Antes de que la monja terminase la frase, Assur se estaba levantando a la vez que tiraba con una mano de su mujer y alargaba el otro brazo para recoger del regazo de una novicia a la pequeña Ilduara.
Thyre se levantó trastabillando y se encargó de Weland, que jugaba con dos cacharros viejos que le había prestado otra de las novicias. Salieron a toda prisa dejando a la monja que hiciese bailar sus verrugas.
Lo primero que vieron aparecer fue media docena de cachorros de orejas caídas y pelo oscuro que trotaban con prisa hacia el centro del atrio, donde habían detenido el carromato.
Tras los perrillos apareció un hombre alto y delgado, de pómulos marcados y cabellos canos. Con intenciones que dejaban a sus zancadas rezagadas, renqueaba estropeando sus pasos con un pie que se quedaba atrás, y el sol de la tarde lo obligaba a entrecerrar los ojos.
Assur había tardado en darse cuenta de que conocía a Adosindo, pero ahora no le cupo duda alguna de quién era aquel que avanzaba hacia él trabajosamente. Lo hubiera reconocido en cualquier momento y lugar, hasta encerrado en la más profunda y oscura de las mazmorras.
Los recuerdos lo sacudieron, las emociones se derramaron. Era Gutier.
Sin embargo, el antiguo infanzón no supo quién era aquel hombre corpulento que lo esperaba al pie de un carromato junto a una llamativa mujer que sostenía a dos niños inquietos en brazos. Vio las grandes manos, la barba cenicienta, las armas que portaba, el aspecto rudo, las ropas majadas por un largo viaje.
Algo le resultó familiar. La mujer dejó a los niños en el suelo y los cachorros los rodearon brincando. Ella sonrió y él alzó los brazos. Sus ojos ya no eran los mismos de años atrás y Gutier no supo qué era aquello que le recorría el espinazo haciéndole sentir lo mismo que cuando regresaba al castillo de Sarracín tras un largo viaje.
La mujer, que llevaba recogido el largo pelo del color del cereal a punto de ser segado, se apartó respetuosamente y con palabras que le resultaron extrañas al infanzón, les pidió a sus hijos que se comportasen. Y el hombre dio una zancada al frente alzando aún más sus brazos.
Con el siguiente paso los aleros de San Justo taparon el sol y Gutier vio claramente el rostro del desconocido, marcado por dos profundos ojos azules, graves y serenos. Tenían los tonos recónditos del mar y lo miraban con un deje de alegría.
Entonces, con la intensidad de una epifanía divina y la agilidad de un relámpago rompiendo una galerna, se dio cuenta. Lo supo.
—¿Muchacho? ¿Eres tú?
Assur dio otro paso al frente y lo envolvió en un asfixiante abrazo que a Gutier se le antojó parecido al que le hubiera dado un oso.
—¡Eres tú!
A Thyre se le escapó una lágrima furtiva y, sin saberlo siquiera, los pequeños Weland e Ilduara compartieron la alegría de sus padres jugando con los traviesos cachorros.
—¡Eres tú! Muchacho… Muchacho… ¡Eres tú!
El tiempo pareció detenerse, las piedras resplandecían con el seco ocaso de Castilla y solo el arrullo de la suave brisa que jugaba con el polvo del atrio del cenobio acompañó el trepidante ritmo de las emociones que embargaron el corazón de Assur. Thyre no pudo contenerse por más tiempo y empezó a sollozar mientras apoyaba una mano temblorosa en la espalda de su esposo.
Y los pequeños y los cachorros, que no podían comprender, pero sí sentir, abandonaron sus juegos para mirar absortos a los adultos.
Cuando se separaron llegó el tiempo de las preguntas y las respuestas. Todas atropelladas e impacientes.
—¿Y estos perros? —preguntó Assur sin saber por dónde empezar.
Gutier rio con franqueza.
—Son nietos de ese saco de dientes que siempre andaba contigo.
—¿De Furco?
—Sí, sí —afirmó el infanzón a través de una ancha sonrisa—. Creo que no hay perro en León que no sea hijo o nieto de ese alocado bicho. A lo largo de los años he tenido que soltar más de una vez un buen puñado de monedas para evitar que el dueño de una galga lebrera no quisiera despellejarlo por arruinarle una camada.
Assur sonrió con melancolía al recordar a su lobo. Sentía en su pecho una presión que encogía su corazón, acorralado por tal cantidad de sentimientos abrumadores que ni siquiera hubiera podido describirlos.
El infanzón miró con intensidad a su antiguo pupilo, viendo en él al hombre que tantas veces había imaginado y el pecho se le llenó de orgullo paternal.
—Será mejor que paséis y os acomodéis, hay mucho de que hablar —dijo el leonés con la voz tomada por la emoción.
Y hablaron. Durante horas. De hechos gozosos y de circunstancias menos dichosas, compartiendo el paso de los años. Aprisionados por las emociones, riendo un momento, llenos de hilaridad contagiosa, y acongojados por la pena al siguiente. Y las preguntas de Gutier hicieron que las de la hermana Leocadia pareciesen pocas.
Y esta vez, aunque no se lo había contado a la monja, Assur sí le dijo a Gutier lo que había pasado con Víkar en la tahona del enano Dvalin, entristeciendo a Thyre por unos instantes en los que se embargó de preocupación por lo que hubiera podido haber sucedido. Aunque se le pasó pronto, cuando Assur le pidió que le hablara al antiguo infanzón de cómo habían venido sus hijos al mundo, haciendo que Gutier sonriera entre ojos enrojecidos al saber que al chico le habían dado el nombre de Weland.
Jesse había muerto años atrás, vencido por las desgracias y el dolor, aunque, como habían sospechado en su momento, su hijo Mirdin había sobrevivido al ataque de los normandos gracias a estar de viaje por la Ruta de la Plata, pero aquel regocijo no había sido suficiente para apagar las penas del médico hebreo; que se había ido consumiendo poco a poco presa de su propio dolor hondo y profundo.
E Ilduara, como Assur había sospechado, había sido rescatada por el obispo Rosendo, más aún, estaba en León, en San Pelayo, como muchas jóvenes de la nobleza que, entregando una cuantiosa dote, ingresaban en el cenobio para servir a Dios. Y fueron necesarios todos los esfuerzos conjuntos del propio Gutier y de Thyre para que Assur, a pesar de la hora, que ya pasaba de completas, no pretendiese entrar en San Pelayo por la fuerza y despertar a todas las monjas hasta encontrar a su hermana.
El antiguo infanzón le explicó a Assur cómo, también gracias a las venias del obispo Rosendo, había conseguido el derecho de propiedad de la casita de Outeiro, y cómo se había encargado de tratar de recomponerla con tan buen juicio como Dios le había dado a entender. Y le reveló al arponero que había arreglado las tumbas con todo respeto y que solo había encargado que labrasen el apellido porque nunca había perdido la esperanza de que regresase y que él mismo pudiese ocuparse de los nombres. Y a Assur le costó encontrar el modo de expresar el sincero y sentido agradecimiento que deseaba mostrarle al infanzón.
Y al hilo de aquellas palabras, hablaron del desagradable encuentro de Assur con el sayón del nuevo conde. Y Gutier le contó que se trataba de Berrondo, el mismo crío que, junto a Ilduara, había sido rescatado de manos normandas por el obispo Rosendo. Por lo que podía recordar, el conde Placentiz, en virtud del título que había ostentado el padre de Berrondo, le concedió el cargo. Aunque el nuevo cómite nunca se había preocupado en exceso de aquellos territorios que la corona le había obligado a anexionar a los propios. Por lo que Gutier imaginaba que para alguien de la catadura de Berrondo habían sido años de libre albedrío. Sin embargo, el infanzón le aseguró a Assur que hablaría sobre ello con el nuevo obispo, Pedro, e incluso con el regente, Menendo, pues gracias a su papel en la evacuación de León, Gutier estaba seguro de que conseguiría convencer al prelado y al regente de que le permitiesen a Assur sustituir a Berrondo como sayón de los Placentiz en las tierras de Outeiro, especialmente si, como imaginaban, Berrondo había estado abusando de su posición.
Sin más compañía que los perrillos, que dormían acurrucados entre los críos en una manta que Thyre había tendido junto a la mesa, conversaron hasta que al pobre Gutier, esclavo de los años que le habían cruzado el rostro de pequeñas arrugas, empezaron a fallarle los párpados.
A la mañana siguiente, bajo la severa mirada de la hermana Leocadia, que pretendía aparentar que la escena no era tal como para dejarse llevar por la ternura, y el cariñoso gesto de Gutier, que había mandado a paseo las apariencias y sonreía con la misma ilusión de los pequeños gemelos, los dos hermanos se encontraron al fin, tras tantos años, y en el largo abrazo que obligó a albañiles y aprendices a girar sus rostros con curiosidad, Assur pudo sentir en su pecho, a través de la tela humedecida de su camisa, las calientes lágrimas de Ilduara. Cuando se separaron, ambos se hablaron atropelladamente, mezclando sus palabras con risas entrecortadas, capaces de iluminar el alma del viejo infanzón, quien, renqueando, se acercó más a Thyre y a los pequeños, que, contagiados por la alegría que los rodeaba, armaban su propia algarabía llenando a los mayores de felicidad.
—Nunca perdí la esperanza… Nunca… —confesó el infanzón conteniendo como pudo el arrebato que le embargaba el alma.
Thyre asintió con una sonrisa radiante, y recibió con regocijo el pellizco cómplice del viejo mentor de su esposo. Luego puso a sus hijos en el suelo y, con sendas palmaditas, los instó a caminar hacia su padre y su tía para presentarse como era debido.
Después de esas jubilosas jornadas que siguieron a su llegada, pasaron casi un mes más en León, adscritos a la hospitalidad de los monjes de San Justo de Ardón, y solo se marcharon cuando empezaban a temer que la nieve cerrase los pasos de las montañas impidiéndoles regresar a Outeiro antes del deshielo de la siguiente primavera.
Se dejaban las mañanas en San Pelayo, con Ilduara, que se había echado a llorar de nuevo al saber que su sobrina llevaba su nombre. Y entre las charlas y los paseos Assur ayudó a colocar algunos ladrillos, pues llegó a trabar buenas migas con el maestro albañil al que había preguntado por la portería. Al tiempo, la hermana Leocadia, incapaz de seguir aparentando su disciplinada lealtad, compartía la felicidad de aquel curioso grupo y se ocupaba de que la abadesa dispensase a Ilduara de la mayoría de las tareas, a fin de que la familia reunida disfrutase de tiempo que compartir.
Ilduara le habló a Assur de cómo habían sido capturados, de lo que Berrondo había hecho y de cómo el obispo Rosendo la había acogido y ayudado. Lamentaron haberse cruzado en Compostela, sin comprender lo tortuoso de los caminos que el Señor los obligaba a recorrer. Y Assur le contó a su hermana cómo obtendrían una compensación, pues según parecía, el mismo rey Alfonso firmaría petición para que lo aceptaran a él como sayón de las tierras de Outeiro.
Y Assur también oyó de labios de su hermana cómo se había encontrado con Gutier, y del susto que le había dado Furco. Y en una ocasión, sentados los tres en las cocinas de San Pelayo, su hermana y el infanzón le contaron cómo, durante muchas tardes de invierno, sin más amor que el calor de la lumbre y su propia memoria, habían dejado correr el tiempo hablando sobre los recuerdos que cada uno tenía de él.
Hubo momentos mucho menos alegres, pues aun a pesar del reencuentro había dolorosas historias que necesitaban ser liberadas. Assur le contó a Ilduara el triste final de Sebastián, al que había encontrado para perderlo al poco, aunque obvió la triste intervención de la codicia de Toda, buscando proteger los sentimientos de su hermana.
Otros días, Gutier acaparaba los ratos libres de los que disponía charlando con Assur mientras las dos Ilduaras, el pequeño Weland y Thyre se entretenían con juegos infantiles gracias a los que la propia hermana de Assur reencontró el gozo de la niñez.
Y el arponero se sintió afortunado al darse cuenta de que su hermana y su esposa se llevaban tan bien, pues parecían capaces de hablarse durante horas incluso a pesar de que Thyre todavía no tuviese soltura con el castellano. Además, Ilduara parecía la mujer más feliz del mundo cuando la dejaban hacerse cargo de los pequeños. Algo que aprovecharon Assur y Thyre para, durante su estancia en León, disponer de algunas tardes para sí mismos, pues estaban necesitados de compartir en su propia intimidad la inmensidad de los acontecimientos.
Gutier también llevó a Assur a conocer a sus propias hermanas, todas ellas felizmente casadas con hombres insignes de la ciudad gracias a los esfuerzos del infanzón. Y el antiguo arponero acompañó tardes de amables charlas y anécdotas repetidas en las que el de León le sacó los colores ante Thyre hablando de los tiempos en Valcarce o del arrojo que había demostrado en Adóbrica.
Cuando se despidieron con la amargura que velaba el saberse reencontrados, Gutier se empeñó en hacer el trecho hasta Astorga con ellos.
—Mis huesos ya no dan para más —dijo con expresión resignada—, pero compartiremos camino por unos días, como en los viejos tiempos.
Las mujeres se dieron adioses francos entre lágrimas sinceras, incluyendo las de la hermana Leocadia. Y acometieron la travesía con la calma sosegada de las metas cumplidas, contentos de disfrutar los unos de los otros. Además, el día en que partieron el infanzón le regaló a Assur a la más traviesa de los cachorros de la camada, una inquieta revoltosa que parecía haber heredado mucho del lobo que había sido su abuelo, como auguraban sus gruesas patas marcadas por una franja oscura y el afilado hocico. Y Thyre, que la acogió rápidamente como uno más de la familia, le puso el sonoro nombre de Garmr, como el mitológico cancerbero que, en las
eddas
, guardaba la morada de Hela.
En Astorga, después de compartir un par de noches en la misma posada en la que habían cuidado de los pequeños, se despidieron por fin con promesas de visitas y compromisos adquiridos con felicidad.
—Cuida bien de él —le dijo Gutier a Thyre—. Y tú no dejes de tratarla siempre como la reina que es —le advirtió a Assur—, o yo mismo te moleré a palos.
Luego se inclinó en la montura y, dejándose caer hacia los hijos que la madre sostenía en sus brazos, les tendió a los gemelos dos varillas de regaliz que había comprado en una botica de Astorga.
—A vuestro padre le encantaban cuando era un crío, siempre se lo andaba escamoteando a un buen amigo…
Y Gutier y Assur sonrieron recordando a Jesse al tiempo que los críos empezaban a mordisquear los palitroques. Y ya con los labios manchados, ante la admonición de Thyre por la falta de modales, los gemelos consiguieron arrancarles risas impetuosas a todos los adultos cuando, entre titubeos, la pequeña dio las gracias en nórdico y el chico las dio en castellano.