El Errante solo se tomó un momento para observar la encarnizada pelea. Los dos combatientes habían comprendido pronto lo parejo de sus fuerzas y, como su tamaño les privaba de la resistencia para un largo enfrentamiento, ya se limitaban a girar uno en torno al otro con los brazos caídos, resollando como caballos extenuados maltratados por igual. Las señales de la lucha eran evidentes en ambos: pómulos abiertos, cejas sangrantes, labios partidos y narices aplastadas; y en el torso inmensos cardenales que daban fe de la enormidad de su fuerza.
Nuño escupió un salivazo sanguinolento y se hurgó un momento en la boca hasta soltar una muela que el
berserker
le había aflojado de un cabezazo en la mejilla. Aprovechando el gesto, el nórdico se le echó encima y el Mula lo recibió con los brazos abiertos, el impacto sonó como el de dos bucardos luchando a cabezazos en época de celo. Se atraparon el uno al otro con abrazos de oso, intentando romperse mutuamente el espinazo al tiempo que roncos gruñidos de esfuerzo les rasgaban las gargantas.
—¿Venís a lo que mal pienso o pienso mal porque venís? —preguntó Lope a Weland sin perder su cínica sorna.
Pronto fueron dos las parejas que luchaban y en una los combatientes resultaban parejos por la extenuación y fuerza que compartían. Pero en la otra la comparación era insana, Lope era mucho más ágil y extremadamente diestro, sin embargo, se enfrentaba a una inamovible montaña. En breve solo dos de los cuatro hombres quedaron en pie.
A Weland no le había costado mucho deshacerse de Lope, el habilidoso luchador no había podido anteponer sus mañas, y la rápida daga no había servido de mucho al medirse con la apurada hoja de la enorme espada del Errante. Habían bastado media docena de lances para que la muñeca del hispano se rompiese con un ruido sordo dejándolo sin guardia. Weland lo había rematado piadosamente.
Unos gritos rompieron la concentración del Errante, que, con la cabeza gacha, honraba la memoria del cristiano. El conde, demostrando que un jinete con tan poca gracia y tamaño no debería elegir jamás una fabulosa montura britana, berreaba unos cientos de pasos más allá, caído del caballo y sujetándose la pierna, rota en un ángulo extraño. El noble se revolvía como podía mientras su semental galopaba hacia el horizonte, probablemente tan cansado del cómite como todos los que se habían visto obligados a su compañía durante un tiempo.
Weland sonrió con cinismo recordando el terrible aliento del noble y compadeciéndose de la montura. Aunque no tuvo mucho tiempo para divagar, el Mula lo esperaba.
Los dos guerreros se miraron calibrándose y el normando agradecía estar fresco en comparación con su contrincante, que si bien había sido capaz de quebrarle el pescuezo al
berserker
, había quedado muy mal parado: le costaba respirar por la nariz rota y sangraba profusamente por un corte en una ceja, además, tenía el ojo derecho amoratado y tan hinchado que apenas podía ver a través de la rendija ensangrentada de sus párpados inflamados.
Fue injusto y rápido. Y Weland tuvo la conmiseración suficiente como para darle una muerte digna, merecedora del orgullo de los dioses. Antes de terminar con el cristiano le dejó coger lánguidamente el hacha que había pertenecido al
berserker
, porque pese a la fe del otro, el Errante estaba seguro de que una valquiria recompensaría su valor y vendría a buscarlo, y Weland quería que la mítica mujer encontrara al hispano blandiendo un arma en el campo de batalla, como le era debido. Incluso le dedicó una plegaria a Freya por Nuño.
El conde pidió clemencia chillando histéricamente en cuanto vio a Weland acercarse.
—En el norte jamás hubierais ostentado poder alguno, os hacían mucho dalgo, viviendo del nombre de vuestro padre, y ninguno merecíais. Sois débil, mezquino y cobarde.
Y a pesar de las súplicas del noble el Errante no tuvo piedad y se dejó llevar por el odio acumulado en años.
Al cómite no le dio una muerte honrosa, le abrió las tripas de un tajo y lo dejó lloriqueando a esperar una dolorosa y lenta agonía en la que pudiese oler su propia inmundicia saliéndole de las entrañas.
Sintiéndose extrañamente liberado y hastiado, puso rumbo al Sur, animando a los pollinos a avivar el cansado paso. Si no perdía el tiempo podía esperar llegar a la ría de Crunia antes del anochecer y, con suerte, una vez allí convencer con oro a algunos de los hombres que habían quedado al cuidado de los esclavos y la carga; si aceptaba repartir los cien mil sueldos del tributo, estaba seguro de que podría hacerse con un barco y una tripulación con los que huir.
El calor ya apretaba y la batalla seguía indecisa como una mujer caprichosa ante el muestrario de joyas de la manta de un calderero. Lo intrincado del terreno y los distintos frentes hacían languidecer la lucha, el cansancio de los hombres resultaba patente. La hora sexta ya amenazaba con cumplirse y el bochorno apretaba las gargantas sedientas de los luchadores.
Escaramuzas sueltas tenían lugar aquí y allá. Sin una planicie que facilitara las grandes formaciones de combate los hombres de ambos bandos se enfrentaban donde podían, esparcidos como semillas sembradas al viento a lo largo del istmo que unía el cabo sur de la ría del Iuvia con tierra firme. Y Gutier, preocupado por los refuerzos nórdicos llegados desde el mar, se esforzaba por concentrar a las fuerzas cristianas en un claro elevado que miraba a la playa en la que estaban desembarcando la gran mayoría de los demonios del norte.
El fluir continuo de combatientes frescos inquietaba al infanzón, era evidente que aun considerando que ambos bandos hubieran sufrido bajas similares, los nórdicos contaban, además de con la superioridad numérica, con refuerzos continuos que alimentaban su retaguardia.
Froilo y los suyos llegaron por fin, abriéndose camino hasta el grupo de Gutier y Assur. No hicieron falta palabras, a su alrededor tenían las explicaciones que hubieran podido necesitar, los hombres se arrejuntaron prestos para la lucha. Eran poco más de una veintena, y a excepción de Assur, que solo disponía de su arco y su daga, el resto iban fuertemente armados, y aunque la partida de Froilo acusaba el esfuerzo de la carrera respirando con pesadez, todos estaban indemnes y lo bastante frescos como para anteponer el valor al temor.
—¿Qué, muchacho?… Negro como el culo de un sarraceno, ¿eh?
Assur miró a Froilo de reojo, sin dejar de prestar atención a un grupo de normandos que avanzaba hacia ellos, pero no dijo nada. Fue Gutier el que habló:
—¡Corre! Pasa la palabra —le dijo a Assur—, busca a todos los que puedas y diles que nos reagrupamos ahí, en la loma. —Y le indicó con la punta de su espada el cercano altozano que se levantaba tierra adentro y que dominaba la cala donde más
drekar
se acumulaban—. Si encuentras algún escudero o mozo de espadas repíteselo, que lo pasen a su vez.
Gutier se daba cuenta de que solo como un grupo compacto dominando un terreno delimitado podrían aguantar las avalanchas del desembarco normando. Razonaba que debían aprovechar sus recursos y enfrentarse a los nórdicos a medida que ponían pie a tierra.
Assur había oído a Jesse contar historias sobre muchas batallas y captó enseguida lo que le pedía su maestro. Tras ordenar a Furco que lo siguiese se puso en marcha.
—¡Vamos! A la loma —gritó entonces Gutier moviendo todo su brazo en un amplio gesto que invitaba a los hombres a cubrir la escasa distancia.
—¡Corred, malnacidos! Como si el demonio os estuviese llenando el trasero de coces —increpó Froilo siguiendo las órdenes de Gutier.
En cuanto empezaron a llegar los hombres, Gutier ordenó las filas cristianas marcando relevos gritados a viva voz para que la media centena escasa de combatientes que tenían espacio para luchar codo con codo entre las rocas, árboles y peñas que flanqueaban el pequeño otero tuvieran la oportunidad de mantenerse frescos.
Llegaron algunos arqueros que Gutier mandó situar a su espalda echando de menos el buen hacer de Ariolfo, gracias al cual, estaba seguro, los disparos hubieran sido mucho más certeros. Sin embargo, la tentación de desfallecer los rondaba, la marea nórdica parecía inagotable y los
drekar
se amontonaban en la arena a medida que más y más iban llegando.
Gunrød, como correspondía a un
jarl
de su posición, fue uno de los primeros en echar pie a tierra, abandonando el
langskip
con un gesto ágil gracias a lo liviano de su loriga de cuero. Al contrario que los hombres de los cargueros, que se habían visto obligados a disimular, los refuerzos normandos habían llegado a la costa cristiana con todos sus pertrechos, y buscaron víctimas en cuanto sacudieron el agua de sus botas.
Después de asegurarse de que los suyos se organizaban en el desembarco, el
jarl
llamó a los más ágiles de entre los que reconoció en derredor para que fueran a explorar las cercanías, quería conocer las posiciones de los cristianos, quería estar al corriente de lo que había sucedido en el cabo norte y quería, en suma, saber a qué atenerse para dilucidar la estrategia a seguir.
En un principio todo parecía ser simple caos, después de que hubiesen repelido con cierto éxito la acometida de los
knerrir
en el norte, los de ambos bandos se mantenían dispersos, luchando cuando se encontraban y llenando los bosques de gruñidos y gritos de batalla entre los que se colaban tintineos y chasquidos metálicos que ponían de manifiesto los cruces de espadas y hachas.
Mientras a su espalda los suyos seguían surgiendo de las naves, Gunrød avanzó rodeado de sus
berserker
, que tras haberse bebido hasta la última gota de sus místicos brebajes de hierbajos y hongos aullaban como animales rabiosos agitando en su carrera las pieles de lobo y oso con las que se cubrían; ya a bordo habían empezado a gritar, excitados por el aroma a sangre y muerte que anticipaban, moviéndose tanto como para suponer un riesgo de zozobra, mordiendo sus escudos con ojos desorbitados, como perros de pelea que se revuelven en su correa, ansiosos por verse liberados para azuzar a un verraco acorralado por cazadores. El
jarl
sabía que no eran la fuerza más ordenada con la que podía contarse, y que si no se tenía cuidado, en su frenesí alucinógeno, incluso podían volverse contra sus propios hombres, pero su pasado lo obligaba a tener en alta estima a los terribles guerreros.
Y no lo decepcionaron. Los
berserker
encontraron a un grupo de cristianos que reculaba ante las arremetidas de tres normandos. Entre unos y otros despedazaron pronto a los hispanos mientras Gunrød recibía las primeras noticias de los exploradores, que comenzaban a regresar para informar a su señor de los inciertos resultados.
Nada se sabía del tributo o de Weland, al otro lado de la ría todo parecía haber terminado, sin embargo, el
jarl
miraba a su alrededor con optimismo. Aunque no parecía haber nada decidido, estaba seguro de que los débiles cristianos aunarían antes voluntad para caer de rodillas y rezar a su pusilánime dios que redaños para enfrentarse a los hombres del norte. Cuando todos estuvieran muertos, ya se ocuparía del Errante y el pago.
A su lado pasaban de largo las tripulaciones de los
drekar
a medida que desembarcaban, jaleando barbaridades y llamando a sus dioses, y Gunrød gritaba órdenes secas para esparcir a sus hombres en el terreno que podía ver a su alrededor, formando líneas dispersas que le permitiesen asegurar que los cristianos no pudieran llegar a sus navíos. Cabía asumir las pérdidas de los
knerrir
en el estuario, ya lo había anticipado, pero no estaba dispuesto a perder más barcos y quería cerciorarse de que, además de descuartizar a los hispanos, sus hombres no dejaran sin defensas a los
drekar
varados.
Gunrød lamentaba el calor que crecía espesando el ambiente, lleno del salado y penetrante aroma del océano, sus hombres eran gentes de nieve y frío, y se verían afectados por el bochorno antes que los cristianos, quería acabar con ellos sin darles tiempo a reaccionar ordenadamente.
Sin embargo, los hispanos se rehicieron antes de lo que el
jarl
esperaba, estaban organizándose peligrosamente en una loma descubierta, cercada de los bosques y peñascos del cabo, empezaban a agruparse y su posición dominaba el punto que había elegido para desembarcar.
Pronto los hispanos hicieron uso de sus arcos, las flechas cristianas empezaron a volar causando bajas, y unos pocos parecían haber conseguido arrimarse a alguna lumbre, parte de los venablos llegaban prendidos, buscando peligrosamente el maderamen de los navíos. El hombre que parecía llevar la voz cantante gritaba órdenes que llegaban al
jarl
con los regüeldos de la brisa y, aunque no entendía las palabras, Gunrød notó enseguida que aquel debía ser su objetivo, era el líder al que abatir para descabezar la amenaza. Aunque hubo algo que lo distrajo de sus razonamientos.
El maldito crío, el mocoso del lobo estaba allí, al lado de aquel hombre que parecía guiar a los débiles cristianos. Y Gunrød notó la rabia que crecía en él, aquel muchacho impertinente y su lobo sarnoso se le habían escapado de las manos, incluso arrastrando a un gordo y a una niña, y eso era algo imperdonable, una irrespetuosa demostración de osadía que debía castigarse. Mejor, si estaba allí, también se ocuparía de él.
Pero Gunrød conocía bien su papel como general de un ejército, primero se ocupó de sus naves; dio órdenes que debían pasarse: una vez desembarcados los hombres, un timonel y unos pocos debían permanecer en cada barco para volver a alejar los navíos de la costa y, fuera del alcance de los arcos cristianos, fondearlos con seguridad.
Luego, llamó a sus
berserker
.
El terreno se iba elevando, anticipando el valle que seguiría, los pollinos bufaban esforzándose por arrastrar la pesada carreta, y Weland miraba a su alrededor viendo con ojos melancólicos la belleza de la tierra que lo había adoptado, teniendo tiempo para detestar una soledad que llevaba a su mente hasta rincones que deseaba mantener ocultos.
Faltaba poco para el mediodía y se mantenía ocupado calculando la distancia y el tiempo necesarios para llegar a Crunia. El camino no era fácil, además de los desniveles hubo de cruzar varios ríos y regatos que se unían a la ría; de no haber sido por los pasos y vados que ya habían domado las fuerzas que habían acompañado al conde a Adóbrica, un hombre solo no habría podido guiar el tiro del carretón por aquellos lugares, y Weland se concentraba en cada paso procurando apartar las negras sensaciones que lo atenazaban.