Había perdido la cuenta hacía ya tiempo, su cautiverio y la larga escapada desde el fiordo de Sigurd Barba de Hierro, así como las eternas temporadas ganándose la vida como ballenero, habían sido los períodos más confusos, pero estaba seguro de que, al menos, habían pasado veinte años.
Assur no esperaba encontrar otra cosa que un montón informe de pedruscos y, con suerte, algún resto de las cruces que él mismo había plantado en las tumbas que se había visto obligado a cavar para su familia, en las que, ahora que podía hacerlo, esperaba poder disponer lápidas con nombres tallados, algo digno y respetable que guardase a los suyos. Porque, tal y como le había enseñado Gutier, un hombre debe cumplir siempre con la palabra dada. Sin embargo, las cosas no podían haber sido más distintas.
Thyre no sabía muy bien lo que esperar, pero lo que vio era, sin duda alguna, muy diferente a cualquier versión que hubiese podido dar si alguien hubiera preguntado. Había imaginado una casa abandonada y derruida, destrozos entre los que despuntarían matojos de zarzas y otros arbustos, salteados por maderos ennegrecidos por el fuego que habrían sido lavados por inviernos lluviosos, largos y húmedos, pero mucho más suaves que los que ella había conocido en el norte. Había supuesto que encontraría algo similar a los escombros que, salteados, podía descubrir a su alrededor, destacando incongruentemente entre las viviendas que sí habían sido reconstruidas y atendidas. Por eso, al principio, pensó que su esposo se había dejado engañar por una mala pasada jugada por los años.
Assur dudaba. Miraba con fija intensidad, atendiendo a cada detalle y buscando en el paisaje las señales que guardaba en su memoria. Volvía el rostro a ambos lados y se preguntaba cómo había podido equivocarse. Y solo después de un buen rato fue capaz de encontrar los mismos matices que recordaba, en las piedras, en los árboles, incluso en el travesaño que dintelaba la entrada; a su alrededor.
No debería haber sido así, pero parecía recién construida. La que había sido su casa, la que esperaba convertir en su hogar. Lucía impecable, mejor aún. El huerto de madre estaba impoluto, incluso habían levantado una pequeña cerca de estacas enceradas que guardaba las tumbas. Y la antigua techumbre de paja, que ardiera durante el ataque, había sido reemplazada por el mismo entramado de pizarras acopladas que se podían permitir las familias más pudientes, incluso hasta los anexos del establo y el horno, que también parecían mayores. Toda la parcela estaba libre de maleza, con la hierba alta, precisando un corte, pero cuidada. Y la puerta era nueva, de grandes tablones de madera bien cepillados que habían sido ahumados. Hasta habían allanado y labrado un buen trozo del terreno tras la casa, como si alguien hubiera querido prepararlo para que sirviera como nueva huerta.
Assur sacudió las riendas y las ruedas chirriaron. A lo lejos se oyeron algunas voces y un gallo se hizo notar. A medida que se acercaban percibió los detalles: las hiladas superiores de las piedras tenían un color ligeramente distinto, más claro, menos castigado, habían reparado los muros para acomodar la nueva techumbre y, de cada poco, en huecos dejados adrede, se veían las codas de las vigas, que también habían sido ahumadas y enceradas para protegerlas de la intemperie y la carcoma; pasaba lo mismo con el horno, que si antes había sido modesto, ahora parecía suficiente para asar un buey entero; y habían añadido una chimenea que se alzaba grácilmente desde un costado para mirar a todo el pueblo y darles una excusa a las cigüeñas para detenerse a tomar un descanso.
Y las tumbas, dentro del cuidado cercado, estaban libres de maleza. Cada una con su propia lápida de granito, las cuatro amorosamente talladas por un cantero que conocía bien su oficio, sin los nombres, pero con el apellido Ribadulla meticulosamente grabado.
De no ser porque todos los postigos aparecían cerrados, y porque no había humo que delatase que el hogar estuviese prendido, bien podrían haber visto como el niño Ezequiel salía de la casa para jugar con su pequeño carro ante la puerta hasta que madre lo llamase a comer.
De no haber sabido la verdad, juzgando la hierba alta y algunas telarañas que pendían de las esquinas del alero, más bien podía parecer que los dueños se habían ausentado por un tiempo, sin más.
Assur estaba a punto de hablarle a su esposa, roído por la estupefacción, cuando oyó ruido de cascos tras el carromato y, aunque al principio pensó que le había dado a la mula por arrancarse, ahora que ya habían vuelto a detenerse, se dio cuenta de su error cuando, con el rabillo del ojo, vio que los adelantaba una montura.
—¡No tenéis permiso para estar aquí! —resonó una voz masculina demasiado aguda.
El caballo avanzó arrastrando las palabras de su jinete y pronto vieron a un hombre obeso que los miraba hoscamente por encima de abultadas mejillas ridículamente sonrosadas.
—Los buhoneros y los caldereros —dijo juzgando el cargado carro con un vistazo— no son bienvenidos en el condado.
El arponero lo miró con suspicacia, calibrando a su enemigo con ojo crítico. Sleipnir, molesto, abandonó el pescante y se refugió en la trasera del carromato con un resoplido indignado.
Era un hombre gordo de carnes blandas con escaso pelo castaño de hebras finas y ojillos porcinos que los miraban con abierto desdén. Vestía telas finas y llevaba la capa sujeta con una aparatosa fíbula que, junto con sus modos, y la enseña acuartelada de la frazada que acomodaba la silla, lo anunciaban como sayón del conde o noble que en esos días dominase aquellas tierras.
—Esta es la propiedad del capellán de San Pelayo de León y los intrusos no son bienvenidos.
Llegaron dos jinetes más sobre monturas igualmente anchas, bestias de combate, y Assur se dio cuenta de que examinaban el carro con ojos codiciosos y sintió cómo observaban las armas de su cintura, constreñidas por el pescante del carromato. Pero lo que más le preocupó fue el destello libidinoso que vio en los ojos del que parecía ser el sayón cuando miró a Thyre, pues no le hicieron falta palabras para entender que aquel seboso desnudaba a su esposa con la mirada.
El antiguo ballenero valoró de inmediato sus posibilidades, y se acomodó librando la vaina de su espada a pesar de permanecer sentado. El líder era un saco de grasa al que estaba seguro se le iría la fuerza por la boca, pero los otros dos podían ser peligrosos.
Assur notó como Thyre acercaba su mano hasta él y se percató de que a ella le gustaba tan poco como a él la situación.
—¿Es que estáis sordos? Son tierras del capellán de San Pelayo y los extraños no son bienvenidos —insistió el que Assur había tomado por sayón con voz mucho menos firme de lo que hubiera pretendido.
Sus pequeños ojos recorrían sin culpa la sensual curva del cuello de Thyre, descubierto por el pelo recogido. Y la piel tensa y brillante que llegaba al nacimiento de los pechos, henchidos todavía por la lactancia.
Si hubiera estado solo, Assur estaba seguro de que no habría sido capaz de contener la ira que burbujeaba en su interior. Se había prometido que no habría más muertos, pero si su esposa y sus hijos no hubieran estado allí, no habría podido evitarlo.
—Es la última vez que os lo advierto, u os marcháis o podéis daros por presos.
Su ridícula voz aguda seguía falta de la vehemencia que sí tenían sus lujuriosas miradas y Assur se dio cuenta de que los otros dos miraban al supuesto sayón con desaprobación acostumbrada, como si los excesos de las tropelías que se intuían fueran algo común.
Thyre apretó con nerviosa intensidad la mano de su esposo y Assur, lamentando que desde su regreso los malos modos y las negativas fueran tan habituales, cedió por no poner en riesgo a su familia.
—No os preocupéis, no queremos problemas, ya nos marchamos —anunció con displicencia al tiempo que volvía a agitar las riendas.
Assur, con la rebeldía justa, dirigió el tiro de modo tal que obligó a los jinetes a abrirse para cederle paso al carromato.
Cuando se hubieron alejado lo suficiente, Thyre le rogó que le explicase lo que había sucedido y Assur no pudo darle todas las respuestas que hubiera deseado, ya que él mismo se repetía iguales preguntas que las que asaltaban a su esposa.
Al tiempo que iban apartándose del que habían esperado que sería su hogar, Assur echó un último vistazo atrás para ver las cuatro lápidas y recordar una vez más que allí quedaban el pequeño Ezequiel, Zacarías, su padre, Rodrigo, y madre.
De nuevo atrapados por las circunstancias, en esta ocasión fue Thyre la que no vio solución alguna.
—¿Y ahora? ¿Iremos a otro lugar? ¿Quieres volver a Compostela? Si encontramos a Ilduara, quizá ella podría acogernos…
Incluso pensó por un momento en regresar al norte, a Groenland, pero no creyó que fuese el momento de sugerirlo.
Assur se giró para mirar a su esposa a los ojos mientras hablaba.
—No, iremos a León. Ese sapo seboso ha dicho que estas eran ahora las tierras del capellán de San Pelayo. Así que iremos a León. Lo primero que debemos hacer es recuperar lo que nos pertenece —dijo Assur con vehemencia—. Fue mi familia la que reclamó este lugar después de que fuera reconquistado a los moros, y no voy a consentir que ese legado se pierda sin más.
Y Thyre lo entendió, porque eso mismo habrían hecho de haber estado en el norte, donde los suyos habrían estado dispuestos a recurrir a la violencia sin remilgos si cualquier
godi
inmundo se hubiera atrevido a arrebatarle sus tierras a un hombre libre.
Assur creía haber conocido los límites de su impaciencia de camino a Outeiro, pero el largo trayecto a León fue una prueba mucho más dura. Especialmente cuando, por culpa de los primeros vientos fríos del otoño, que los azotaron al cruzar las altas sierras que separaban los agrestes territorios galaicos de las mesetas castellanas, la pequeña Ilduara enfermó con altas fiebres que ninguno de los remedios que conocía pudo aliviar. Cuando su hermanito Weland se contagió de los mismos males, Thyre y Assur habían tomado la decisión de detenerse en Astorga, transidos de preocupación por los fuertes estornudos que convulsionaban los pequeños cuerpecitos y las calenturas que parecían consumirlos.
Sin que pudieran hacer mucho más que cuidar con toda ternura a sus hijos, la pausa se prolongó por dos largas semanas, de cuarta a cuarta feria. Y después de pasar el primer par de días al raso, acampando en las afueras de la villa, terminaron por buscar hospedaje para resguardarse de las frías noches, privadas de la templanza del día por las brisas secas que descendían del alto pico Teleno, destacado en el accidentado horizonte de poniente.
Encontraron cama y establo en una pequeña cantina no lejos de la iglesia que fundara san Toribio, un humilde lugar que sobrevivía a duras penas, sin más negocio que el de los peregrinos eventuales, pues la ciudad había sido abandonada ante la arremetida del caudillo Al-Mansur y la villa todavía no había logrado recuperarse como para atraer mercaderes y viajeros que garantizasen la prosperidad de sus posaderos y taberneros.
Los dueños de la hospedería, una pareja de ancianos arrugados que habían perdido a sus hijos en las continuas guerras contra los islamitas, tomaron cariño enseguida a los jóvenes. La mujer, una paciente matrona que cargaba con la experiencia de haber criado a sus propios vástagos, preparó cada día tisanas de milenrama y sopas de bayas de saúco que, finalmente, consiguieron aliviar poco a poco los males de los chiquillos.
A partir de entonces, el camino fue mucho más llevadero. Habían dejado atrás el difícil paso de las enconadas montañas y el ritmo de la marcha aumentó ostensiblemente, permitiéndoles llegar ante las murallas de León treinta jornadas después de haber abandonado Outeiro. A la vez que los primeros síntomas del recrudecimiento del otoño.
A Thyre, despreocupada ahora que la salud de sus retoños no estaba en un brete, le resultó curioso constatar los cambios que habían ido apareciendo en el paisaje. Al descender la sierra ya había podido ver que ante ella se abrían grandes planicies cruzadas por ríos calmos y anchos que nada tenían que ver con los rabiosos arroyos escondidos en agrestes florestas que habían quedado atrás. En Castilla, las tierras del reino de León eran fincas tostadas por el sol del verano en las que había grandes campos de cereal que teñían la vista con los colores de la madurez, asociados a la arcilla parda con la que los lugareños fabricaban los ladrillos de adobe que sostenían sus casas.
León, al igual que Compostela, y tantos otros lugares, había sufrido el cruel e imparable ataque de las huestes del caudillo Al-Mansur; y del mismo modo que en Outeiro, entre comercios y negocios de la villa se alternaban aquellas casas que habían podido ser reparadas y vueltas a levantar con las que todavía mostraban la evidencia del ímpetu conquistador de los mahometanos.
En el antiguo campamento de la
Legio VII gemina
, mezclándose con los lugareños, se movían multitud de artesanos, carpinteros y albañiles, de esportilleros, de ceramistas manchados de arcilla fresca hasta los codos, y también aprendices que acarreaban pequeñas cargas o acometían los recados de los maestros.
Entraron en la vieja ciudad por la puerta que llamaban Cauriense y, como Assur y Thyre no sabían llegar a su destino, se pasaron de largo sin darse cuenta de ello. Giraron en dos esquinas, esquivando el ajetreo de la población, y se internaron buscando el centro de la villa a través de la que decían
vía de los Escuderos
. Preguntaron por los nombres y supieron que pasaban ante las cortes de Pelagiz y Muñiz, que lindaban con el templo de San Juan, en donde un tuerto de manos agarrotadas mendigaba con frases educadas, de noble venido a menos, una limosna piadosa.
—Disculpad —dijo Assur lanzándole una moneda al pordiosero desde su asiento en el carromato—, ¿podéis indicarnos dónde se encuentra San Pelayo? —le preguntó no queriendo seguir avanzando en balde.
El menesteroso, aun pese a su tara, cazó la moneda al vuelo con pasmosa habilidad y, retorciendo el rostro para mirar como era debido a su benefactor, respondió complaciente, deseando agradar.
—Pues, si como parece, acabáis de llegar desde la entrada Cauriense, me temo que ya habéis dejado atrás la esquina en la que debíais haber virado…
Assur temió por un momento que el mendigo no pretendiese otra cosa que enredarlos con alguna engañifa y lo miró dudando de la bondad de sus palabras. Pero el tuerto, que intuyó los recelos del gigantón del carromato, se apresuró a explicarse, con la lengua suelta por la propina y el ingenio aguzado ante la posibilidad de recibir una moneda más.