Assur (84 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Leif se masajeaba su dolorida espalda y miraba con curiosidad al ballenero, cuando Tyrkir llegó sacudiendo la cabeza como un perro empapado.

—Creo que se ha acabado —dijo el contramaestre mirando los cuerpos de los guerreros abatidos por Assur—. Pero no sé si hay alguno que haya escapado con vida.

Todos sabían lo que eso significaría: vendrían más.

—De acuerdo —asintió Leif asumiendo su papel de patrón—, hagamos recuento, atendamos a los heridos y preparémonos para marcharnos llevándonos todo lo que podamos.

Assur se alegró de saber que regresarían. Groenland tendría que ser la primera etapa hasta las respuestas que necesitaba.

Tyrkir se giró para empezar a alejarse y cumplir las órdenes de su patrón.

Leif pasó un brazo por encima de los hombros de Ulfr y dijo una sola palabra a la que el hispano respondió inclinando su cabeza.

—Gracias.

Kitpu corría lo más rápido que sus heridas le permitían. Se sabía el único superviviente y, aunque perdiese la vida por el esfuerzo, era consciente de que tenía que llegar hasta su gente para reunir al consejo. Llevaba consigo una de aquellas armas extranjeras, pesada, de hoja afilada y brillante; tendría que mostrarla y que aquellos a quienes debía pedir ayuda le creyesen al hablar de altos forasteros con enormes canoas que tenían aquellos formidables filos a su antojo.

La tormenta cerraba la oscuridad del bosque sobre él, pero no pensaba detenerse. Si su tribu quería sobrevivir, tendrían que llamar a los clanes del sur y prepararse para la guerra, y Kitpu era consciente de que no podía fallar. Tenía que llegar, con vida, y lo antes posible.

El cielo estaba limpio como el cuenco de un hambriento; el paso de la tormenta lo había dejado de un incólume azul brillante, parecía una enorme bóveda de piedra pulida, casi al alcance de la mano de un niño pequeño. El mar tenía un aspecto aceitoso, calmo, y las ondulaciones del agua jugaban con la luz radiante de la tarde robándole destellos. El viento era solo una ligera brisa que apenas llenaba el trapo y eso les obligaba a estar atentos con el cordaje y, cuando la ballena resopló, su aliento acre con un profundo regusto a pescado llegó hasta el Gnod.

Con su brazo vendado y el rostro ceñudo, Tyrkir le daba instrucciones a Ulfr con la calma y el buen hacer del maestro experimentado. Ahora que Bram había muerto y que el contramaestre estaba herido, Leif había tenido que elegir entre los pocos disponibles. Finalmente, el patrón había decidido que el hispano fuese el timonel en la travesía de regreso a Groenland.

El Sureño miraba hacia los gigantescos animales recordándose que el hombre que tenía a su lado había sido capaz de enfrentarse a ellos sin más ayuda que unos pocos arpones, a bordo de enclenques falúas, y todo para conseguir un escaso sustento. Además, durante la batalla con los belicosos nativos de Vinland, había actuado con el arrojo y valor propios de un nórdico, y le había salvado la vida al patrón. Y durante la mañana, antes de partir, había demostrado conocimientos propios de un
godi
same, había sido Ulfr el que le había vendado el brazo y el que había atendido a los heridos. Y Tyrkir supo que, como en el caso de Leif, Ulfr era uno de esos escasos hombres por los que él estaría dispuesto a dar la vida.

—… Si es blanco no hay problema —declaró el Sureño dejando a un lado sus valoraciones sobre el ballenero—, probablemente será una cornisa desprendida de un trozo mucho mayor, o simplemente un pequeño pedazo reciente que ha caído desde algún acantilado de la costa. Sin embargo —acotó levantando el dedo de su mano buena a modo de advertencia—, si parecen nieve meada debes tener cuidado, serán viejos y compactos. En algunos también verás estrías marrones, o verdes. Son los restos arrancados a la tierra por el glaciar al que pertenecían hasta que cayeron al mar, esos son peligrosos, auténticos bastardos sanguinarios y cobardes que se agazapan entre las olas y que son capaces de destrozar el mejor construido de los navíos…

A popa quedaban aquellas
tierras del vino
. Si echaban la vista atrás, todavía se distinguía el horizonte quebrado de sus costas; con sus grandes bosques de fantástica madera, y todas sus promesas de riqueza. Quedaba el campamento que tanto esfuerzo les había costado construir y sobre el que Leif albergaba la esperanza de que fuera útil para próximas expediciones. Y aquellas extrañas uvas sobre las que Assur dudaba, pero que eran suficientemente buenas como para que Leif se contentase. Pero también quedaban atrás sus peligrosos nativos.

Un punto a estribor, a proa, despuntaba la isla en la que se habían detenido a la venida, aquella mañana de meses atrás que ahora parecía tan lejana.

El amanecer los había sorprendido con la calma que siguió a la terrible tormenta. Y a su alrededor, con la luz del nuevo día que revelaba los secretos de la noche, el panorama había resultado desolador. El granizo y el agua lo habían barrido y machacado todo. La hierba aplastada, los charcos rodeados de barro reluciente, el rumor grave de las aguas enlodadas del río, las techumbres deslucidas de las
skalis
, todo resultaba extraño, incongruente; retocado por los brillos de la mañana en la humedad que se punteaba aquí y allá, parecía limpio, recién lavado, bien dispuesto, casi con un inexplicable aire de orden inalterable. La única excepción eran los cuerpos.

Habían salvado el Gnod y su carga, incluso el abarrotado esquife auxiliar, pero habían perdido demasiados hombres. Bram, Finnbogi, Karlsefni y muchos otros, demasiados. Y mientras recogían los cadáveres de los suyos, los nórdicos también pudieron ver los cuerpos de aquellos extraños guerreros: las prendas de fina piel estaban tiesas por la sangre y el lodo, las cuentas brillantes con las que decoraban sus perneras y cintos tenían faltas que rompían los rígidos dibujos, todos ellos llevaban el pecho descubierto y alguno aún tenía restos de la tintura roja que había usado para pintarse el rostro, casi siempre tenían cerca unas cuantas flechas, o la cabeza de un hacha de piedra, o el vástago roto de una lanza. Se habían comportado como rivales dignos y Leif ordenó que los tratasen con el respeto que merecen los hombres de honor cuando deben afrontar la muerte.

Además, el hijo del Rojo también había decidido que debían marcharse cuanto antes, y tuvieron que sobreponerse a las heridas, las pérdidas y la desgana; todos sabían que aquellos hombres de rostros pintados podían volver, y que podían hacerlo con un grupo mucho más numeroso. Y algunos de los nórdicos incluso se dieron cuenta de que, si no hubiera sido por la tormenta, podrían haber perdido el Gnod por culpa de unas pocas flechas embreadas.

Ahora, los normandos eran apenas una maltrecha docena de los treinta y cinco que habían llegado hasta las ignotas costas de poniente y, aunque llevaban las bodegas llenas de fantásticos maderos, todos tenían el regusto amargo de la decepción instalado en el paladar. Alguno pensó que no deberían haber tentado a la suerte dejando cortas las tres docenas de tripulantes que hubieran respetado la costumbre.

Era una tripulación escasa para el gran
knörr
y muchos estaban heridos, resultaba un trabajo titánico encargarse de tareas que antes habían sido sencillas, faltaban manos. Tan solo llevaban media jornada navegando, pero de no haber sido por la pericia de Leif y la veteranía de Tyrkir, ya habrían zozobrado en las aguas de aquel peligroso estrecho que los llevaba al nordeste. De vuelta a Groenland.

Assur intentaba acomodarse al tacto de la caña del timón y a las respuestas de la nave, escuchando de tanto en tanto el gemido del ancho correaje de cuero que sujetaba la barra de gobierno a la amura de estribor. Y, a la vez, atendía a las lecciones del Sureño sobre los peligrosos bloques de hielo de aquellos mares del norte, que derivaban sin rumbo fijo por aquellas aguas profundas, dispuestos a acuchillar la obra viva de un navío como si fuese un arenque para ahumar.

—… Los más peligrosos son también los más difíciles de ver, son viejos bastardos que merodean buscando sus presas entre las corrientes. Las olas los han ido puliendo, consumiendo la parte que sobresale y formando una cuchilla de hielo compacto y duro —dijo Tyrkir juntando los dedos de ambas manos y separando las palmas—. Aun navegando de vagar pueden rajar la nave de proa a popa, y luego seguir su camino como si nada.

Assur intentaba concentrarse en sus nuevas obligaciones, consciente de que en sus manos tenía la vida de todos los marinos del Gnod, pero en su mente rebullían demasiados asuntos pendientes. No podía dejar de analizar una y otra vez su última conversación con Karlsefni.

Tenía que ser un obispo, si el nórdico le había dicho la verdad, tenía que ser un obispo. Los años habían borrado los detalles, y ya no se acordaba de mucho de lo que el infanzón le había enseñado, se reconoció Assur acariciándose la barba y sabiendo que Gutier no la hubiese aprobado. Pero, por lo que podía recobrar de entre su memoria, solo los obispos usaban aquel bonete morado que Karlsefni había descrito. Assur se esforzaba por rememorar el nombre que Gutier le había dado a aquel tocado episcopal, pero no lo conseguía. Podía revivir la escena, en aquel gigantesco despacho con enormes tapices. Y el facistol, y el anillo dorado que llevaba el prelado. Y aquel gesto de llevarse la mano al pecho para no encontrar el crucifijo que debería haber estado allí.

Y cayó en la cuenta de que, a lo mejor, ya tenía una de las respuestas que buscaba. Al menos una. Y tan poco era mucho más de lo que había tenido durante los últimos años.

Leif observaba al ballenero escuchar atentamente a Tyrkir y, aunque echaba frecuentes vistazos a la costa que desaparecía en poniente, volvió a pensar en cómo su amigo le había salvado la vida la noche anterior. Luego se preocupó pensando en las malas noticias que tendría que dar, habían muerto muchos, y otros, como Halfdan, se agarraban a un único y frágil hilo de vida.

Ni los vientos, que soplaban de través con la fuerza justa para disolver las crestas de las olas en espumillones blanquecinos; ni las corrientes, que o bien los retrasaban, o bien amenazaban con retorcer la quilla, les ayudaban. La travesía se estaba haciendo eterna, en lugar de avanzar hacia el este, parecía que el océano fuese creciendo ante su proa. Se abría en azules oscuros que hacían entender las leyendas sobre los monstruos de las profundidades, tan interminable como la desesperanza.

El Gnod cabeceaba con pesadez, tarado por su carga. Las órdenes del timón solo eran preludios a las respuestas que, tras un instante de vacilación, el
knörr
entregaba. El buen tiempo únicamente los acompañó en las primeras jornadas, luego, los cielos se abrieron para amenazar con el duro invierno que llegaría. A veces, en el frío del alba, si los correajes se tensaban, apretando sus fibras empapadas, soltaban agua que se convertía en diminutos cristales de hielo antes de tener tiempo de caer.

Además, pese a los esfuerzos de Assur, que hizo cuanto pudo por poner en práctica lo que recordaba de las enseñanzas de Jesse, no todos los heridos se recuperaron. A un sureño de Wendland llamado Mieszko se le gangrenó el antebrazo izquierdo; una fea herida de labios irregulares, sajada con uno de aquellos puñales de piedra de los nativos de Vinland, que se había infectado. Fue preso de fiebres altas y todo él olía a rancio; incluso sin necesidad de levantar el vendaje y aun a pesar de que las canastas de las bayas que habían recogido en Vinland empezaban a rezumar un penetrante olor dulzón que acaparaba toda la cubierta. Assur, no sin resignación, tuvo que tomar la difícil decisión de amputarle la extremidad justo por encima de la articulación del codo.

Las prisas por abandonar el campamento tampoco habían ayudado y pronto empezaron a escasear las provisiones y el agua fresca. Incluso Halfdan, convaleciente y hambriento, había dejado sus baladronadas atrás. El único que parecía inmune a la desazón era el patrón, de hecho, no solo se preocupaba de calcular rumbos o estimar vientos, sino que también dedicaba todo el tiempo que podía a hablar con sus hombres y a encontrar palabras halagüeñas con las que darles consuelo.

La noche empezaba y en el cielo las luces de la aurora jugaban con los colores. Mieszko sufría en un duermevela afiebrado. A proa se oían los susurros de Halfdan echando cuentas de su parte del botín. Tyrkir dormitaba de mala manera, sin alejarse de la popa, y Leif se acercó hasta su nuevo timonel.

Assur, al ver al patrón aproximarse, inclinó el rostro asintiendo y permaneció en silencio, rumiando sus preocupaciones.

—¿Bien? —preguntó Leif escuetamente con una amplia sonrisa que enseñaba sus dientes.

Assur miró al patrón y asintió de nuevo con cierta desgana, estaba cansado.

Leif sabía que su amigo estaba algo más taciturno de lo normal, y aunque desconocía la razón, se decidió a animarlo sin importunarlo con su curiosidad.

—¿Piensas hacer como Halfdan? ¿Te gastarás todo en mujeres e hidromiel intentando hincharte las tripas de lenguas de alondra y otros bocados reales?

El hispano, perdido en sus pensamientos, tardó en reaccionar.

—¿Gastarme el qué? —preguntó con cierta incredulidad.

—El botín, ¿qué va a ser? Tu parte por la venta de la carga…

Assur no parecía dispuesto a decir nada, y Leif aprovechó para insistir.

—¡Eres rico, botarate! Aunque lo vendiéramos a precio de saldo, tendrás plata suficiente para pasar borracho todos los días del resto de tu vida —sentenció Leif ensanchando su sonrisa—, puedes asociarte con Halfdan…

El hispano dudó. Había estado pensando en las palabras de Karlsefni, en Ilduara, en su pasado. Se había acostumbrado a darlo todo por perdido, a renunciar a la esperanza, y ahora las ascuas de un fuego tiempo atrás olvidado refulgían de nuevo. Había estado tan inmerso en la lucha con sus más íntimos demonios que no se había dado cuenta de que su situación había cambiado, y mucho.

—Además, por desgracia —continuó Leif apagando su sonrisa—, somos menos. Todos llevaremos una parte mayor de la que habíamos planeado… Y en tu caso —dijo ahora desechando la pesadumbre con una sacudida—, más aún, eres el timonel, y como tal te corresponde un monto mayor —sentenció con una mirada cómplice.

Assur entendió la concesión que Leif había hecho y el favor que suponía su elección para gobernar el Gnod. Por un momento intentó calcular lo que le correspondería una vez se vendiese la carga y le pareció tal exageración que no logró asumirlo.

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