La soga rechinó en los surcos de madera, tensándose y soltando volutas de harina. Y un lazo que se había formado con el ajetreo se aplastó atascando la guía y anudando la cuerda sobre sí misma. Assur gruñó sintiendo la sangre manar del corte en su herida y, volcándose sobre las puntas de los pies, intentó estirar los brazos haciendo que sus músculos protestasen por el envite.
Las manos de Víkar palmeaban en torno a su pescuezo, esforzándose por soltar las dos vueltas de cuerda que, prendidas con la polea, le atenazaban el cuello. Maldecía con la voz ahogada y ronca por la presión.
Dvalin no daba crédito, poco a poco los talones de Víkar se iban alzando y las punteras de sus botas se apoyaban escasamente en el suelo de la tahona. Sin embargo, estaba seguro de que Ulfr no lo conseguiría, era imposible, cuando había enredado el cabo alrededor del cuello de Víkar, todo el ingenio se había agitado liándose, las poleas ya no trabajaban para ayudarle y un nudo en la cuerda se apretaba en uno de los surcos de las roldanas; la guía de metal que evitaba que la soga se saliese del carril labrado en la rueda de madera empezaba a doblarse.
Afuera, el amanecer empezaba a sacar colores de las oscuras aguas del Thames y los miles de almas de London se desperezaban para enfrentarse a un nuevo día.
Sus brazos protestaban y Assur notaba como los músculos temblaban reclamando un descanso. La herida de su costado servía sangre que empapaba su ropa. Podía oír cada gota que caía al suelo con un suave chapoteo amortiguado. Sus manos entrelazadas empezaban a despellejarse y la cicatriz de su derecha se resentía, ya las tenía a la altura de la frente al final de brazos que vibraban por el esfuerzo, pero cuando echó la vista atrás vio que las botas de Víkar todavía rascaban el suelo de la tahona.
Recordó la vieja barca del molino del Mácara. Casi pudo oler el cieno revuelto de la orilla y la sensación de frío en sus pies descalzos, por un momento incluso creyó escuchar los gruñidos de Furco, que, arrugando los belfos, mostraba sus dientes a los normandos que los perseguían.
Como aquel día de tantos años atrás, Assur puso cuanto tenía dentro en juego. Porque sabía que no le quedaba otra salida, o acababa con Víkar, o el riesgo de que los encontrase y pudiese hacerle daño a Thyre lo perseguiría para siempre. Por desgracia y muy a su pesar, aquel hombre albergaba demasiado odio en su interior.
Haló con todas sus fuerzas, despellejándose los dedos y las palmas, y le pareció que era otro el que sufría, como si estuviera viéndose a sí mismo desde la platea de un anfiteatro, pensó que sus huesos iban a quebrarse, vibraban; y sus dientes rechinaban. Tiró aún con más fuerza. Y poco a poco aquellos brazos que no sentía suyos se fueron estirando ante él. Vio sus manos crispadas de nudillos blanqueados pasar ante sus ojos. En su espalda el dolor lo asaetaba con latigazos que hacían reverberar sus músculos y algo entre sus costillas se desgarró. Pero siguió jalando de aquel cabo, percibiendo con un leve tremor cada vuelta del esparto retorcido apretarse en la polea para hacer pasar bajo la guía el nudo que se había formado. Sintió el cambio de peso al elevarse el nórdico unas pulgadas sobre el suelo. Notó el pataleo que hacía vibrar la soga. Oyó, a lo lejos, la llamada perdida de Víkar maldiciéndolo a él y a toda su descendencia.
Víkar murió con un último gorjeo acuoso que se desvaneció entre las campanadas de maitines. Su lengua hinchada asomó entre los dientes. Su miembro erecto abultaba el tiro de sus pantalones.
Assur siguió manteniendo los brazos estirados, temblando por el esfuerzo. El sudor que le caía en los ojos le picaba, sus manos estaban doloridas, sus dedos agarrotados.
—Ya está, se ha acabado —le dijo Dvalin acercándose.
Y, antes de que el enano lograse que su amigo le creyese, la maltratada guía se abrió por fin, Assur cayó de bruces, vencido por su propio esfuerzo, y la soga, ya libre, siseó en la polea. El cadáver de Víkar se desplomó con el coro sibilante de las cuerdas corriendo por los surcos gastados de las roldanas.
Desde el suelo, alzándose en uno de sus codos, Assur miró una vez más al que se había convertido en su enemigo sin haberlo pretendido y lamentó profundamente lo que había sucedido.
—No podemos tirarlo sin más al Walbrook, se merece algo mejor…
La partera, una enjuta mujer que parecía hecha de ramas secas y cuero sin curtir que había sido remojado y abandonado al sol, estaba acostumbrada a que se presentasen ante su puerta en cualquier momento del día gentes de toda condición. Y a ella le venía a dar igual traer al mundo al retoño de un carpintero, de un herrero, de un cordelero o de un botero, pero al ver a aquellos dos lo último que imaginó es que tenían la intención de contratarla.
Su buen trabajo les costó a los inquietos Assur y Dvalin convencerla, y la mujeruca, desconfiada, no se dejó acompañar hasta que el hispano, trabucando las palabras de un idioma que aún no dominaba, le propuso que fuera con ellos uno de sus hijos mayores. Un muchacho igual de esmirriado que ella que servía de aprendiz en el negocio de un sastre de Dowgate. Eso la tranquilizó, aun cuando el chico pareciese incapaz de matar a una mosca de un papirotazo.
El camino se le hizo eterno a Assur. La comadrona renqueaba y el crío, que portaba un hatillo con los útiles de la mujer, andaba alelado mirando a todas partes como si cualquiera de los detalles de la ciudad tuviera la capacidad de sorprenderle.
Dvalin se palpaba de tanto en tanto su rostro dolorido y Assur mantenía la presión en la herida de su costado, intentando que no sangrase. Apenas había tenido tiempo de echarle un vistazo, pero sabía que necesitaría unas cuantas puntadas para cerrarla. Aunque la sangre era clara y eso lo mantenía tranquilo, por lo visto, no había tocado el hígado o los riñones.
La puerta se abrió de un tirón seco antes de que Dvalin pudiese dejar caer sus nudillos por segunda vez.
—Pero ¿adónde…? —Francesca, plantada en el umbral, envuelta en los aires de su evidente enfado, calló de pronto al ver el lamentable estado de la pareja. Luego, al distinguir a la partera despuntando tras el enano, práctica como era, prefirió dejar para más tarde el interrogatorio al que pensaba someter a aquellos dos y le hizo señas a la mujeruca para que entrase—. ¿Habéis ido a buscarla entre los parisii, al otro lado del canal? —remató con gesto hosco sin esperar realmente una respuesta.
Antes de que ellos pudieran hacer un vano intento por contestar, la comadrona, tan pragmática como la lombarda, se adelantó.
—¿Dónde está?
La viuda señaló hacia el fondo de su vivienda y se hizo a un lado para dejar pasar a la partera y al chico que la seguía con cara de lelo.
—¿Está bien? —preguntó Assur inquieto.
Mirando al interior para ver si la mujeruca se las apañaba, Francesca, para disgusto del hispano, tardó en contestar.
—Sí, de momento sí, pero creo que va a ser complicado —dijo sin ser consciente de la preocupación que causaba.
—¿Cómo? ¿Qué sucede?
La viuda iba a responder cuando la comadrona gritó algo desde el interior de la casa que ni Assur ni Dvalin entendieron.
—Bueno, ya está bien, ¿por qué no vais a emborracharos? ¿O a bañaros al río? —les instó echando un nuevo vistazo a su desastrado aspecto—. Aquí hay mucho que hacer.
Y Francesca cerró con un portazo que les revolvió los cabellos e hizo que las maderas de la hoja resonasen; a lo que Assur iba a responder llamando y exigiendo que le permitieran entrar cuando la puerta volvió a abrirse y el hijo de la partera salió a trompicones con la cara pálida y los ojos abiertos como platos.
—A ver si aprovecháis y lo convertís en un hombre —dijo la viuda cerrando de nuevo tras de sí.
Assur retomaba su idea y se disponía a golpear con los nudillos, pero Dvalin lo interrumpió.
—Será mejor que las dejes, es cosa de mujeres…
El hispano dudó sin responder.
—Tranquilo, está en buenas manos. Anda, vayamos a la taberna de Carlo, si conseguimos que no nos cuente su último día de pesca, puede que nos dé algo de beber y que nos permita atender ese feo corte —aventuró señalando la mancha de sangre del costado de su amigo.
Al hijo de la partera se le iluminó el rostro pensando en la cerveza y Dvalin, intuyendo las cuitas de Ulfr, llamó a un pilluelo andrajoso que pasaba corriendo, inmerso en algún juego de fieras persecuciones.
—¿Quieres ganarte una moneda? —le dijo al crío cuando se detuvo.
El niño, uno más de entre los cientos que correteaban descalzos, bailó inquieto sobre la punta de los pies cuando vio al enano revolver en su bolsa y sacar una de las brillantes piezas de calderilla acuñadas por el rey Ethelred.
Le pendían dos velas verdosas de las narices y en su cara había tanta porquería como para hacer un montón tan alto como él mismo.
—¿Quieres o no? —lo tentó el enano mostrándole una moneda.
—Sí, sí que quiero —contestó restregándose las manos en los restos andrajosos de sus pantalones, que apenas le cubrían las canillas huesudas y enlodadas.
—¿Cómo te llamas?
—Nathanael.
El enano esperó y el niño comprendió.
—Nathanael Jackson.
Dvalin afirmó inclinando su rostro cuadrado, ya sabía de quién se trataba, era el menor de los hijos de uno de los armeros que vivían unas calles más arriba. Una familia humilde pero honesta; sabía que podía fiarse de él.
—Te quedarás aquí —le dijo el enano al crío tendiéndole una moneda—, hasta que esta puerta se abra, ¿entiendes? —Y ante la inclinación de cabeza, que hizo bailar los mocos en aquella sucia nariz, siguió hablando—. Antes o después se abrirá y saldrá una mujer, dile que nosotros te hemos mandado quedarte aquí y pregúntale si tiene algún recado. Cuando te lo diga vienes corriendo a buscarnos a la taberna de Carlo, ¿la conoces?, ¿la del lombardo?
El niño volvió a asentir sin dejar de mirar su recién conseguido tesoro.
—Si lo haces bien, te ganarás otra moneda.
Promesa que consiguió que el crío volviese a alzar el rostro, lleno de evidentes ilusiones. Y que, acto seguido, se sentara complaciente en el escalón ante la puerta, aguardando como un perrillo obediente y dando vueltas y más vueltas a la moneda entre sus dedos roñosos.
El hijo de la partera estaba borracho como una cuba antes de terminar la primera jarra de cerveza tostada. Y no llegó a acabar la segunda porque se quedó dormido sobre sus antebrazos, babeando entre labios fruncidos por una estúpida sonrisa.
Al llegar le habían pedido a Carlo una palangana y agua, y aunque Assur no había podido coserse la herida, se la había vendado envolviendo trapos limpios alrededor de la cintura. En esos momentos se sentía mucho más preocupado por Thyre y el bebé que por su propia salud.
Assur apenas bebía, y Dvalin, quizá por su mejilla dolorida y su cuerpo magullado, compensaba la inapetencia del hispano intentando evitar que el zagal de la comadrona reventase en lugar de caer rendido.
Para Assur el tiempo parecía detenido y las últimas palabras de Francesca pasaban una y otra vez por su mente, sin poder evitar preguntarse cómo estaría Thyre, deseando estar a su lado.
Cuando ya pedían la tercera jarra, el pequeño Nathanael apareció corriendo.
Dejaron al hijo de la partera durmiendo al arrullo del alcohol y salieron a toda prisa, abandonando algo de plata al corte en la mesa. A punto estuvieron de arrollar a Carlo, que se acercaba animadamente para charlar de pesca con Ulfr y el enano, cuando apareció el pequeño Nathanael corriendo a toda prisa tras su propia mugre.
El arponero marchaba como si le fuera la vida en ello y Dvalin era incapaz de seguirle el ritmo. La gente se apartaba cediéndoles paso y más de uno se llevó un empellón. Cayeron cestas con verduras y hortalizas y una yegua se espantó y alzó las manos con cabriolas nerviosas. Se oían insultos y maledicencias, pero Assur no se detenía y, aunque el enano apuraba cuanto podía las zancadas de sus cortas piernas, a cada poco se iba alejando más y más. Doblando la primera esquina, hacia una calleja un poco menos concurrida, entre las gentes desairadas que se acordaban de todos los parientes de su amigo, vio a Ulfr girarse hacia él y adivinó sus intenciones enseguida.
—Como pretendas cogerme en brazos, te muerdo los huevos, me quedan a la altura justa —le gritó engallándose.
Assur no lo oyó todo, pero sí lo suficiente. Sonrió abiertamente y se encogió de hombros sin dejar de correr de espaldas.
—¡Ve! ¡Ve! No pierdas tiempo.
Y el hispano se giró de nuevo para salir como alma que lleva el diablo. Estaba tan ansioso que podía notar su corazón saltando en el pecho. Quería saber cuanto antes si Thyre estaba bien. Y el bebé. No le preocupaba si era niño o niña, solo quería que estuviera sano. Eso era lo que realmente le importaba, que madre e hijo estuviesen bien.
Entró en la casa como una tromba de agua que desbarata un pantalán, haciendo que la puerta se tambalease en sus herrajes y que la luz que por allí entraba parpadease. Se topó de frente con Francesca, que sostenía entre sus brazos un gurruño de mantas que parecían estar llorando.
El hispano se paró en seco, intentando asimilar.
—¿Y Thyre?
La viuda le ofreció al bebé y Assur vio un pequeño rostro contorsionado y enrojecido.
—¿Cómo está? —volvió a preguntar temiendo lo que se escondía en el silencio de Francesca y sin atreverse a coger al pequeño.
La mujer volvió a pegar al niño a su pecho y, acunándolo hasta que empezó a calmarse, suspiró.
—Hay complicaciones, todavía está con la partera —dijo sin tapujos.
Y Assur estuvo a punto de derrumbarse. Fue un instante de debilidad en el que todos sus temores se avivaron como carbón ardiendo al soplo de un enorme fuelle.
La viuda lo miraba sin saber qué decir. Assur parecía dudar, presa de la indecisión, luego, por un instante, posó su mano en la pequeña cabeza, el bebé se había callado.
—Voy a ver.
Un par de frases dulces tentaron a Francesca, pero al darse cuenta la viuda de que él iba a averiguarlo por sí mismo en breve, prefirió callar. Ella, que no podía olvidar sus propias desgracias, sentía ya la honda pena de imaginar que todo estaba perdido.
Cuando llegó hasta aquel lecho en el que se había despertado unas horas antes, encontró a la partera ante su esposa. Thyre, mal sentada, a horcajadas y cubierta apenas por un camisón sucio y arrugado, parecía consumida. Había un aguamanil con su bacina y otro par de palanganas, y trapos sucios con restos bermellones, el agua de todos los recipientes tenía un escalofriante color tinto. La mujeruca, al sentir que él estaba allí, se giró y habló con la naturalidad de su experiencia, pero sus palabras, comprendidas solo a medias, no tranquilizaron al hispano.