Assur (47 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Toda se dio cuenta de que el muchacho no tenía experiencia. Quiso ponérselo todavía más fácil.

Se echó hacia atrás y se sacó la camisola. Él miraba embobado sus senos y ella se irguió ofreciéndoselos; cuando no reaccionó, le pasó la mano por el cabello y lo atrajo hacia sí. Una vez el muchacho empezó a besarla buscando los pezones con su lengua medrosa, Toda deslizó su mano por la nuca y la espalda, la revolvió en la cadera y buscó el bulto de la entrepierna. Él se quedó sin aire de repente.

Sebastián advirtió que ella buscaba su pene y sintió un morboso placer que le provocó escalofríos. Se sentía tan excitado que podía notar como su miembro palpitaba, luchando contra la ropa por liberarse.

Toda lo complació, gimiendo con tonos halagadores como respuesta a los besos tímidos que él desperdigaba por sus pechos.

Cerró los dedos ejerciendo la presión justa y Sebastián no pudo evitar empujar con la cadera buscando más al mismo tiempo que llevaba sus lametones hasta el nacimiento del cuello. Ella movió la mano sin aliviar el apretón. Primero abajo y luego arriba. Y Sebastián balbuceó algo incomprensible mientras ella se levantaba la falda con la mano libre y lo invitaba a buscar entre sus piernas.

Sebastián fue brusco, demasiado impaciente, movió la mano sin ritmo y se preguntó por qué no había humedad donde creía que debería haberla; había mucho que no entendía. Pero no tuvo tiempo para muchas más dudas, ella apuró el ritmo, apretando más al bajar y relajando los dedos al subir.

Toda esperaba que él comenzase a rogarle más cuando a Sebastián se le escapó un gemido ahogado desde el fondo de la garganta. Notó casi de inmediato como su miembro se relajaba mientras una humedad caliente se extendía por la tela del tiro. Ya estaba.

Él se quiso apartar, estaba inseguro. Pero ella tenía práctica, sabía muy bien lo que hacer.

—¿Confías en mí?

Sebastián miraba al suelo.

—Y yo, ¿puedo confiar en ti?

El muchacho afirmó una vez más con la cabeza sintiéndose incómodo por haberse manchado como hacía en las noches de sueños más inquietos.

Toda se agachó llevando sus manos a la cinturilla de los pantalones de él y deshizo los nudos con facilidad. Sebastián intentó apartarse otra vez, pero ella no le dejó. Puso las manos en las escuálidas caderas y empujó, no le costó vencer la resistencia. En un momento tuvo su miembro mojado y flácido entre los labios y empezó a chupar con suavidad, moviendo la lengua con práctica, esperando a que creciera en su boca.

No le hacía falta el extraño bastón del
godi
para saber que había pasado demasiado tiempo. Llegaba el tercer invierno desde aquel día en que habían desembarcado en el fiordo de los nórdicos.

Pero en aquellas semanas la agonía por saberse tan lejos de casa durante tantos meses se enconaba porque, como para el peregrino, la cercanía del destino ensalzaba la necesidad de la llegada. Ya solo faltaba calafatear el bote, y coser los últimos retazos de la vela hecha de remiendos que escondía bajo unas rocas en el norte del pueblo. Incluso tenía una buena porción de las cuerdas que necesitaba para embrear las junturas de las tracas. Habían sido muchas noches de duro trabajo, aguantando el frío y soportando durante los eternos días la falta de sueño. Ya estaba cerca el final, estaba seguro de que esa primavera se podrían ir. Y lo más importante, ya sabía adónde irían: el hogar estaba demasiado lejos, era una travesía imposible para un patrón con tan poca experiencia, sin embargo, había escuchado a hurtadillas las conversaciones de los comerciantes que habían llegado hasta el fiordo, había hecho algunas preguntas solapadas. Y la expedición de Gorm se lo había confirmado. Hacia el sur, un tanto al oeste, a apenas unos días de navegación estaban las islas de los anglos, la Britania romana de la que le había hablado Jesse, y esa era una empresa factible. Primero al sur para evitar la corriente que subía hasta los hielos eternos de los que los nórdicos hablaban con reverente terror, y luego al suroeste. Había pensado en todo, una vez allí, les bastaría convertirse en peregrinos, como aquellos de Compostela; había muchos caminos que llevaban a visitar la tumba del apóstol y él había visto con sus propios ojos como hombres de aquellas islas llegaban hasta el santo sepulcro. Esa sería su ruta.

Pronto tendría que empezar a escamotear raciones, había llegado el momento de hacerse con algunos víveres y un par de pellejos para el agua, y pensar en ello le provocó un cierto disgusto; tendría que procurarse sustento para tres, aunque al menos ella le había prometido a Sebastián que podría contribuir robando algo de las cocinas y la despensa de Brunilda. Si bien ese gesto no lograba convencerlo de las buenas intenciones de Toda, que siempre se mostraba zalamera con Sebastián, pero a la que también había visto acaramelarse con alguno de los normandos, especialmente con el nuevo preferido del
jarl
, su hijo Gorm, que había vuelto de Britania cargado de oro y arrastrando el respeto de todos sus hombres. Y Sebastián no quería reconocerlo, o siquiera verlo, aun así, Assur se sentía encantado por la alegría de su hermano, era evidente que Sebastián había recuperado gran parte de sus ansias de vivir, incluso se ilusionaba hablando de la huida, a veces hasta se atrevía a presumir de haber conquistado a la única otra hispana, dejando que un leve tono de orgullo le preñara la voz cuando hablaba de una vida en común a su regreso a Outeiro.

Assur solo callaba y asentía, le agradaba el cambio operado en su hermano, pero le disgustaba ella, no se fiaba.

Aquel día nevaba, era la primera ventisca del año, grandes copos blancos se iban amontonando, pero aún era pronto, no había hielo en el río y aunque todavía faltaban unas pocas semanas para que las noches fueran las más largas del año, el frío ya se agarraba a los huesos, haciendo difíciles muchas de las tareas del día y convirtiendo el sueño en un tormento que solo se hacía soportable cuando conseguían birlar unas cuantas piedras calientes del hogar del gran salón. Assur temía que, como el año anterior, el invierno se recrudeciera tanto como para obligar a los normandos a sacar al ganado de los rediles y tener que usar sus propias casas y salones para resguardarlo, era el único modo de evitar que, con las heladas de la mañana, las reses apareciesen tiesas, pegadas por la escarcha a la hierba congelada de los corrales. Si los nórdicos se decidían a hacerlo, la cabaña de los esclavos era uno de los primeros lugares escogidos, y aunque el calor que desprendía el ganado ayudaba a superar las frías noches y el heno del alcacel servía para amortiguar la dureza del suelo, era muy desagradable que la única estancia que tenían destinada se convirtiera en un establo lleno de la suciedad y el penetrante olor de las bostas.

De todos modos, Assur tenía otras preocupaciones más inmediatas, en esos días el ambiente estaba un tanto revuelto: Hardeknud aprovechaba la ausencia de su padre para reasentarse en una posición de poder. Sigurd y Gorm habían partido la semana anterior, en sexta feria o, como decían los nórdicos, en el día de Freya. Barba de Hierro había sido el
jarl
elegido para auspiciar los años de adolescencia de uno de los hijos de un gran señor del sur,
jarl
a su vez de uno de los territorios más importantes de la región de Agdir.

Siguiendo la costumbre normanda, el muchacho pasaría unas cuantas estaciones en el seno de una familia nueva que evitase un trato demasiado blando por parte de los suyos; los nórdicos temían que el amor fraternal excesivo diese lugar a hombres débiles y sentimentales, poco preparados para los saqueos, las luchas y la búsqueda de la gloria. Y para Sigurd era un gran honor convertirse en el anfitrión de un huésped de tanta importancia como parecía tener aquel joven. Tanto era así que había decidido formar una comitiva de recepción con la que encontrar la partida del muchacho y servirle de escolta hasta el fiordo. Parecía evidente que las relaciones políticas también tenían un peso importante entre los nórdicos.

Y Hardeknud no había perdido el tiempo, estaba convirtiendo la aldea en su feudo para una tiranía desmedida en la que tomaba lo que deseaba y sumía a los esclavos en innecesarias crueldades; lo que hacía la vida de Assur mucho más incómoda y cansada, llena de mandados caprichosos y agotadoras tareas inútiles.

Por su parte, con la connivencia del propio Assur, Sebastián se estaba librando de las grandes pilas de leña o de otros trabajos pesados. El viejo
godi
ya apenas veía algo más allá de un palmo de sus narices enrojecidas y Sebastián, que no había llegado jamás a recuperarse por completo de sus padecimientos, le servía la mayor parte del tiempo de lazarillo y llevaba una vida mucho más desahogada en esos atareados días. Además, la partida de Gorm le había quitado de encima la mayor de sus preocupaciones, ya que Toda parecía estar decantando sus atenciones hacia el hijo menor del
jarl
, quizá esperando que sus encantos le procurasen una buena posición en el futuro si, como se rumoreaba, Gorm iba a ser nombrado heredero en detrimento del arisco Hardeknud.

Y aunque Assur intentaba no echar sal en la herida, evitando hablar con su hermano de las evidentes atenciones con las que Toda cubría al menor de los hijos de Sigurd, sabía bien que la ausencia de Gorm estaba permitiendo a Sebastián respirar tranquilo en esos días, libre del verdoso rencor de los celos.

Toda había visto una oportunidad que no pensaba desaprovechar: el favorito de Sigurd Barba de Hierro bebía los vientos por ella, y estaba segura de que, si dosificaba de manera adecuada sus encantos, Gorm sería incluso capaz de manumitirla y tomarla por esposa, no como una simple concubina, sino como la mujer que ordenaría su hogar y reinaría más allá del umbral de su puerta, con plenos derechos para ella y sus hijos. Algo así se imaginaba de la misma Brunilda. Aunque Toda jamás se hubiera atrevido a preguntarlo, sus cabellos oscuros y los rasgos redondeados parecían contar la historia de la esposa del
jarl
sin necesidad de palabras.

En un principio solo se había interesado por los hispanos, ansiosa por dejar atrás aquel lugar desolador, y esperanzada en la huida que planeaban los hermanos. Había aprovechado todos sus recursos para conseguir que Sebastián le prometiese incluirla en la fuga. Y no había sido fácil, era evidente que Assur no la miraba con buenos ojos, pero había logrado capear el temporal con bastante éxito. Sebastián, por el contrario, la contemplaba con expresión de carnero degollado y acudía a ella con la inquietud de un perrillo faldero, aunque parecían faltarle los redaños suficientes para imponerse a su hermano menor y obligarlo a aceptar su compañía en la barca que reparaban. Solo había conseguido que Assur se mostrase dispuesto a llevarla con ellos cuando se había comprometido a proveerles de suministros robados a las reservas de Brunilda.

Sin embargo, en los últimos meses la reticencia del orgulloso Assur ya no era la mayor de sus preocupaciones. Ahora Gorm se había interesado por ella, ofreciendo una salida distinta, incluso era fácil coquetear con la idea de permanecer en aquellos lares si en lugar de ser una simple esclava se convertía en la esposa del futuro
jarl
.

Además, había descubierto algo maravilloso: contaba con una baza más para jugar, una que podía poner sobre la mesa ante cualquiera de sus dos pretendientes, y que podía asegurar su futuro si lo hacía en el momento oportuno y de la manera adecuada. No sabía cuál de los dos era el responsable, pero eso no sería importante, bastaría con que la creyesen, y ella podía llegar a ser muy convincente. Incluso podía decírselo a ambos, podía estar segura de que no lo discutirían entre ellos. Aunque a Sebastián debería engatusarlo para que no le dijera nada a Assur, y a Gorm solo debería contárselo si tenía la certeza de que serviría para sus propósitos y no como una excusa para rechazarla; tenía que ser cuidadosa, debía elegir muy bien cómo y cuándo les diría que estaba preñada.

Faltaba ya poco para la última luna del año, y el frío no era lo único que había empeorado; consciente del pronto regreso de su padre y su hermano, a tiempo para la celebración del Jolblot, Hardeknud pagaba su disgusto con todo aquel que tenía a su alrededor; se mostraba tan irascible como para que incluso sus hombres de confianza intentaran evitarlo.

Lo que más le molestaba era la incertidumbre, la espera le estaba resultando eterna. Mucho había quedado atrás, y en más de una ocasión había tenido que mancharse de sangre; el precio había sido demasiado alto como para permitir que todo fuese obliterado.

Desde la muerte de su hermano mayor en aquella maldita batalla en el golfo de Jacobsland había estado saboreando la mies que recogería a su regreso al norte. Cegado por una codicia y una ambición que no podía reconocerse a sí mismo, no esperaba otra cosa que convertirse en
jarl
, incluso soñaba con reunir una nueva expedición para regresar al feudo de los cristianos y conquistarlo, estaba seguro de que donde Gunrød había fracasado él triunfaría.

Pero antes tendría que hacer por convertirse en el señor del lugar, debía asegurarse de usurparle el cetro al viejo Barba de Hierro y de evitar la escalada al poder de su hermano Gorm. Sabía que podía contar con la tripulación del Ormen, eran sus hombres, él los había traído de vuelta, además se había preocupado, y mucho, de colmarlos con algo más que simples promesas, les había dado plata, armas, brazaletes con serpientes talladas que recordaban a la enorme Jörmungand, mordiéndose la cola para rodear el mundo, colgantes con martillos de Thor labrados y monedas traídas desde todos los rincones del mundo; había repartido riquezas y había cobrado lealtades. Sin embargo, no podía saber cómo reaccionarían los acólitos de su padre, o las gentes de la aldea, especialmente el esperpéntico
godi
, que de seguro intentaría convencer a todos de los malos augurios que traería su ascenso al poder, aquel viejales marchito siempre había estado del lado de su padre. Y aunque no le importaba pasar a cuchillo a todos ellos, no quería ser el señor de un erial cubierto de cadáveres; había tenido una ambiciosa idea que podría evitar algo semejante: podía contar con algunos de entre los que, como derrotado remanente de las fuerzas de Gunrød, habían regresado al norte junto a él; especialmente con un grupo de indeseables facinerosos de Gokstad, que únicamente se habían unido al Berserker embelesados por las riquezas de las iglesias de los seguidores del Cristo Blanco, y a los que tanto les daba matar, robar, violar o saquear si la recompensa era lo suficientemente alta. En cuanto su padre y su hermano habían partido hacia el sur, les había enviado un mensaje gracias a un mercader de pieles con cara de comadreja avariciosa que iba haciendo escalas desde el norte en una barquichuela raquítica y sobrecargada, unas monedas bastaron para que llevase el recado; les había prometido oro suficiente para estar seguro de que aceptarían el encargo. Había puesto su idea en práctica, el
jarl
Sigurd Barba de Hierro y su orgulloso heredero no regresarían jamás de su viaje al señorío de Agdir, los de Gokstad los interceptarían y acabarían con ellos y él, Hardeknud, se convertiría en el nuevo
jarl
.

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