred, que seguía sometido a los empeños de Svend Barba Hendida, dando razones para los chismorreos de las tabernas.
Todavía con el buen tiempo del final del estío habían llegado rumores de incursiones acometidas por los hombres del
jarl,
y las luchas por el poder político arrasaban las villas costeras y le hacían ganar al monarca el sobrenombre de Indeciso; pues parecía vencer en una batalla, rendirse en dos, perder media y arrasar pírricamente en la siguiente sin lograr que su pueblo se librase de la amenaza de aquellos salvajes y consiguiendo que muchos recordasen al viejo y gran Egbert. Y prueba de esa ineficacia eran los continuos tiras y aflojas entre los rápidos barcos de los nórdicos, que no se amedrentaban, y las pesadas naves de combate del gobernante anglo, que no eran capaces de imponerse; incluyendo los duros enfrentamientos de Escanceaster y Dewnens.
Aun así, las calles de Dowgate, los callejones que partían la avenida del Thames, los laberintos que rodeaban Billingsgate, y las grandes y lujosas casas que los nobles y ricos empezaban a construir en el este de la ciudad, la zona donde se congregaban mayor cantidad de influencias y chanchullos políticos, seguían albergando a gentes que vivían y morían con muchas otras preocupaciones que quedaban lejos de las de Ethelred el Indeciso.
Para casi todos ellos había cosas mucho más importantes en el devenir de los días: una pequeña deuda con el carnicero, una apuesta cobrada, la mirada de una jovencita sobre los puestos de verduras del Cheap, el constipado de un hijo, el acuerdo de una dote, la primera menstruación de una hija, o simplemente el placer de llegar al hogar cada anochecida y encontrarse con los seres queridos sabiendo que en la mesa había comida suficiente y en el hogar madera abundante.
El otoño había sido suave, las cosechas generosas y muchos sonreían contentos por los réditos; cruzando las puertas de la ciudad, los campesinos que podían traían su propio grano y los señores recolectaban los diezmos. Los mancusos de oro acuñados por el rey Ethelred circulaban de mano en mano pasando entre los oficiales y maestros de las cofradías de artesanos, de los boteros, de los mercaderes y, como no podía ser de otro modo, de las fulanas, que llevaban allí desde que la ciudad no había sido otra cosa que un campamento de legiones romanas.
No nevó por primera vez hasta unos días antes de Navidad, cuando los abastos del mercado de Cheap se llenaban de gordas ocas cebadas que los afortunados compraban y los desgraciados miraban con ojos espantados por los precios; con las lenguas ahogadas y las manos rascando bolsillos vacíos.
En la casita de la viuda los días pasaban despacio y, cada cual a su modo, todos disfrutaban de la novedad que suponían los dos pequeños. La propia Francesca en especial, que vivía a través de Thyre la maravillosa experiencia que había aguardado por tantos años. Y el que menos Dvalin, que, cansado de los lloros nocturnos, solía encontrar más excusas de las habituales para dormir en la panadería en lugar de hacerle compañía a la viuda. Algo de lo que Thyre y Assur sacaban provecho, pues, cuando el enano marchaba, la lombarda se hacía cargo de los bebés gustosa, y los jóvenes compartían breves veladas de pasión entre las tomas que los pequeños reclamaban.
En lo que les correspondía, que era poco más que comer, dormir y hacer sonreír a sus padres, Weland e Ilduara crecían sanos y fuertes. A medida que los días pasaban, los gemelos ganaban peso y aprendían nuevas habilidades, como usar sus manos, lo que les permitía regocijarse agarrando todo lo que caía a su alcance para luego lanzarlo tan lejos como podían.
Un día, poco después de año nuevo, se llevaron todos un buen susto cuando el pequeño Weland se atragantó con la cuenta de vidrio de uno de los collares de la viuda. Como si no le hubiera bastado con haberlo roto y esparcir los abalorios por toda la casa, el crío había decidido probar una de aquellas relumbrantes bolitas. Había acabado pasando por todos los colores hasta que sus labios se azularon y un asustado Assur lo puso boca abajo para palmearle la espalda. Cuando logró toserla, reluciente de saliva, se puso a llorar hecho un basilisco y todos respiraron aliviados menos su hermana, a la que pareció contagiársele el miedo de su gemelo y decidió unirse a coro.