Assur (113 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—Cuidaos, Gutier, nos veremos pronto.

—Cuídate, muchacho…

E, inclinándose de nuevo sobre la silla de su montura, Gutier volvió a abrazar a Assur, consiguiendo que su pupilo le hiciese temer por la integridad de sus huesos.

Luego, el leonés puso a su tranquila montura rumbo al Este y el antiguo ballenero y los suyos se subieron al carro para emprender por última vez un largo viaje.

Assur viró el carromato hacia poniente, hacia los picos que rompían el horizonte. Las riendas chistaron, uno de los caballos bufó y los ejes chirriaron. Se pusieron en marcha y Sleipnir, sin nadie cerca de quien desconfiar, se sentó en el pescante con su típico aire ufano, mirando en derredor a medida que el tiro avanzaba con parsimonia por la vieja calzada romana, hacia el paso entre las montañas, camino a Outeiro. Al hogar.

EPÍLOGO: EL HOGAR

… y el rocío vestía la hierba, lo primero que hicieron fue recoger unas gotas con sus manos y humedecerse con ellas sus labios. Y aquel rocío les pareció la cosa más dulce que habían probado jamás…

La saga de los groenlandeses
(fragmento)

Aunque tenía más de perro que de lobo, la cachorrilla se envalentonó llevada por los instintos que bañaban su sangre. Cazaba saltamontes entre la hierba alta con la misma fiereza con la que una manada entera hubiera acosado un venado y Assur la miraba sonriendo.

El ganado todavía no le prestaba el respeto necesario, pero pronto se convertiría en un buen perro pastor. Como lo había sido su abuelo.

Era una mañana clara del final del verano, decorada con unas pocas nubes blancas que recordaban jirones deshilachados. El aire todavía guardaba el frío de la noche y el río, con las aguas bajas, brillaba con charcos dorados despertados por el sol, aún tendido en el horizonte.

Las bestias pastaban hociqueando en la pradería y, más allá, una cigüeña prestaba atención a lo poco que el estío había dejado del humedal de la orilla, picoteando de tanto en tanto en busca de ranas y otros animalillos con los que llenar el buche.

Había pasado casi un año desde su regreso, pronto llegaría la siega, y Gutier había enviado recado de que vendría a pasar unos días antes de que el otoño se convirtiese en invierno; llenando las expectativas más halagüeñas de Assur después de que, gracias a la intervención de la hermana Leocadia, la superiora hubiera dado permiso a Ilduara para haber compartido con él y su familia las fiestas de Pascua.

Assur, con vistazos frecuentes al crecido cachorro y al ganado, observaba el río preguntándose por qué todavía no había conseguido hacerse con ninguna trucha.

Era el mismo tramo de aquel día de tanto tiempo atrás y, como en aquella mañana, había salido al Pambre después del ordeño de la amanecida con la intención de hacerse con unas cuantas truchas. Solo los años y el hecho de que ya no sería su padre quien esperaría las pintonas hacían la jornada distinta.

Sin embargo, los peces no parecían colaborar. A pesar de que rompían las calmas aguas que discurrían entre las ovas con frecuentes cebadas, en las que capturaban pequeños insectos que la corriente arrastraba, por más que Assur se esforzaba presentando ante ellas los saltamontes que había prendido en sus anzuelos, las pintonas rechazaban sus intentos decantándose por los bichejos de altas alas que se escurrían por la superficie.

Assur se sentó un rato en el nudo de la vieja raíz engrosada de un aliso de la orilla, que había ido quedando al descubierto con las avenidas invernales.

Río arriba, bajo las ramas que pendían de un pequeño sauce, acantonada entre unas ovas ondulantes de llamativo verde y la misma ribera, una ahusada cabezota parda llena de húmedos reflejos rompió la superficie del agua para engullir otra de aquellas pequeñas moscas que la corriente hacía derivar.

Cambiando la posición para evitar el reflejo, Assur pudo ver que era un pez excepcional, de más de tres palmos de largo, con un ancho lomo bruñido que, resplandeciendo como bronce, rozaba la superficie del agua cada vez que su cuerpo se ondulaba para vencer la suave corriente.

Garmr se acercó hasta él y le hociqueó el costado buscando atenciones y Assur, sonriendo, le rascó entre las orejas sin dejar de observar como la trucha volvía a elevarse para tragarse una de las moscas.

Assur pensó por unos instantes en cómo podría lanzar hasta allí el saltamontes y llegó a la conclusión de que solo alcanzaría si se metía en el río. El viejo pez se había buscado un refugio cubierto capaz de desalentar a hombres menos taimados.

Así que, entusiasmado con la idea de conseguir aquella magnífica captura, apretó los dientes y, después de descalzarse, asumió como pudo el frío del agua.

En el aire circulaban aromas de hierba y matas maduras; y un pájaro que Assur no identificó cantó como riéndose de su boca tensada por el helado contacto cuando el tiro del río le llegó a la cintura.

Se introdujo en las aguas del Pambre con cuidado no solo por el frío, sino porque no quería que el barullo asustase a aquella gran trucha.

Fue vadeando poco a poco, sintiendo en sus pies el contacto de los cantos del fondo y buscó el modo de que los ranúnculos disimulasen su avance absorbiendo las pequeñas olas que provocaban en el agua sus pasos.

Cuando estuvo cerca de la otra orilla, al abrigo de ramas de fresnos y robles, unas yardas aguas abajo de su objetivo, la enorme trucha volvió a cebarse con un suave sonido de chapoteo, casi como si estuviera retándolo.

Assur repasó su liña de crines trenzadas, sacó un nuevo saltamontes que prendió en el anzuelo y, después de luchar con un escalofrío, lo lanzó lo mejor que pudo con su larga vara de avellano.

El saltón, de intenso pardo manchado, pasó justo por encima de la trucha moviendo frenéticamente sus fuertes patas traseras y Assur sintió el corazón acelerarse al ver que el pez ascendía suavemente. A punto estuvo de tirar con fuerza para clavarlo, convencido de que lo siguiente que vería sería la gran boca abrirse, cuando, para su desazón, la pintona volvió a ignorar el cebo, dejando al antiguo ballenero con la boca abierta y deseando tener uno de sus viejos arpones a mano.

Absorto por el desdén de la anciana trucha, que comía ahora otra de aquellas pequeñas moscas, su liña se acercó demasiado a la orilla trenzada de matas y quedó prendida en las ramillas secas que se habían enredado en unas raíces expuestas por la sequía y, cuando Assur se percató e intentó liberar el anzuelo, la liña se partió con un chasquido, haciéndole perder uno de sus pocos aparejos.

Mirando cómo el pez volvía a cebarse, Assur se palpó el interior de la camisa buscando su cajita tallada, donde guardaba los anzuelos, y, cuando iba a empatar uno en el que enganchar un nuevo saltamontes, vio en el fondo oscuro aquellos emplumados que le había regalado Carlo, el tabernero lombardo de London, y pensando en las moscas de las que parecía estar alimentándose la pintona, eligió el más pequeño, hecho con un cuerpo de torzal ahumado del tono de las nueces maduras y cubierto por negriscas plumas de gallo que imitaban las alas de un delicado insecto.

Hizo el lance con sus mejores mañas, evitando por un pelo las traicioneras ramas del apostadero del viejo pez. Y, cuando la mosca derivó frente a los morros de la trucha, contuvo la respiración. La pintona, como había hecho en el anterior intento, se elevó con parsimonia hasta rozar con su gran aleta dorsal la superficie, haciéndole recordar a Assur las ballenas de los mares del norte.

El inmenso pez se dejó llevar por la corriente, observando el curioso engaño, que navegaba llevado por las aguas del Pambre. De pronto, con exasperante prudencia, como Assur la había visto hacer con las naturales, la gran trucha abrió su bocaza y engulló el cebo.

El arponero no dio crédito y se olvidó del gesto, luego, al verla bajar, anzoló con un gran arco de su brazo, como si levantase su espada para asestar un potente mandoble y, al momento, sintió la fuerte tensión.

Y el hombre y el pez lucharon, enconadamente, rodeados por el bosque, iluminados por el día que nacía arrancando de los rápidos del río vaharadas de agua disuelta que recordaban al aliento de los dioses de las sagas nórdicas.

La vara se dobló frenética y la liña se estiró hasta su máximo con un sonido agudo y seco. El ímpetu de la arrancada de la trucha al sentirse presa desequilibró a Assur, que, manteniendo la mano de su caña en alto, cayó al agua con estruendo haciendo que el ganado se asustase, que la cigüeña alzase el vuelo, y que la cachorrilla ladrase con preocupación.

La trucha brincó fuera del agua, enseñando su librea dorada a la vez que se contorsionaba agitando su cabeza de un lado a otro para escupir el anzuelo emplumado que la prendía; obligando al río a desprenderse de brillantes gotas de agua que caían a un lado y a otro y que hicieron al arponero recordar las perlas de Masqat de las que le había hablado Jesse.

Assur, que se incorporaba chorreando, volvió a asombrarse por el tamaño. Era un pez excepcional que se defendía vendiendo cara su vida.

La pelea le pareció eterna y el antiguo ballenero sintió el castigo en sus brazos por los bravos esfuerzos del pez, que no parecía dispuesto a entregarse sin luchar tanto como sus fuerzas le permitiesen.

Y Assur se dio cuenta de que el sol ya se había movido en el horizonte, testigo mudo del tiempo, y se sorprendió de la vitalidad del animal.

Hubo momentos en los que temió que aquella enorme trucha se arrancaría en una brutal carrera rompiendo su liña, pero, cuando ya le parecía que sus brazos no aguantarían más, el pez se entregó tendiéndose sobre unas ovas, boqueando despacio. Y, aunque reaccionó con un último intento cuando Assur abarcó a duras penas su cola con la mano, agradeciendo tener largos y fuertes dedos, bastó algo más de pelea resignada hasta que se hizo con ella.

Cuando le retiró el anzuelo del interior de la enorme boca plagada de pequeños dientes blanquecinos, la contempló. Era un animal extraordinario de preciosos colores, resplandeciente como madera ahumada y aceitada; y había planteado una lucha digna e irrepetible, obligando a Assur a usar todos sus recursos e ingenio, y el arponero sintió una pena honda y profunda. Un dolor que se las apañó para agarrarse a su alma como un parásito.

Ya había habido demasiadas muertes. Y mucho tiempo atrás había hecho la promesa de que no habría más. Y si lo que quería era llevar unas truchas a su mesa, ahora que sabía cómo engañarlas, podría hacerse con unas pocas menos excepcionales que aquel magnífico ejemplar que tanto había exigido de él.

Sin darse cuenta de que el gesto acarreaba mucho más de lo que imaginaba, Assur introdujo el pez en el agua sujetándole la cola y, mientras la veía mecerse recuperando el hálito de la vida, Assur recordó. Aquella covacha entre berruecos, aquel nórdico al que disparó con su arco cuando Weland y él mismo lo habían emboscado, y a los normandos de la batalla de Adóbrica, a Gunrød, y a aquel nativo de Vinland al que había arrebatado la vida en el puente, a Víkar. Y a Hardeknud, y a su propio hermano Sebastián. Jesse. Halfdan. Ariolfo. Bram. Lope. Velasco. Finnbogi… Incluso Eirik el Rojo. Y volvió a sentir el miedo de la primera vez que un rorcual había pasado junto a la ridículamente pequeña falúa desde la que él debía arponearlo. El frío de aquella tormenta de nieve que lo había atrapado en el norte. Y entendió que no era aquel excepcional animal el que debía sacrificarse ese día, si alguien tenía que desaparecer, ese era Ulfr.

La trucha se estremeció abriendo las agallas y se impulsó hacia delante escurriéndose de entre sus dedos, que se cerraron echando en falta algo que Assur no supo definir.

El pez se alejó aguas arriba, recobrando su libertad y llevándose los fantasmas del pasado, llevándose el dolor de la soledad y del cautiverio.

Assur la miró hasta que el reflejo del agua la ocultó y pudo sentir algo en su interior que se desprendía como la vieja costra de una herida.

—Te traemos el almuerzo.

Assur levantó el rostro y vio a su mujer y a sus hijos, ella sostenía al nuevo bebé, Gutier, en sus brazos. Los pequeños Ilduara y Weland jugaban con Garmr. Su esposa, tan bella como el primer día, lo miraba con intriga sonriendo pícaramente. Y Assur asintió saliendo del agua al tiempo que miraba en el horizonte temiendo encontrar negras columnas de humo.

Pero no había más que la enorme extensión de azul que se encontraba con las copas de los árboles, no había ninguna columna de humo.

Assur escuchó el rumor de la brisa entre las hojas, el murmullo del río, las risas de sus hijos. Olió la tierra húmeda y fértil de la ribera, y el aroma del cabello recién lavado de su esposa. Y, recordando por última vez las penas que habían marchado por siempre aguas arriba, sintió que, por fin, todo había acabado.

F I N

NOTAS Y OTRAS MENCIONES DE INTERÉS

A continuación, para el curioso que desee conocer algo más sobre el mundo y la historia real que han dado cabida a
Assur
, se incluyen algunas referencias y aclaraciones que pueden ser de interés.

Antes de nada, permítame, querido lector, rogarle disculpas por las posibles incorrecciones que haya podido encontrar. He intentado ser coherente y preciso, y he realizado un arduo trabajo de investigación, sin embargo, hay muchos casos en los que las decisiones han sido difíciles, especialmente cuando no he tenido otra fuente que la escasa documentación conservada de algunos períodos o eventos, entiéndase que ha habido quien ha dedicado toda su vida a lo que en esta novela son solo unas pocas páginas.

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