Ninguno de los dos había imaginado que, pocos días después, aquel joven alegre estaría muerto.
El camino transcurría entre praderías en las que el verano empezaba a asomar a la sombra de las montañas que dividían aquella isla de norte a sur. Era una franja de tierra que, a pesar de los esfuerzos de los nativos, había estado dominada durante décadas por los normandos de Danemark, bajo el estandarte del cuervo, con poderosos
jarls
que imponían su ley y su capricho, y aunque hacía años que la influencia nórdica había ido debilitándose gracias al empeño de los gobernantes anglos, Assur y Thyre seguían encontrándose con gentes y lugares que les recordaban a Groenland, Iceland o al
paso del norte
, incluso en la lengua, pues la mayoría de aquellos con los que se cruzaban entendían sus palabras.
Para Assur y Thyre fueron días que atesorarían de por vida. Avanzaban complacidos por sus expectativas, felices por saberse el uno al lado del otro, contentos con lo poco que tenían y sin necesitar más que las miradas cómplices, los gestos cariñosos y las sonrisas sinceras que compartían. Había mucho que desconocían, pero el disfrute del amor que sentían, envuelto por la extraña intimidad que proporcionaban los bosques que los rodeaban, colmaba sus inquietudes.
Aquella tarde, a medida que viajaban hacia el sur, el cielo se fue despejando de las nubes de los últimos días, librándose del agua como un cachorro saliendo de un charco. La temperatura fue mejorando poco a poco y la noche se prometía agradable, casi como si pudiese ser la precursora del estío que pronto llegaría.
Con el ocaso acamparon en un claro entre fresnos y abedules que todavía tenían las hojas tiernas. Comieron algo del pan moreno y el queso que habían comprado en Jòrvik, y dejaron que el tiempo pasase charlando, sentados uno junto a otro frente a la fogata que Assur había prendido.
—… Cuando oímos como el hielo se rompía, Sebastián y yo nos quedamos mudos del susto —le contaba el hispano a su esposa—. El río se lo tragó en un suspiro con un gran chapoteo, el pobre se asustó tanto que ni siquiera gritó… Y nosotros salimos corriendo como si nos hubieran prendido fuego a los calzones, pero antes de que pudiéramos llegar a la orilla, vimos que Ezequiel sacaba la cabeza por entre los pedazos del hielo roto, resoplando y chorreando, con el aspecto de un pollo en un día de lluvia —comparó Assur pasándose las manos por el pelo y el rostro—. Estaba tan asustado y temía tanto que lo riñésemos por haber desobedecido que no se atrevió a protestar, aunque era evidente que estaba muerto de frío…
Thyre sonreía y disfrutaba de los recuerdos que su esposo compartía con ella, feliz por conocer los momentos alegres que la vida había dispuesto para él; deseosa de saber más y más sobre aquellos años que habían transcurrido antes de conocerse y encantada con las cariñosas descripciones que el hispano hacía de su tierra natal. Y no podía evitar percatarse de la amarga contradicción cada vez que recordaba que, de no ser por las pérdidas y el dolor del pasado de su esposo, ahora no podría estar con él.
Envueltos en una gruesa frazada que Assur había comprado en Jòrvik y acostados sobre la piel de oso que habían traído desde Groenland, sentían que nunca tendrían suficiente el uno del otro. Con caricias tiernas y largas hicieron el amor al ritmo suave y dulce de una balada melancólica, susurrándose palabras melosas y permitiendo que sus cuerpos se reclamasen con ansia.
Poco antes de quedarse dormida, agotada y henchida, Thyre sintió cómo su esposo se escabullía con suavidad del improvisado lecho. Lo oyó alejarse sin poder evitar el absurdo miedo de que no volviese y se sintió intranquila, pero no se atrevió a abrir los ojos. Por el ruido rasgado y chispeante supo que su esposo había añadido unos leños al fuego, después, lo oyó apartarse un poco más para orinar largamente. Cuando regresó hasta ella, sumergiéndose con cariñosa parsimonia para no importunarla, Thyre se dio la vuelta y se dejó recoger por los fuertes brazos, sintiendo el calor de Assur. En ese mismo instante una plenitud desconocida la bañó haciendo que un escalofrío le recorriese la columna. Se acurrucó encogiendo las piernas y pegando la espalda al vientre de su marido, ansiosa por fundirse con él y enloquecida de pasión en cuanto pudo notar como él reaccionaba endureciéndose.
Volvieron a hacer el amor, entregándose con una inexplicable urgencia que desató sus bocas con mordiscos y sus dedos con arañazos que les dejaron marcas. Como si, de repente, sus días fueran a acabarse y aquella fuera la última oportunidad que tenían de desfogar su deseo. Después, con la modorra de la pasión agotada, rieron como niños cuando Thyre le pidió que le dijera el nombre de las partes de sus cuerpos en su extraña lengua. Ella porque el castellano se le engolaba en la lengua y él porque aquellos labios que adoraba titubeaban como los de un bebé sin saber dónde colocar cada letra para que las palabras sonasen como debían.
A la mañana siguiente se toparon con un riachuelo de aguas transparentes que, intuyeron, debía de ser uno de los tributarios del gran río que servía a Lindon y sobre el que Sturli les había hablado. Como muchos otros de los que habían visto allí, era un largo cauce que perdía el ímpetu de la caída desde las estribaciones de las montañas, olvidando la prisa que traía desde las arribes para calmar sus aguas en las llanadas de hierba verde, salpicadas de las flores abiertas de la primavera, que llenaban el aire con aromas de miel.
Los herrerillos les disputaban el protagonismo a los petirrojos y, gracias al sol que brillaba en un cielo limpio de nubes, todo a su alrededor resplandecía con colores tibios que transmitían los olores contrapuestos de la primavera, prendidos de las flores y los brotes verdegales que salpicaban el paisaje.
No sabían que, tras ellos, dejando tras de sí el cadáver de su última montura, Víkar atravesaba las puertas de Jòrvik, cercándolos, ansioso por despellejarlos y, como no tenían prisa, pensaron en aprovechar la mañana para concederse algo de asueto. Decidieron detenerse en la ribera para dejar que los caballos y la mula abrevasen y pastasen a su antojo, y eligieron un suave meandro de taludes apenas tensados por el cauce. Thyre trasteó preparando un acomodo y Assur perdió un buen rato buscando unas varas flexibles con las que granjearse el almuerzo en las aguas limpias del riachuelo.
El verano aún no era más que un presagio, pero Assur encontró verdes saltamontes de grandes alas con los que cebar el anzuelo y, mientras Thyre disfrutaba del sol del mediodía, riendo como una niña cuando la cariñosa mula le hocicó en la espalda buscando atenciones, él caminó aguas arriba estudiando el cauce y buscando los apostaderos de las truchas que, a buen seguro, tenía el río.
Aunque intentaba encontrar las sombras ahusadas de las pintonas en las colas de las chorreras que mecían las ovas, Assur no podía evitar descentrarse de tanto en tanto. Algo en su interior lo obligaba a echar la vista atrás y buscar a su esposa para contemplarla embobado durante unos instantes. Ella se había soltado la melena y los espesos bucles de largas ondas se desparramaban devolviéndole al sol reflejos de cereal maduro. Llevaba un vestido amplio de
vathmal
que no lograba disimular su femineidad. Y, por encima de todo, mucho más importante que la belleza que irradiaba era el modo en el que ella conseguía que se sintiese; porque sus sonrisas, sus gestos amables, su dulce trato con los animales, su desprendida generosidad al atreverse a marcharse con él hacia tierras desconocidas, y sus comprensivos silencios hacían de Assur un hombre feliz.
Esta vez, después de tantas decepciones, el hispano sentía que podía aspirar a mucho más que a vagabundear sin pena ni gloria. Regresaba a casa, tenía la esperanza de reencontrar a su hermana, Thyre estaba a su lado y, gracias a la munificencia de Leif, contaba con fondos suficientes para vivir con despreocupación. A punto de abrazar una felicidad esquiva y traicionera que había sabido evitarlo por años; sus sentimientos eran tan dispares y novedosos que le costaba encontrar el modo de aceptarlos.
Por su parte, aunque llena de los nimios miedos que la asaltaban ante lo incierto de su futuro, Thyre tampoco dudaba. Iba camino a un lugar del que solo conocía lo que él le había contado y lo único que sabía de la vida que le esperaba era que tenerlo a su lado era pago suficiente para olvidar cualquier sufrimiento.
Mientras lo veía agazapado en la orilla del río, procurando comida para ambos, Thyre se acarició el vientre y recordó los consejos de Brýnhild. La agitación de los últimos tiempos no había hecho fácil llevar la cuenta, pero ahora estaba segura.
Esa tarde llegaron a Lindon y, aunque tuvieron que capear algunas miradas hostiles arrancadas por su evidente origen norteño, encontraron una posada regentada por un nórdico en donde pasaron una agradable noche, ajenos a que, mientras ellos se amaban, Víkar torturaba a Odd en Jòrvik.
El posadero, un manco rubicundo que se había instalado en la encrucijada de Lindon para huir de los fríos inviernos de Rogaland cuando los suyos todavía dominaban aquel estrecho de la tierra de los anglos, miró a su compatriota con aire suspicaz y luego bajó los ojos hasta el grueso pedazo de
hacksilver
que el otro había depositado ante él.
—¿Una pareja?
Víkar asintió restregándose con la manga los rastros espumosos que había dejado la cerveza en sus barbas. Sus ojos refulgían impacientes.
El cantinero parecía dudar y un nuevo trozo de plata se unió al primero gracias a un imperioso gesto en el que abandonar la jarra de madera y rebuscar en la faltriquera pareció todo uno.
—¿Hace cuántos días?
Las cejas del posadero oscilaron dubitativas antes de echar un último vistazo a la plata y recogerla con la mano buena.
—Durmieron aquí hace cuatro noches…
Les había ganado una o dos jornadas, recortaba la distancia. Si podía mantener el ritmo, los alcanzaría antes de que llegasen al fuerte de London.
Salió de la posada a toda prisa y, ante la atónita mirada de dos francos que llegaban desde el norte buscando donde avituallarse, apaleó a un pobre desgraciado con el que se cruzó y le robó el caballo.
—¿Embarazada?
Assur parpadeó con una incredulidad que Thyre encontró adorable.
—¿Embarazada? —volvió a preguntar el hispano como si su insistencia pudiese aclarar en algo el asunto.
Ella asintió una vez más y le pasó una mano dulce por la frente, apartando un par de mechones rebeldes en un gesto como el que le había visto hacer a la mujer del talabartero con su hijo.
—Sí… Brýnhild me lo dijo, según ella bastaba mirarme para saberlo —comentó Thyre abriendo sus manos delicadas ante su rostro—. Pero yo no estaba segura, tenía mis sospechas, pero… Bueno, hasta ahora, ahora estoy segura.
De pronto ante Assur pasaron recuerdos que se agolparon con prisa, recordó los gestos de Toda, lo que había pasado con Sebastián. Pero también pensó en el pequeño Ezequiel, y en Ilduara, incluso en los vagos recuerdos que tenía de cuando sus hermanos eran solo bebés indefensos en el regazo de su madre. En su padre, en Gutier, en Jesse, en Weland, y en todo lo que ellos le habían enseñado y cuánto había significado para él tenerlos a su lado.
Thyre, nerviosa, esperaba a que su esposo asimilase la noticia. Incluso sintió un ridículo escalofrío de angustia, dudando de si él se mostraría tan inmensamente feliz como ella.
Assur, recomponiendo la boca descoyuntada por el asombro, giró el rostro hacia su mujer.
Como era su costumbre en las últimas jornadas, estaban acampados en un claro al borde del camino. Con su lenta marcha apenas habían avanzado, demasiado entretenidos con la compañía mutua. Habían dejado atrás la encrucijada de Venonis el día anterior, y todavía tenían varios más por delante antes de llegar a los embarcaderos del puerto del gran Thames, en London.
El hispano sintió cómo el corazón se le embotaba en la garganta impidiéndole hablar y ella esperó impaciente sin saber si debía o no añadir algo más a lo que ya había dicho.
—Pero yo no sé si seré un buen padre —dijo Assur con una cómica expresión de incertidumbre.
Por un instante, Thyre notó el arrebato del enojo, pero luego se dio cuenta de que el hecho de que él se viese abrumado por las dudas demostraba su verdadera valía.
—Estoy segura de que serás un padre maravilloso… —le dijo ella atrapada en el calor del profundo amor que la inundó.
Entonces se abrazaron y, apreciando el apoyo que su esposa le brindaba, la alegría se desató en el pecho de Assur y se abrió paso a borbotones que traían consigo cientos de sentimientos gozosos.
—¡Embarazada! ¡Embarazada! ¡Seremos una familia!
Cuando se separaron, bajando las manos para entrelazarlas, ella vio el resplandor en los ojos de él y se sintió afortunada.
—¿Y qué es? ¿Niño o niña? —preguntó Assur sin pensar siquiera.
Thyre rio con franqueza y Assur, avergonzado por la tontería, agachó la cabeza.
—Lo único que espero —dijo entonces ella— es que si es niña no salga con tu barba…
Assur, riendo también, apoyó la mano en el vientre de su mujer con un gesto que la duda volvió delicado, temiendo que el solo contacto rompiese la magia de la vida que allí se estaba gestando.
—Y si es niño…, mejor será que no herede esos bracitos enclenques —repuso él.
Volvieron a abrazarse y solo se separaron para entregarse a largos besos calmos que compartieron hasta que les faltó el aire.
Durmieron abrazados, cerca de la fogata que iluminaba las sombras alargadas de los árboles que rodeaban su campamento, y ambos encontraron el sueño pensando en lo que significarían para sus vidas los cambios que se avecinaban.
Por la mañana, que se abrió radiante, Assur se despertó con una indescriptible sensación que no supo identificar hasta que recordó. Luego, dejó a su esposa arrebujada en las pieles del lecho para atender el fuego, que ya se había consumido y, mientras tostaba algo de pan seco al calor de las llamas, ella abrió los ojos y se desperezó.
Las monturas se acercaron al trote, buscando las caricias y golosinas que ella tan complacientemente les brindaba.
—¿Para cuándo? —preguntó él con impaciencia.
Thyre lo miró con severidad mientras recogía los rizos rebeldes de su larga melena y hacía un mohín de falso disgusto arrugando los labios.
Assur comprendió que a ella no le había gustado ese modo de recibir su despertar. Se acercó hasta ella abandonando el pan al lado del fuego. Le posó una mano en la mejilla y se inclinó para besarla. Y ella, ya satisfecha, contestó: