Assur (83 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—¡Nos atacan! ¡Nos atacan!

Empezó a granizar y Leif entrecerró los ojos.

Karlsefni no llegó a decir mucho más, uno de aquellos hombres surgió de la nada y saltó sobre el nórdico.

Por un instante lo único que Leif sintió fue alivio, no es que tuvieran el rostro bermellón de las bestias del
Hel
, lo llevaban pintado.

El viento silbaba arrastrando hielo y agua, los árboles crujían, un rayo alcanzó la forja y todo se llenó de un olor como el de una olla de hierro abandonada al fuego.

Aquel hombre cayó con la gracia de un gran felino. Sus piernas amortiguaron el salto doblándose con soltura. El brazo derecho, que había aprovechado el impulso para, en lo más alto, hacer caer sobre la cabeza de Karlsefni una enorme maza, completó un gran arco.

Leif lamentó al instante no llevar casco.

Assur estaba preocupado, allí, entre la
skali
y las dos construcciones menores, estaban protegidos; incluso en el peor de los casos, el de verse acorralados, podrían entrar en la vivienda y salir por algún otro de los postigos. Estaban a salvo; pero intranquilos, quietos, esperando, y él quería saber si Karlsefni estaba bien. Y Leif.

El hispano tomó una rápida decisión y afirmó tras el gruñido con el que Tyrkir contestó a su propuesta.

El granizo arreciaba haciéndose interminable, truenos y relámpagos se sucedían iluminando todo un instante para luego resonar como una montaña derrumbándose.

Abooksigun llevaba un buen trecho de la orilla recorrido. Miraba a todos lados, atento a que nadie lo sorprendiese. Rodeó una de las cabañas y, en el centro del campamento, vio a uno de los suyos usar la maza para acabar con otro de aquellos forasteros. Pensó en silbarle para hacerle una señal, pero se dio cuenta de que la barahúnda de la tormenta no se lo iba a permitir. Además, el guerrero parecía caminar decidido hacia otro de aquellos hombres barbados.

Leif retrocedió hacia el río mirando a todos lados, preguntándose dónde estaban sus marineros y cuántos de aquellos nativos con malas pulgas los estaban atacando. Aquel que tenía enfrente se acercaba. Balanceaba el garrote con el que había matado a Karlsefni en la derecha y blandía un rústico puñal de piedra en la izquierda.

Como había dicho Matoaka, Abooksigun vio que aquellos forasteros habían levantado un puente sobre el río de los salmones e hizo señas a los que lo seguían para que vadeasen el cauce y rodeasen al hombre que ya desenvainaba una larga espada, dispuesto a enfrentarse al guerrero que lo estaba encarando levantando su maza. Y Abooksigun supo que aquel extranjero era hombre muerto.

El granizo dio paso a la lluvia, que caía como si los cielos, a punto de naufragar, se esforzaran por achicar el agua que llenaba sus bodegas.

Leif empezó a preocuparse cuando descubrió a otro de aquellos hombres con el rostro pintado acercarse por la orilla del río. El patrón retrocedió con un par de pasos, hacia el puente.

Abooksigun observó cómo el guerrero mi’kmaq hacía un par de fintas y se echaba al frente con ágiles zancadas al tiempo que alzaba la maza. Echó un vistazo a la otra orilla y distinguió a los suyos trepando en el barro cuajado de guijarros de la ribera para llegar al pasadero de los extranjeros; era su oportunidad para cubrir el ataque del otro.

Leif vio el pecho descubierto, brillante por la escorrentía del agua de lluvia, tintado con chorretones de la roja arcilla grasosa que se le desprendía del rostro. Vestía extraños zahones con flecos y cuentas como las que había encontrado Tyrkir, tenía la nariz aguileña y ojos oscuros de párpados apretados. Llevaba el cabello largo y suelto, con las sienes afeitadas, y a un lado de la cresta central de pelo negro colgaban lo que parecían dos plumas deslustradas por la tormenta.

El patrón del Gnod intuyó los amagos de aquel guerrero que se movía con la soltura del que ha sobrevivido a más de una batalla. Leif no se dejó engañar. Plantó los pies firmemente sintiendo cómo la tierra aguachenta rezumaba y hacía hueco para su peso. Giró el torso. Esquivó el primer golpe y cruzó la espada hasta encontrar carne, entonces vio al otro.

Abooksigun no perdió detalle, el guerrero mi’kmaq fue hábil, pero el extranjero lo fue más. La afilada hoja de extraño y brillante material entró en los pulmones haciendo que un silbido se perdiese en el retumbar de la lluvia. Un rayo barrió la noche y Abooksigun preparó su lanza.

Leif lo vio, pero no pudo hacer nada, el primero de los guerreros, aun con la espada atravesándole las entrañas, pudo reunir fuerzas para amenazar con el puñal de piedra.

Los otros dos cruzaban el puente. Leif no lo advirtió, tuvo que evitar la cuchillada golpeando con el codo a su atacante, pero sintió la lanza robarle el aire al impactarle en el costado; de no haber vestido su
brynja,
hubiera muerto. Cuando se dio cuenta de que lo rodeaban, se sintió perdido.

Abooksigun no entendió por qué su acometida solo consiguió arrancarle un sufrido resoplido a aquel hombre de extraños cabellos rojos. El mi’kmaq se preguntó si aquellos forasteros pintaban su pelo en lugar de su rostro cuando iban a la guerra.

El patrón no pensaba vender su vida tan fácilmente y, después de rematar al primero de sus atacantes con una nueva estocada, movió la espada, chorreante de sangre y agua, y consiguió quebrar la vara que sostenía la punta de afilado hueso de la lanza del otro.

Varios relámpagos se apelotonaron con el sonido de los truenos.

Assur pasó como una exhalación, golpeando con el antebrazo al guerrero de la lanza y empujando a Leif a un lado, saltó sobre el cadáver de otro de aquellos nativos de las tierras del oeste.

Al otro extremo del puente había dos más y Assur aprovechó el impulso de su carrera para cargar sobre uno con el hombro y girar sobre sí mismo moviendo la espada en un círculo mortífero que alcanzó al otro. La hoja resbaló en la clavícula tras levantar un filete de aquella piel cobriza y seccionó todo el lateral del cuello. Antes de que el hispano pudiese enfrentarse al que había arrollado recibió un fuerte golpe en la mejilla derecha y notó el sabor metálico de la sangre que le llenaba la boca.

Abooksigun desechó la pértiga rota de su lanza y cogió su maza con las dos manos. Pero el extranjero pelirrojo se movió con rapidez y el golpe cayó en la parte alta de la espalda.

Assur completó su acometida y, tras estrellar su puño contra el pecho del guerrero, volvió a girar echando la espada hacia atrás bajo el arco que describió su propio brazo. La hoja entró con facilidad en las tripas del otro y Assur, sabiéndolo muerto al oír cómo caía el cuerpo al río, prestó atención a la pelea de su patrón.

El hispano vio como Leif se derrumbaba dolorido y se sintió incapaz de salvar los pasos que los separaban antes de que el extravagante guerrero pudiese matar al patrón.

La lluvia se dio un respiro momentáneo para, tras un trueno que pareció eterno, precipitarse como una cascada furiosa durante el deshielo.

A Assur solo se le ocurrió una cosa.

—¡Eh! ¡Tú! Pajarraco —gritó traduciendo al castellano la expresión del Sureño.

Abooksigun oyó hablar al otro extranjero, uno que parecía haber pintado sus cabellos con ceniza. Al que acababa de golpear había caído rendido.

Assur se dio cuenta de que lo había oído a pesar de la tormenta e insistió.

—¡Déjalo! —chilló de nuevo recurriendo a su lengua natal.

Los dos hombres, nacidos en extremos opuestos del mundo, se miraron. Assur movió la espada incitando al mi’kmaq. Abooksigun levantó su maza de pesada madera. Y sus lugares de nacimiento o sus distintas culturas no evitaron que se entendiesen. Leif yacía en el suelo y ya no era un rival digno.

Cada uno supo ver en el otro el honor del desafío.

Assur revolvió la lengua sintiendo la tibieza de su propia sangre. Tenía el pelo pegado al cuero cabelludo, empapado por la incesante lluvia, y sus ojos chispeaban.

Abooksigun equilibró su maza y estudió al corpulento hombre que lo retaba con confianza.

Leif giró sobre sí mismo en el suelo abriendo la boca para buscar aire y encontrando solo grandes gotas de agua. Con el siguiente relámpago sus ojos abiertos se deslumbraron y el patrón llegó a pensar que había visto a una valquiria buscando a los héroes caídos que tendría que llevar al
Valhöll
.

Assur volvió a asentir hacia su enemigo. Luego giró el rostro y escupió un gargajo de flema sanguinolenta, estiró los músculos de los hombros y volvió a mirar a su rival.

—¡Vamos! —gritó conminando al otro con un gesto de las manos.

Abooksigun no necesitó conocer las palabras en su idioma, dio un paso al frente y asintió mirando al invasor de sus tierras.

El hispano pensó una vez más en aquellos ojos dorados que lo habían mirado con ternura y se preparó para morir o matar.

Tyrkir echó de menos los escudos que habían quedado en las paredes de la
skali
y la regala del Gnod.

Esa no era forma de luchar, aquellos desgraciados no daban la cara, se escondían como gallinas y aprovechaban la oscuridad para enviarles sus flechas y lanzas.

Otro de los suyos recibió una saeta en el ojo y murió al instante. Al caer, los que lo rodeaban se abrieron como el agua de un lago. O se escondían en la
skali
como ratones asustados, o les plantaban cara, pero si se quedaban allí, irían muriendo poco a poco. Aquellos cobardes no parecían dispuestos a plantear una lucha abierta.

Tyrkir sabía que tenía que tomar una decisión. Solo quedaban nueve, dos estaban heridos, y muchas de sus espadas estaban ya melladas. El contramaestre los dividió en grupos de tres con órdenes secas y mandó que se separasen, no sin lamentar no poder conservar la fuerza del grupo y levantar un impenetrable muro de escudos en el que sentirse cómodo.

Kitpu adivinó al instante las intenciones de los extranjeros, se habían protegido en el hueco que formaban sus cabañas. Y aguardaban a que su tribu se lanzase al ataque. Pero el
sagamo
se dio cuenta de que con aquellas armas de filos brillantes los forasteros tenían las de ganar en un espacio cerrado. Sus enemigos habían tenido una buena idea, sin embargo, a Kitpu se le ocurrió el modo de contrarrestarla. La escasa luz no ayudaría, pero los matarían usando sus flechas, uno a uno.

Diluviaba. Los aljibes de los cielos parecían inagotables y las ráfagas de viento levantaban las enormes gotas pesadas que habían sustituido al granizo.

Abooksigun endureció el gesto y se lanzó hacia el puente con la maza dispuesta.

Leif pensó agradecido en Ulfr y se dijo a sí mismo que debería recompensar al hispano por haberle salvado la vida.

Assur pudo ver que el hijo del Rojo se incorporaba trabajosamente con el dolor reflejado en el rostro. Luego prestó atención al guerrero que corría hacia él.

Abooksigun aprovechó uno de los pilotes del puente para apoyar un pie y tomar altura. Leif consiguió sentarse y se echó la mano a la dolorida espalda. Assur se agazapó adelantando un pie sobre los maderos que él mismo había colocado. No perdía de vista la maza del guerrero.

Mientras Abooksigun caía, levantaba la maza ajustando el golpe. Assur se impulsó arrastrando los pies sobre la madera y giró encorvado. El garrote erró el golpe y los hombres acabaron mirándose frente a frente desde lados opuestos a los que tenían al comenzar el desafío.

Leif vio como Ulfr se escabullía y rehacía su guardia. Y el patrón se asombró de los rápidos reflejos del antiguo ballenero, que, aun siendo un hombre tan corpulento, se movía con la agilidad de un muchacho inquieto.

Assur tuvo muy presentes los consejos de Gutier: se balanceó en las puntas de los pies buscando el equilibrio que necesitaba y ajustó el agarre de su espada con mesura sintiendo el familiar tacto del pomo y el arriaz. El agua no ayudaba y Assur abrió y cerró los dedos un par de veces intentando no perder la sujeción que necesitaba.

El mi’kmaq supo enseguida que se enfrentaba a un formidable rival, mucho más rápido y atento que los otros forasteros. Pero Abooksigun no pensaba fallar de nuevo.

Las maderas del puente crujieron cuando los dos hombres se enzarzaron. Chorreaban el agua que caía y el río rugía empezando a acusar el imparable aguacero.

Assur consiguió esquivar un nuevo golpe, pero su rival giró la muñeca con soltura y volvió a aporrear con su maza. El duro nudo de raíces del extremo apaleó la hoja de la espada y el arma salió bruscamente del puño del hispano. El hierro cayó al agua del río con un chapoteo silenciado por un nuevo trueno. Y Assur, pese al dolor que le recorrió el brazo, consiguió revolverse evitando el codazo con el que su enemigo había buscado su rostro. Mientras lo hacía estuvo a punto de llamar a Furco a su lado y, por un instante, la melancolía casi nubló sus reflejos.

Assur logró descargar un rodillazo en el vientre del guerrero y aprovechó la reacción del otro para cogerle el antebrazo que sujetaba la maza.

Abooksigun notó los fornidos dedos del extranjero haciendo presa. Aun con el agua y la grasa que se le había desprendido del rostro, aquella mano parecía hecha de piedra, el forastero tenía una fuerza extraordinaria.

En el forcejeo, Assur volvió a levantar la rodilla e hizo palanca. El brazo del guerrero se quebró con un chasquido y el hispano apreció el valor de su rival cuando solo escuchó un gruñido como queja.

Los truenos ya no seguían a los relámpagos con la intensidad de amantes celosos, la tormenta empezaba a alejarse.

Assur soltó el brazo y giró sobre sí mismo empujando su espalda sobre la del guerrero. Antes de que su rival pudiese evitarlo, había hecho presa en el cuello.

Leif solo podía ver aquello que le permitían las parpadeantes luces de los relámpagos.

Y el patrón vio cómo Ulfr cercaba al guerrero para ponerse a su espalda. Y con el siguiente rayo vio al arponero rodear el cuello de aquel hombre de rostro pintado. Lo último que vio fue cómo el cadáver caía a las revueltas aguas del río.

Assur lamentó la vida perdida. Matar era siempre injusto. Después de mirar un rato los remolinos que se apretaban en el cauce, preñado por el diluvio de la tormenta, echó a andar hacia su patrón.

Leif recibió agradecido la mano que le tendía el ballenero para ayudarlo a levantarse.

—¿Y Karlsefni?

El patrón no entendió el interés de Ulfr, pero señaló con el mentón.

Cuando llegó hasta el cuerpo, Assur negó con la cabeza, ahora sus preguntas no tendrían respuesta. De todos modos, ya sabía lo que tenía que hacer, buscarlas por sí mismo.

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