—Os faltaría un enano…
Assur lo miró asombrado, con palabras sin pronunciar colgadas en los labios y pendientes protestas inacabadas que no supo cómo formular.
—Podría aprender a hacer malabarismos —dijo el tahonero moviendo sus manos como si estuviese haciendo rebotar pelotas de colores.
El hispano no pudo evitar que se le escapase una carcajada que terminó por desarmarlo y arruinar por completo sus quejas.
—Está bien, está bien, nos llevaremos al gato… ¿Crees que el patrón pondrá problemas? —preguntó dirigiéndose al enano.
—No, supongo que no, aunque os saldrá caro, especialmente por la mula —contestó Dvalin dejando de mover sus manos.
—Supongo que eso es lo de menos —concedió el hispano meditabundo—, lo importante es saber si nos podemos fiar…
—Eso no lo pongo en duda —aseveró Dvalin—. Carlo dice que lo recuerda, por lo visto, no es la primera vez que ese patrón viene hasta London. Aparece por aquí cada par de años, trayendo vino luso, telas y cerámica. Y también algún peregrino que otro… —dijo con intención—. Y por más que él y yo hemos preguntado, nadie tiene queja de sus tratos o su valía, de no ser así, no te lo hubiera dicho —aclaró—. Que sepamos, siempre cumple su palabra. Y ya ha habido otros que han contratado su pasaje para Jacobsland…
Assur asintió satisfecho. Conociendo al enano y su capacidad para amigarse con oídos adecuados en todas las tabernas de London, el hispano era consciente de que, si ese patrón no fuera fiable, Dvalin lo sabría; siempre era fácil soltar la lengua de los rencorosos.
—Está bien, ¿y cuándo planea zarpar?
Una vez más, lo más desagradable había sido la despedida, endulzada tan solo por las promesas de enviarse noticias cuando fuese posible. Pero aun así, no fue fácil. Las dos parejas habían compartido mucho y se hacía imposible pensar en desprenderse de todo ello para dejarlo únicamente a los vientos de la memoria.
Francesca y Thyre habían llorado haciendo que los pequeños se asustasen y se decidiesen a acompañarlas. Assur y Dvalin se habían dado la mano, en el gesto firme que hubieran compartido dos guerreros que hubiesen formado parte, codo con codo, del mismo muro de escudos. Les había bastado mirarse con franqueza a los ojos.
Y cuando el chapoteo de los remos había empezado a alejarlos de las dársenas de London, a Thyre se le escaparon lágrimas furtivas. Dvalin, subido a uno de los pilotes de los embarcaderos, se había despedido agitando su mano, y Francesca, a su lado, había hecho revolotear sus dedos ante sus labios, enviándoles besos a los críos.
Ahora, recuperando sensaciones por un tiempo olvidadas, Assur notaba el viento en el rostro y el penetrante salitre del mar que le llenaba los pulmones. Navegaban hacia el sudoeste, rodeando las peñas de la isla de los anglos, cortando aguas oscuras con la proa chata de la galera del barcelonés y sabiendo que en unos días más echarían pie a tierra. A babor veían en la lejanía la mancha difusa de las costas de la Armórica franca, hacia donde muchos britanos habían huido a lo largo de los años para librarse de los continuos ataques normandos a su isla.
A bordo de la Matosinha había otra media docena de peregrinos con destino a Jacobsland, formaban un grupo variopinto que viajaba ligero y con el que no cruzaban más palabras que las obligadas por la cortesía. Thyre y Assur mantenían una actitud discreta, y se preocupaban de evitar que, cuando había que amamantar a los pequeños, hubiese ojos ansiosos mirando impertinentemente.
Aunque el mar se mantenía tranquilo, sin llegar a alborotarse más que con aceitosas marejadas, no estaba resultando un viaje cómodo, cada uno pensaba a su modo en lo que les esperaba una vez llegasen a destino, sentimientos que engrosaban penosamente su equipaje. Y el rudo ambiente de la nave del barcelonés no era grato para una pareja joven con sus hijos, trastos y animales.
Por evitarse explicaciones, imbuido de un humor voluble y dubitativo, Assur mantuvo su papel de Ulfr. Y, aunque entendía mucho de lo que el patrón Eudald del Port les decía a sus hombres, prefirió escuchar sin hablar. Había demasiado en lo que pensar y, además, las preguntas que hubiera deseado hacerle al barcelonés solo tenían respuestas que no estaba seguro de querer escuchar. Así que el ballenero mantuvo su silencio hasta que, en la cuarta noche, mirando por la borda a la vez que revolvía en sus manos la caja de colmillo de morsa, mientras el patrón hablaba distraídamente con el timonel y Thyre dormía con los niños, escuchó algo que no pudo dejar pasar por alto.
—¿Compostela? ¿Habéis dicho Compostela? —preguntó girándose hacia los marinos.
El barcelonés calló de golpe y miró a su pasajero, primero con asombro, luego con suspicacia y, por último, con una comprensión que le sirvió para guardarse las dudas que su propia experiencia sabía responder. Eran ya muchos años llevando gentes que preferían reservarse sus pasados. Y aquel tipo y su mujer podían ser muchas cosas, pero desde luego, no peregrinos; llevaban demasiados trastos, y una mula, hasta un gato. Podían ser fugitivos buscando empezar una nueva vida, o gente honrada que pasaba por una mala época. Sin embargo, habían pagado generosamente y el propio Eudald sabía que los secretos no tienen por qué ocultar maldades.
—Sí, Compostela —concedió observando con suspicacia al gigantón de anchas espaldas que ocupaba sus manos con una pequeña caja tallada.
El acento le resultaba extraño y Assur no sabía si era por el tiempo que llevaba sin escuchar su propio idioma o si era porque el barcelonés lo hablaba de un modo peculiar.
—¿Los sarracenos?
Del Port asintió con pesadumbre y, suponiendo que algo de importancia debía irle al otro en el asunto, se decidió a explayarse después de rascarse el cogote por un instante.
—Sí, un caudillo de nombre Al-Mansur. Lleva años castigándonos de cutio, como un buitre famélico. Y yo lo sé bien —afirmó pesaroso—, Barcelona fue de las primeras en caer bajo sus garras, tras él no quedó otra cosa que desolación y cenizas, hemos tardado años en recuperar influencias y poder, el arcediano Arnulfo aún sigue cautivo en alguna de las mazmorras del califa… Y mientras, los puertos de Genua y Venezia se han ido comiendo el trozo de pastel que nos hubiera correspondido…
Assur enarcó una ceja al tiempo que se guardaba la cajita labrada. No quería interrumpir, pero deseaba que el patrón de la Matosinha llegase a la parte del relato que se refería a Compostela.
—… Pero el muy hideputa no se conformó —continuó Eudald dándose cuenta de las inquietudes de su pasajero—. A lo largo de los años se fue internando más y más en los reinos cristianos. Cayeron tierras como las de Sahagún y Zamora, y, como no podía ser de otro modo, Compostela, que era un dulce que el muy bastardo no pensaba olvidar… Por lo que he oído, obligó a los prisioneros a cargar con las campanas del templo del apóstol hasta la misma Córdoba…
Hablaron un rato más y el barcelonés tuvo la delicadeza de no hacer preguntas, pero tampoco tenía todas las respuestas que el antiguo arponero necesitaba. Barcelona parecía ser la única preocupación del patrón y lo poco más que pudo sacar en claro Assur se limitó a noticias vagas; referencias que no sirvieron para aliviar sus dudas, sino, más bien al contrario, para generar nuevas incertidumbres.
Los normandos, tras el fracaso de Gunrød el Berserker, del que todavía se contaban rumores y mentiras, parecían no haber vuelto a encontrar los ánimos o recursos necesarios para atacar Jacobsland. Y, tal y como le había dicho Eudald a Assur, ahora, el peligro para el reino de Galicia y las demás reservas cristianas de la península venía de los islamitas.
Los mahometanos, bien asentados en los territorios sureños que habían conquistado en su desembarco desde las costas africanas, habían cobrado fuerza desde su invasión. El admirado Abd al-Rahman III había convertido el inicial emirato, subordinado al poder abasí de Bagdad, en un próspero califato independiente que sus herederos seguían gobernando con la sola idea de hacer grande al único y verdadero, a Allh, permitiéndose incluso burlar los pactos firmados con los reyes cristianos y soñando con conquistar los reductos de la resistencia de los adoradores del crucificado. Una fuerza moral que el caudillo Al-Mansur había aprovechado para ver patrocinadas sus despiadadas campañas, contenidas escasamente por las imperturbables montañas que convertían el norte hispano en una gigantesca fortaleza natural prácticamente inexpugnable.
Gracias a esas cordilleras que impedían el avance moro y a la falta de presión de los normandos, las villas costeras, resguardadas entre el mar y los montes, habían cobrado mucha más importancia de la que Assur podía recordar. Aunque hubo muchas otras cosas que avivaron su memoria desde el primer instante.
El horizonte tenía el preciso tono de verde lujurioso que se le había grabado a fuego en su infancia, y entre los oscuros berruecos que coronaban las muelas y riscos destacaban los mismos árboles retorcidos que parecían estar a punto de caer, apenas tintados por los amarillos secos del final del estío. Las montañas, viejas y pulidas, se abrían en innumerables valles angostos que hacían desaguar ríos y arroyos de aguas vidriosas.
Lo primero que habían visto, inmersos en harapos de bruma que les hablaron sobre la humedad de aquellas costas, fueron los arcos y monumentales columnas de pizarra y esquisto punteado que el océano había labrado con capricho. Increíbles acantilados trabajados por las olas que, en la bajamar, dotaban a los abruptos batientes de sus propios castillos y torres.
Siguieron navegando a vista de tierra, primero al oeste y luego al sur; hasta que el gran golfo de Ártabros los recibió haciendo que Assur recordase las palabras que Gutier le dijera tantos años atrás. Las bahías de sus cuatro ríos endulzaban la gran porción de mar contenida entre aquel laberinto de brazos de tierra y, cuando la proa de la Matosinha se internó por la estrecha bocana de la ría del Iubia, el niño que había escapado de la esclavitud para hacerse un hombre sintió algo en su interior que no supo discernir, los recuerdos se agolpaban con demasiada prisa.
Adóbrica ya no era el sencillo villorrio de pescadores que Assur recordaba. El puerto seguía en el mismo lugar, acunado entre las lenguas de tierra afilada que tanto tiempo atrás habían bebido la sangre de aquella terrible batalla en la que hispanos y nórdicos habían dejado mucho más que sus vidas. Reconocía las pequeñas calas, los oteros y, al tiempo que todo parecía igual, Assur sabía que, en realidad, era distinto.
Había otros barcos atracados, una colección de navíos de todas las condiciones imaginables en la que incluso había algunas naos de larga eslora y poca borda que recordaban a los
drekar
nórdicos. El movimiento de gentes y cargas era abundante, y entre las barquichuelas de los pescadores zigzagueaban los botes de los grandes cargueros. Antes de echar el hierro de la Matosinha al agua, con solo una cubierta de galeotes ayudando al timonel a maniobrar cautelosamente, ya podían oír el griterío y el barullo de las gentes de Adóbrica. El humilde ancladero ribereño se había convertido en una ciudad con todas las de la ley.
Al despedirse, sin mucha alharaca, el propio Eudald, alzando la voz por encima del barullo de los pantalanes, les recomendó un establo donde adquirir monturas. Y Weland e Ilduara pisaron por primera vez la tierra de su padre cuando Thyre los dejó gatear en un pequeño prado anguloso de hierba raquítica que quedaba marcado entre los cercados del caballerizo.
Mientras sus hijos se caían y levantaban entre risas felices, Assur examinó los animales y, aunque había espléndidos garañones de estilizadas ancas que levantaban briosos la cola cuando se arrancaban, eligió un pío ruano y un tordo de aspecto fuerte que sirvieran para tiro. Por último, compraron un robusto carromato cubierto en el que poder acomodar los trastos y a los niños, y en el que Sleipnir pareció sentirse a gusto desde el primer día, pues, esa misma tarde, a medida que iban dejando atrás el pueblo de Adóbrica, el gato se subió al pescante, muy ufano, contemplando con ojos orgullosos el mundo por el que avanzaban y acompasando los chirridos de las ruedas con maullidos ocasionales.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —dijo Thyre intentando que su esposo abandonase las abstracciones que lo distraían.
Él, ocupado preparando yesca y un nido de ramillas secas, tardó en contestar.
Se lo habían tomado con calma, Assur no había querido sacar al tiro de caballos del paso y ella había preferido no decir nada, no tenía prisa y sabía que su esposo necesitaba algo de tiempo para sí mismo. Y con aquel ritmo tan lento apenas habían avanzado, todavía se cruzaban con gentes que iban o venían: peregrinos que, como ellos, abandonaban la ciudad portuaria, y mercaderes o campesinos que regresaban después de haber cerrado sus tratos en los abastos de Adóbrica.
Siguiendo las indicaciones que les había dado el caballerizo, habían ido sorteando la ribera norte de la ría del Iubia. Y ahora estaban acampados en un bosquecillo de robles que escondía una pequeña iglesia dedicada a san Martín, un hito en el camino que, según el palafrenero, deberían haber dejado ya atrás, pero que a ambos les había parecido un buen lugar para pernoctar.
Assur prendía una fogata para asar algo de la carne de la que se habían provisto en Adóbrica, y Thyre dudaba sobre la conveniencia de hablarle o no. Su esposo se había mantenido adusto y silencioso desde que echaran pie a tierra.
Los niños, recién cambiados y aceitados, retozaban en una frazada que Thyre había tendido entre dos de los carvallos, entendiéndose a su manera con palabras incompletas y gorjeos entrecortados por risas agudas. Su madre miraba hacia ellos de tanto en tanto y sonreía con complacencia. Sleipnir, después de haberse entretenido rascando el hocico en todas las esquinas del pescante para reclamarlo como propiedad, estaba echado en el asiento del carromato cuan largo era, y miraba la carne que estaban a punto de cocinar sus amos, moviendo de tanto en tanto el extremo de su cola como si la impaciencia pudiese con él; y Thojdhild, junto a los dos caballos del tiro, mordisqueaba la alta hierba que crecía al pie de los sencillos muros de la humilde iglesia, buscando los mejores brotes.
—Unos pocos días… —reaccionó Assur después de avivar las primeras llamas con un par de soplidos.
Thyre se dio cuenta de que él había contestado sin saber si ella se refería a Compostela o al pueblecito en el que establecerían su hogar y cuyo nombre seguía resultándole impronunciable.