Se recompuso como pudo aguantando los gemidos de dolor que se le apelotonaban en el fondo de la garganta y consiguió sentarse tras un esfuerzo titánico. Estaba empapado, lleno de moratones y sangre que no lograba secarse por la humedad, cubierto de incómoda arena que rozaba su piel maltratada, casi desahuciado, pero decidido. Sabía lo que tenía que hacer a continuación: escapar.
Observó. Los normandos estaban demasiado ocupados terminando sus preparativos. A su lado había otros pocos, todavía inconscientes, reconoció a uno de los que había formado parte de su grupo, también hecho prisionero, y un poco más allá otro que había muerto.
Estaba pensando qué hacer, cómo despertar a los demás y hacia dónde huir en aquella alargada península que formaba la Isla del Faro cuando vio algo que cambió su vida para siempre.
Dos normandos azuzaban a una recua de cautivos hacia el único
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que parecía seguir entero. Iban atados a un mismo cabo y con los pies lazados para que no pudieran correr. Gran parte eran jóvenes, los más mayores solo unos pocos años más viejos que Assur, y el muchacho sabía que el destino de aquellos desgraciados terminaría de golpe en los mercados de esclavos.
Estaban demacrados, famélicos, y sus lejanos rostros destilaban desesperación.
Y fue en ese momento cuando lo vio. Mucho más delgado, con el pelo sucio y desgreñado, vestido únicamente con harapos que le cubrían escasamente las vergüenzas, mugriento, convertido en un desecho, caminaba arrastrando sus pies, impulsado por la inercia de los demás cautivos.
Los obligaron a ir subiendo al
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como si fuesen simple ganado, metiéndoles prisa y haciéndoles trastabillar. Uno de ellos cayó y, al tener sus manos atadas, no pudo evitar golpearse brutalmente; uno de los nórdicos que acompañaba a los presos se adelantó y no perdió el tiempo, se agachó al lado del joven, le rebanó el pescuezo y soltó sus ligaduras de la cuerda de la reata exhortando a los que seguían con vida a que apurasen.
Ya no podía escapar solo, tenía que encontrar el modo de rescatarlo. Sus hermanos perdidos habían sido el tiro que lo había mantenido en movimiento; y allí estaba uno de ellos. Miró en todas direcciones, buscó ideas en su aturdida cabeza. Allí estaba su hermano, Sebastián. Y puede que también Ilduara. No podía pensar en escapar si no era con él, con ellos. Tenía que hacer algo.
… Cuando nace un niño el padre se acercará al pequeño espada en mano advirtiéndolo de que no heredará propiedad alguna, habrá de vivir con aquello que consiga con esa misma arma…
(Notas sobre los habitantes del norte del explorador y geógrafo persa del siglo X Ahmad ibn Rustah)
Ilduara, sentada en el montón de ramas de jara, pensó que aquel era un bonito lugar para jugar, una misteriosa cueva en la que esconderse y dejar volar la imaginación. Tuvo la certeza de que a Ezequiel le hubiera encantado agazaparse en los huecos entre las grandes piedras y hacerse pasar por un legionario, quizá un valiente decurión, el último de los suyos, abandonado y sin refuerzos, asediado por los godos en una de aquellas fortificaciones que los soldados del imperio romano habían construido; ella sabía que Ezequiel soñaba despierto a menudo, inventando sus propios juegos.
Sebastián, el mayor, había dejado tiempo atrás aquellas ensoñaciones, siempre queriendo parecer mayor, como si ya solo pudiese hablar con padre. Zacarías, al contrario, era demasiado callado, como si nunca encontrase su lugar, o como si supiese exactamente cuál era, pero fuese incapaz de llegar hasta él. Y Assur era distinto; Assur sabía escuchar con paciencia, él entendía por qué el olor a pan recién hecho la hacía sentirse segura, cerca de mamá; él siempre estaba dispuesto a tallar para ella un trozo de madera, a escuchar sus preguntas, a ser su confidente, a inventarse bonitas historias que la hacían reír. Pero los tres eran ya mayores para ver allí, en aquel roquedal, algo más que un sitio en el que guarecerse. Sin embargo, Ezequiel todavía guardaba sus ilusiones como el más preciado de sus tesoros. Ilduara estaba segura de que al pequeño le encantaría aquel lugar. Y la niña pensó que, en cuanto todo acabase, ella misma podría llevar hasta allí al chiquillo.
Berrondo se había cansado pronto de esperar, y ahora se paseaba nervioso a la entrada de la oquedad, dando grandes pasos que acompañaba con exagerados movimientos de sus brazos rechonchos. Murmuraba palabras que se apelotonaban unas sobre otras por culpa de un evidente mal humor contenido. Ilduara no llegaba a entender lo que decía, aunque tampoco tenía interés en los reniegos del hijo del sayón, por el momento se limitó a concentrarse en las moras que Assur había recogido para ella. No había comido nada en todo el día, el almuerzo se había quedado olvidado en la cesta que había cargado hasta la orilla del Pambre, y su estómago vacío empezaba a resultar tan molesto como para ver en aquellos frutos un exquisito manjar digno de las mesas de los nobles.
Con las piernas encogidas y el cuerpo acurrucado para que las sombras de las rocas no le robasen el calor, la niña mordisqueaba las oscuras bayas del otoño temprano sacándole a cada una dos o tres bocados que masticaba largamente, haciendo explotar las cuentas que las formaban, llenándose de su dulzor y recordando cómo mamá le permitía recogerlas y comer hasta empacharse cuando salían a buscar castañas, de las que todos los años hacían acopio para los largos inviernos. En esa época, cuando llegaba la temporada y las zarzas acusaban el cambio de estación, mamá siempre usaba las prietas frutillas para acompañar las gachas y el queso fresco, y las más maduras y dulces servían de premio para ella y sus hermanos cuando se portaban bien. Le encantaba ese sabor que le llenaba el paladar, y le gustaban los recuerdos que le traía.
Se sentía muy sola. Desamparada. Y buscaba en derredor esperando encontrar algo familiar y cálido, algo que la ayudara a esperar hasta que su hermano llegase. Pero no había nada, solo piedras, hierbajos, y un cardo, creciendo con esfuerzos espartanos entre las sombras que arrojaban los berruecos, como si fuera ese legionario con el que Ezequiel hubiera soñado; y la pequeña lo miraba embobada llenándose de remembranzas que aliñaban la frugal comida.
La tarde comenzaba y la niña escuchó a un escandaloso arrendajo que cantaba con entusiasmo en uno de los árboles cercanos. A pesar de su paciente ritmo ya solo le quedaban un par de moras, y seguía hambrienta.
—Tanto si vuelve como si no, parece que tendremos que pasar la noche aquí —anunció el hijo del sayón entrando de nuevo en la cueva.
A la pequeña no le gustó que Berrondo considerase siquiera la posibilidad de que Assur no regresase. Pero no dijo nada.
—Será mejor que nos preparemos —resolvió Berrondo sentándose pesadamente al lado de la niña—. ¿Me las das? Yo no he comido nada desde el almuerzo…
Ilduara siguió sin pronunciar palabra y, aun con el hambre que sentía, le tendió las dos últimas bayas al hijo del sayón con un gesto tímido de hombros encogidos y ojos temblorosos. Berrondo las tomó de la pequeña mano ansiosamente y las engulló de una sola vez, empujándolas hasta su boca con un gesto presuroso.
—Vamos a hacer un fuego.
La niña encontró desagradable que Berrondo hablase con las moras trituradas todavía pintándole los dientes con sus granos de negro rojizo, mamá siempre le recordaba que eso no debía hacerse, y no entendió por qué el hijo del sayón le decía que debían encender una fogata y no hacía ademán alguno de ir a buscar leña.
—Así, cuando llegue la noche, puede que este maldito lugar esté un poco más caliente.
La niña se encogió de hombros pensando en que a su hermano no le gustaría la idea, en un día tan claro el humo que se colase por entre los resquicios de las rocas sería visible desde muy lejos. Sin embargo, estaba acostumbrada a obedecer a sus mayores, así que siguió callada.
Después de un buen rato Ilduara no solo comprendió que a Berrondo le gustaba decidir lo que los demás debían hacer, sino que también le agradaba evitar tener que hacerlo por sí mismo, algo que padre siempre les recriminaba cuando se mostraban perezosos. La exigua leña la había reunido ella sola mientras el hijo del sayón se había entretenido comiendo moras de los zarzales que el propio Assur había encontrado y aunque la niña deseó pedirle que guardase unas pocas para ella, no se atrevió. Lo poco que Berrondo aportó fueron unas ramillas todavía verdes, que arderían con dificultad y harían demasiado humo. Ilduara sabía que mamá o Sebastián la hubiesen reñido de haber hecho lo mismo.
El hijo del sayón necesitó de varios intentos torpes y desmañados para conseguir prender la yesca que Ilduara había preparado con la borrilla del cardo y las ramillas más pequeñas y secas, tal y como le habían enseñado a hacerlo para encender el horno. Y por ende protestó como si la culpa fuese de la pequeña, por no haber reunido suficientes pajuelas que ardieran con más facilidad. Ilduara pensó que Assur ya hubiera tenido una gran hoguera ardiendo.
Cuando las pequeñas llamas se aferraron a las ramas secas y arrugaron las hojas verdes de las que había traído Berrondo, el hijo del sayón se sentó satisfecho abriendo las manos hacia su triunfo.
Ilduara seguía pensando en el hambre que le atenazaba el estómago, y esperaba que Assur volviese pronto para poder marcharse a casa. Quería volver con mamá, y con papá. Y con Sebastián, Zacarías, Ezequiel…
La niña, distraída, se pasó la mano por su cabello y se dio cuenta de que, con tanto ajetreo, su trenza había comenzado a deshacerse. Y, como sabía bien que mamá la reñiría si veía que había descuidado su aspecto, desató la cinta con la que se sujetaba el pelo y empezó a rastrillar con sus dedos abiertos la larga melena, agitando la cabeza de tanto en tanto y disponiéndose a trenzarla de nuevo. Aún no había terminado de apartar los tres grandes mechones, apenas había empezado, cuando oyó las pisadas y la incertidumbre la hizo detenerse; podía ser Assur. Pero luego vieron las sombras que aparecieron a la entrada de la cueva y, antes de que pudiesen saber si eran hombres de Ludeiro a los que Assur había traído consigo, oyeron las voces.
Berrondo se levantó ansioso con la expresión del rostro demudada por el obvio terror que experimentaba.
Eran sonidos inconfundibles. Y no les hacía falta traducción para entender que los urgían a salir. Eran los normandos. Ilduara deseó que Assur estuviese con ella.
Assur perdió la esperanza en más de una ocasión. Era fácil hundirse en la más negra desazón; estaba atrapado entre tablones que crujían a cada embate del mar, rodeado de cuerpos gimientes con la voluntad vencida que se golpeaban unos con otros al compás de las olas; las pocas veces que encontraba unos ojos en la oscuridad descubría miradas huecas. Era solo uno más en aquel grupo de desharrapados, con el estómago vacío y la sed amenazando con romper su garganta resecada por el salitre. Aunque el olor era aún peor, el aire parecía pesar, todo se llenaba de un hedor penetrante en el que el sudor rancio, reblandecido con la humedad, luchaba por sobreponerse al punzante tufo ácido de orines y excrementos humanos que despuntaba por encima de los pasados restos de las bostas del ganado que había viajado allí mismo en otras travesías. Y las pocas veces en que sus captores abrían los portones que daban al tramo central de cubierta, el escaso alivio apenas servía para calmar las ansias de todos aquellos cuerpos hacinados.
A pesar de la confusión el muchacho intuía perfectamente la situación, estaba encerrado en la bodega de popa de uno de los grandes
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de los nórdicos, muy probablemente alguno de los mayores, con más de treinta varas de eslora y que, por lo que el pastor había visto en Adóbrica, los normandos no habían empleado en el ataque por su torpeza y lentitud. Sin embargo, saber eso no le ayudaba mucho, aunque estaba rodeado de cautivos, no podía saber si su hermano estaba allí, en el pañol de proa o en cualquiera de los otros cargueros que, presumiblemente, formarían la expedición. Pero Assur no desfalleció, buscó a Sebastián, removiéndose entre la apretada multitud, intentando proteger sus maltratadas costillas rodeándose el torso con el brazo; ellos se apartaban atemorizados a su paso, como en un campo de centeno, estaban ya demasiado acostumbrados a la sumisión, a obedecer sin rechistar. Recorrió aquella bodega una y otra vez, trastabillando con piernas y brazos que sus dueños dejaban descuidadamente a uno u otro lado como si no fuesen partes vivas de sus cuerpos. Incluso obligó a muchos a girar sus rostros vueltos para vomitar, en ocasiones dejando caer sus desechos sobre otro cautivo que ni siquiera llegaba a inmutarse; siempre esperando encontrar los rasgos conocidos de su hermano. No desfalleció hasta el tercer o cuarto día, pero Sebastián no estaba allí, tenía que haber más de un barco con esclavos. El suyo no podía ser el único, porque si eso fuese verdad, entonces, no haber intentado escapar habría sido un error imperdonable. Lo había visto, y aunque las dudas se acercaban por su espalda como amenazantes sombras en la noche de un bosque cerrado, Assur las espantaba aferrándose a sus esperanzas.
Los días se hicieron pronto iguales, perdió la cuenta cuando se sintió incapaz de saber cuántas veces había visto el sol entrar por los huecos escasos de la tablazón. Y el frío sustituyó a la pestilencia. Una sempiterna sensación helada que se calaba hasta el fondo de sus articulaciones haciendo que sus dedos se negaran a obedecer. Un frío húmedo y terrible que empeoraba día a día, que le hacía temblar y llenaba la bodega del
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de un macabro repiqueteo de dientes que castañeteaban. Y pese a los hedores y pestilencias se pegaban más y más los unos a los otros, para compartir el escaso calor de sus cuerpos magros. Pronto el frío lo llenó todo y Assur comprendió adónde se dirigían, los llevaban al norte.