—Aunque si venís de la puerta del Conde, bien podríais haberlo pasado por alto, pues no queda mucho más que lo que andan ahora levantando con humildes ladrillos —dijo con lo que parecía sincera resignación—, como en San Marcelo o San Miguel. Los hideputas de los moros arrasaron con todo y el rey Alfonso… —el pordiosero miró rápidamente a ambos lados con suspicacia— no parece en disposición de ceder dineros suficientes… Ahora son los propios curas y monjas los que andan en procura de medios.
»Cuando se divisó la polvareda de las caballerías del moro en la lontananza, huyeron remangándose los hábitos y llevándose las reliquias del niño mártir, pero han regresado y hacen esfuerzos por levantar de nuevo los sagrados sitios, aunque lo hacen con pobres ladrillos y adobe, en lugar de las piedras y cantería que deberían emplearse para gloria del Señor… ¡Ni siquiera han traído de nuevo los restos del mártir Pelayo!
El antiguo arponero no se sorprendió con la historia, era la misma de tantos otros lugares. Pero después de tanto tiempo dando vueltas en vano estaba inquieto y no deseaba perder ni un instante más.
—Comprendo —dijo intentando ser paciente—. Pero ¿dónde está? —preguntó lanzándole una moneda más que, de nuevo, el mendigo atrapó con habilidad.
—Debéis volver sobre vuestros pasos —contestó con rápida complacencia guardando ambas monedas en la bolsa con trabajosos gestos de sus manos tullidas—. Después, habéis de cruzar la vía Cauriense y continuar al norte, hacia la puerta del Conde. Allí veréis parte del antiguo murallón romano, que intentan aprovechar ahora para apuntalar la iglesia. Y allí encontraréis el lugar de San Pelayo, y el más antiguo de San Juan Bautista. Lo distinguiréis porque, como ya os he dicho, andan haciendo esfuerzos por levantarlo de nuevo con los escasos fondos que ha provisto el rey. Veréis menestrales y oficiales en labores propias, y grandes montones de ladrillos…
Assur, dedicándole un gesto de asentimiento al pordiosero, sacudió las riendas, le chistó a los caballos del tiro y comenzó a maniobrar para dar la vuelta.
No les llevó mucho, y pronto encontraron una escena como la descrita por el menesteroso.
Ante ellos se revolvía un ajetreo de gentes entre las que se movían carros y cargas con materiales diversos, y podían ver cómo, de los escombros de la iglesia y monasterio de San Pelayo, iban renaciendo ambos lugares consagrados. Colgados de entramados desnudos de maderos, defendidos por andamiajes que, como había dicho el tuerto, parecían aprovechar un trecho de la antigua muralla para asentar la reconstrucción; que, por lo que parecía, resultaría modesta, de planta sencilla con testero dividido en tres y anexo a otro pequeño lugar dedicado a la que debía de ser la humilde iglesia nombrada a favor de San Juan Bautista.
Había jóvenes aprendices; unos trabajaban a buen ritmo obedeciendo las órdenes que les habían dado, otros recibían regañinas altisonantes adornadas con coscorrones. También oficiales que preparaban argamasa y supervisaban los cargamentos de ladrillos pellizcándoles los cantos con ojo crítico. Y los maestros, que prestaban atención a las líneas que poco a poco se iban definiendo, se descolgaban desde la alta muralla y bosquejaban los edificios en ciernes.
Pero, aunque vieron pasar a un par de monjitas de corta talla, enfundadas en largos hábitos oscuros, no distinguieron lugar al que dirigirse para preguntar por el capellán. No había portería o, al menos, no la había todavía. Aunque tampoco se adivinaba mucho de la iglesia: poco más que el trazado de la planta y sus cimientos, de la alzada del cenobio apenas se distinguía una primera hilada de celdas. Gran parte del solar era poco más que un erial vacío donde se acumulaban escombros.
Assur detuvo el carromato y le pidió a Thyre que esperase. Después se apeó y se dirigió al primer hombre que encontró que, aun pareciendo ostentar algo de autoridad, se veía desocupado.
—Perdonad, maestro…
El hombre, un fornido moreno cejijunto de hombros cargados, lo miró con rostro indiferente.
—¿Podríais indicarme dónde está la portería? ¿O dónde debería estar?
El otro sonrió, dándose cuenta de que la pregunta pretendía guardar las maneras aun cuando era evidente que allí faltaba mucho para que hubiese algo a lo que llamar portería.
—Esperad aquí y mandaré a uno de los aprendices a por la hermana Leocadia, que es la que se encarga de esos asuntos…
Assur asintió y giró el rostro lo justo para mirar a su esposa con un gesto de aquiescencia, luego aguardó, tal y como le habían indicado.
Al poco, saliendo de aquella primera planta a medio hacer del cenobio, apareció una rechoncha mujer de corta estatura, con aspecto de trompo. Caminaba bamboleándose sobre castigados tobillos y, arrugando el rostro con resignación, seguía al muchacho al que el maestro constructor había dado recado de ir a buscarla.
La mujerona, arropada en las amplias telas gruesas de su hábito, tenía el rostro perlado por el sudor que le había generado el esfuerzo del corto trecho, haciendo evidente que los años y las gorduras ganadas la obligaban a acometer cualquier tarea física con suprema voluntad.
Tenía un enorme rostro redondo que no cuadraba con su severa expresión, afeada por un par de vellosas verrugas que le abultaban una de las mejillas. Y torcía la boca con impaciencia, como si la interrupción de sus labores que había provocado la visita fuera imperdonable.
—¿Qué queréis? —preguntó con mala cara.
A Assur no se le escapó que la monja Leocadia parecía valorar su tiempo más que las mismas Escrituras.
—Buen día, hermana —dijo con complacencia—, lamento interrumpir vuestra afanosa jornada —continuó sonriendo, lo que provocó que la religiosa torciese el rostro con suspicacia—, comprendo que debéis tener el tiempo muy tasado. Más aún ahora, que la comunidad debe acometer la reconstrucción de este santo lugar. —Frase con la que consiguió arrancarle un asentimiento displicente a la religiosa—. Pero seré breve, tan solo he pedido que os llamasen porque busco al capellán…
La monja miró al antiguo arponero de hito en hito antes de echar un vistazo al carromato, desde el que Thyre, que tenía a sus dos hijos en el regazo, correspondió con una radiante sonrisa, contrapunto de la presumida y seria expresión de Sleipnir, que ojeaba todo aquel ajetreo con evidente desprecio molesto.
—¿Y quién lo busca? —preguntó volviendo a centrar sus redondos ojos perspicaces en aquel curioso visitante.
El ballenero se dio cuenta de que, tan ofuscado como había estado intentando ganarse la simpatía de la monja, había cometido el desliz de no presentarse.
—Mi nombre es Assur, Assur Ribadulla, y hemos venido desde las tierras del conde de Présaras.
La hermana Leocadia hizo saltar las verrugas de su mejilla con un encogimiento extraño de los labios.
—Hijo, de más lejos debéis de venir cuando no sabéis que las tierras del conde de Présaras las cedió la corte a Martín Placentiz ya en tiempos del obispo Rosendo…
Eso podía explicar por qué el puente sobre el Pambre aún no había sido reparado, y por qué el sayón se servía de la compañía de hombres armados. Debían de haber sido tiempos revueltos.
La monja lo miraba con intensidad, tirándose de los pelillos que decoraban sus verrugas con rostro circunspecto.
—Así que mejor será que me digáis la verdad…
A Assur se le escapó una enigmática sonrisa que intrigó a Leocadia. El ballenero se daba cuenta de que, si le contaba su historia a la religiosa, lo más probable era que no le creyese, y que, por embustero, llamase a alguno de los maestros para que lo echasen de allí a mazazos, tanto a él como a su familia. Sin embargo, también comprendió que sería difícil inventarse sobre la marcha cualquier otra versión.
—Me da en la nariz que la verdad va a pareceros una sarta de mentiras…
En los ojos de la religiosa, de un castaño brillante que los años no habían apagado, despuntó una chispa de interés curioso.
—La verdad, como Dios nuestro Señor, es única… Y lo que se conoce por la nariz es la caza y no las mentiras.
Assur sonrió una vez más, recordando palabras parecidas en boca de Nuño, luego se encogió de hombros con resignación y tomó aire.
—Nos tomará parte de vuestro valioso tiempo. Quizá fuera mejor que nos sentásemos…
La religiosa revolvió las manos en el aire, invitando a hablar con un gesto impaciente que dejaba claro que ya tomarían asiento después si ella lo consideraba prudente.
El arponero lo había dicho intentando hacer que la monja cambiase de opinión, pero al comprender que la hermana Leocadia no pensaba ceder, asintió y, después de pasarse las manos por el rostro reuniendo voluntad, comenzó:
—Como os decía, mi nombre es Assur Ribadulla, y nací en un pueblo llamado Outeiro, en el condado de Présaras… En el antiguo condado de Présaras —se corrigió—. En una granja tomada por behetría por mis mayores, después de que las tierras fueran reconquistadas a los mahometanos. Era uno de los hijos medianos de una familia cristiana y piadosa —añadió queriendo ganarse el favor de la religiosa—. Vivíamos…
—¿Era? —preguntó la monja interrumpiendo.
Assur volvió a afirmar, bajando y subiendo el rostro. Luego, continuó con su historia alargando la mañana aun a pesar de intentar ser breve.
Terminaron los cuatro siguiendo a la hermana Leocadia a las cocinas y compartiendo las viandas de la comunidad. El arponero había pretendido ser conciso, pero la monja tenía más preguntas que las cuentas de un rosario y, a cada poco, interrumpía para pedir más detalles, haciendo eterna la narración.
Había pasado nona, dando a las religiosas tiempo de sobra para encariñarse con Weland e Ilduara, cuando Assur pudo acabar.
—Y un sayón con cara de pocos amigos nos dijo que las tierras de mi familia son ahora propiedad del capellán de San Pelayo…
Leocadia asintió estirando un brazo para ofrecer un currusco empapado en miel al pequeño Weland, que caminaba hacia ella con pasos indecisos y evidente regocijo contorsionando su rostro sonrosado.
Assur, queriendo refrescarse, echó un trago del vino rebajado que le habían servido las monjas.
—Han pasado muchos años… Es de sentido común que no todo siga igual. Sin embargo, conozco al capellán, es un buen hombre, y no entiendo…
—No pongo en duda que lo sea, pero ¿creéis que podríamos verlo ya? —interrumpió Assur con impaciencia consiguiendo que las verrugas de la monja bailasen de nuevo al llevar el paso de una sonrisa agitada.
—Sí, hijo, habéis sido sincero, no me cabe duda. Y, después de tantas pruebas, os merecéis recuperar vuestro hogar… Aunque ya os digo que me extraña del capellán haber abusado de su posición para apropiarse…
—¿De su posición? —preguntó el arponero sin comprender cómo el sacerdote de un convento podía ostentar el poder de reclamar unas tierras tan lejos de los muros en los que no tendría más cometidos que los piadosos oficios de un cenobio.
La monja dejó pendiente lo que pensaba decir y contestó a la pregunta.
—Sí, de su posición, pues si bien ahora lleva una vida humilde, fue hombre de confianza del obispo Rosendo, y sigue manteniendo buena relación con el episcopado. Y debió de ser también hombre de armas, él nos guio cuando huimos a Oviedo. Tanto es así que, por mandato del rey Alfonso, será recompensado con el cargo de los camposantos que se van a abrir en estos mismos terrenos —continuó la hermana Leocadia enredándose en su propia narración al tiempo que señalaba con sus manos gruesas el suelo que pisaba—. Aquí quiere la corte que, desde ahora, haya dos cementerios para nobles y notables: uno a la cabecera para obispos y traslado de los restos de reyes pasados, sobre el que habrá de alzarse un altar a Martín de Tours; y otro a los pies de la muralla, como un atrio sin cubrir, dedicado a enterramiento regio, para los mismos padres del rey…
—Entiendo, pero ¿dónde…?
—¿Dónde podéis encontrarlo? —adivinó la hermana Leocadia, que aceptó no caer en pecado de soberbia y dejó a un lado el orgulloso discurso sobre los cambios en su convento—. Ya, hijo, ya… Bueno, veréis, él es hombre de San Justo de Ardón y, aunque antes del ataque del moro tenía aquí sus propias dependencias, a día de hoy, mientras terminamos la reconstrucción, ha regresado a su antiguo monasterio. Basta con que os acerquéis hasta allí y preguntéis por Gutier de León.
La copa de madera que Assur sostenía se le escapó de las manos derramando el vino y sonando con un repiqueteo que arrancó risas felices de la pequeña Ilduara.
—¿Gutier? —preguntó Thyre mirando a su esposo.
Nadie le aclaró su duda, Assur miraba a la monja con el rostro cruzado por el asombro y Leocadia le pedía a una novicia que limpiase el estropicio.
Entonces fue el propio Assur el que habló.
—¡Gutier de León! ¿El infanzón del conde Gonzalo Sánchez?
La religiosa, satisfecha con la pulcritud de la muchacha, que se encargaba de secar el vino derramado, se volvió hacia el arponero.
—Pues no lo sé, pero ya os he dicho que, por lo que parece, fue hombre de armas…
—¡Describidlo!
La monja miró a Assur con aire de severa reprimenda torciendo el rostro con ironía.
—Hijo, ¿acaso os parece que una mujer como yo va por el mundo fijándose en el aspecto de los varones?
A Thyre, que había comprendido lo suficiente, se le escapó una carcajada, y Assur se sintió extrañamente incómodo al comprender que le había pedido algo impropio a la monja.
—¿Estará allí ahora? ¿En San Justo?
La hermana Leocadia no comprendía a qué venía tanto interés y premura.
—¿No estaréis pensando en matarlo por lo de esas tierras?
Ahora fue Assur el que rio con desenfado.
—No, por supuesto que no. Es solo que quizá lo conozca…
El rostro de la monja se iluminó con la repentina comprensión.
—¡El infanzón! ¿Es el infanzón que os acogió?, ¿el que os llevó a Valcarce?
El arponero asintió.
—¿Pero cómo no lo habéis dicho antes?
Assur resopló pensando en que ya había dado más detalles de los que pretendía por culpa de las persistentes preguntas de la monja.
—¿Estará en San Justo? —insistió el arponero entre ademanes urgentes.
La hermana Leocadia asintió comprensivamente, batiendo sus verrugas con un gesto beatífico de comprensiva paciencia.
—Pues imagino que sí, no creo que le haya surgido un compromiso en la corte de Apulia —replicó la religiosa con sorna.