El santuario, impertérrito, ingente, hermoso en su magnificencia, enseñoreaba la plaza asentado en sus enormes sillares, elegantemente ensombrecidos por la humedad, testigos de la ambición de los reyes, manifiestos del poder de la Iglesia. Y su sola presencia, inmensa ante el humilde recuerdo de la pequeña capilla de Pidre, bastó para amedrentar al muchacho, que hasta ese día no había visto nada semejante.
Para desazón de Gutier, el resto del grupo charlaba sin más, como si se hubieran detenido ante el puesto de un calderero. Pero el muchacho no, el chico observaba el lugar con una expresión a medio camino entre la devoción y la sorpresa, y Gutier, que conocía bien a su pupilo, pensó que el obispo bien podía esperar unos instantes más.
—Como sucede con los hombres, lo verdaderamente importante no es la apariencia, sino lo que guardan en el interior…
El zagal, confuso, alzó el rostro para mirar al leonés y el infanzón le brindó una de sus escasas sonrisas.
—Anda, ven…
Gutier les ordenó a sus hombres que mantuviesen las formas y, apoyando la mano en el hombro de Assur con un gesto que el muchacho agradeció, lo animó a entrar en el templo dejando los animales a cargo de Nuño, que, desde que perdiera a su familia, prefería mantener una distancia prudencial en cuanto a la Iglesia y lo divino se refería.
El pastor cruzó el umbral escudriñando con asombro las junturas de la enorme arcada y el ambiente sacro se impuso pronto, envolviéndolos. Los grandes bloques de piedra umbría se elevaban sobre sus cabezas alzando el templo entre las líneas de escasa luz que se colaban por los delgados resquicios que servían de ventanas. El incienso, aferrado a la madera de los bancos y la sillería se esparcía como una evocación lejana, y el murmullo de las plegarias y las confesiones se destilaba en el aire cargado. Gutier, como siempre que pisaba suelo sagrado, recobró de entre sus recuerdos la paz de sus tiempos de novicio, lo que asentó su revuelto ánimo, tan castigado por las dudas e incertidumbres de los últimos tiempos. Assur, que miraba a todos lados queriendo abarcar cuanto los rodeaba, por el contrario, se sintió intimidado.
El leonés inspiró profundamente, dejando que el pecho se le llenase de aquellos aromas que lograban devolverlo al
scriptorium
de San Justo y, sin ser consciente de ello, recuperó con añoranza las conversaciones que tantos años atrás había mantenido con los iluminadores y copistas del cenobio.
—Después de que el obispo Teodomiro encontrara las reliquias del apóstol —explicó el infanzón con aire nostálgico—, hace más de un siglo, el rey Casto, Alfonso II, mandó construir un templo de inmediato. Empezó como una modesta capilla de maderos, pero la devoción y el fervor de los creyentes, y sus donaciones, la hicieron medrar pronto…
Ahora, para el asombro del muchacho, de aquellos humildes comienzos ya solo quedaba el recuerdo. La enorme basílica había crecido hasta quedar dividida en dos grandes capillas unidas por una crujía abovedada; una más sencilla, dedicada a la Virgen María, y otra, mucho más solemne y con un gran presbiterio, en honor al
bonaerge
, hijo de Zebedeo, que predicara por la Hispania romana. Ambas tenían una decoración profusa e incluían modernos retablos que, como hombre aferrado a la liturgia clásica, disgustaron a Gutier, pues le parecía que robaban importancia a los altares. El infanzón, de férreas tendencias, seguía pensando que los cambios en el oficio de los últimos tiempos, con el sacerdote celebrando ante el altar de espaldas a su rebaño, restaban importancia al admonitorio mensaje sagrado y se la otorgaban a florituras y adornos como los dichosos retablos. Assur, sin embargo, lo que vio en aquel despliegue de riquezas fue una razón para explicar la avaricia de los nórdicos por conquistar aquel lugar.
Con pasos calmos se dirigieron hacia el oratorio bajo la advocación de Santiago el Mayor y, dejando a un lado sus elucubraciones sobre el santo oficio, Gutier siguió hablando.
—El descubrimiento sirvió de orgullo a la Iglesia y a la casa real, y la noticia corrió como lumbre en la yesca, atrayendo a los indeseables. —Gutier hizo un ademán grandilocuente y Assur asintió—. Los nórdicos, que olieron pronto la presa, podían llegar fácilmente a Iria por el río y la sede episcopal se trasladó pronto aquí, abandonando el fasto del puerto Flavio y decantándose por contar con la fama de las santas reliquias. Pero no fue hasta el reinado de Alfonso III que se empezaron las obras de lo que hoy puedes contemplar aquí. —El infanzón abarcó con sus brazos el espacio circundante—. En su empeño, el rey Magno, tras pararles los pies a los sarracenos, que intentaron más de una vez alcanzar Compostela, quiso que los peregrinos llegasen a un templo digno del Señor, para loor y gloria de su apóstol, y dedicó gran parte de la fortuna de la corona para levantar esta magnífica obra.
Assur escuchaba mientras seguían con su recorrido. En la capilla dedicada a Santiago, ocupando un lugar privilegiado, destacaba un arcón bellamente herrado con cantoneras de metales bruñidos, no lejos de una lauda decorada con profusión que, según dijo el infanzón, era la del propio obispo Teodomiro, el cual, deseoso de permanecer al lado del santo apóstol, había ordenado que dispusieran su tumba en la misma capilla erigida en honor de Santiago, y cuyo deseo había sido respetado con la reforma.
Mientras hablaban llegó un peregrino ataviado con el sombrero y el báculo que delataban su condición y, poniéndose de rodillas, empezó a rezar en un idioma que a Assur le recordó vagamente al de Weland.
—Parece magiar —le susurró Gutier al chico bajando respetuosamente el tono y dando por concluido su sermón.
Assur no estaba muy seguro de por dónde quedaba la tierra de los magiares, de hecho, se preguntaba cómo diantres podía Gutier intuir semejante cosa, pero lo que sí sabía era que aquel hombre había llegado de muy lejos, mucho. Y el pastor no pudo dejar de pensar en la gran influencia que tenían aquellas reliquias guardadas en el arcón dispuesto ante él, tanta como para que, desde cualquier punto del orbe cristiano, hubiera gentes dispuestas a acercarse a Compostela para rendir culto, tanta como para que desde confines desconocidos hubiera hombres dispuestos a cruzar mares embravecidos por la gloria de conquistarlas. Y, tras considerar al peregrino, que seguía de rodillas rezando fervorosamente, Assur se sintió imbuido de un especial halo de misticismo.
—Ilduara, Sebastián —se le escapó al muchacho en un susurro que, contra su voluntad, puso voz a sus pensamientos—, os ruego que me ayudéis a encontrarlos…
Y, mentalmente, añadió una petición de indulgencia por las almas de sus padres y del resto de sus hermanos.
Gutier pretendió no haber oído la súplica del muchacho y se limitó a permanecer con gesto serio, aun cuando, íntimamente, se sintió reconfortado al descubrir que el muchacho había comprendido.
El templo recataba su opulencia gracias al halo de santidad con el que se rodeaba, sin embargo, el palacio episcopal era una lujosa extensión que no se cohibía al mostrar las riquezas de la diócesis compostelana. Inacabables tapices de increíbles colores cubrían las sólidas paredes, y las gigantescas lámparas que llenaban el aire con aromas de cera requemada parecían sostener estrellas que punteaban los altísimos techos; todo era magnificencia remachada de espléndidos detalles en los que se incluían tallas de santos suficientes como para que a Assur se le acabasen pronto los nombres.
Gutier, aun sabiendo que la recepción del obispo podía distar de amistosa, había instado al muchacho a acompañarlo, deseando brindarle la oportunidad de conocer a uno de los personajes más influyentes de su tiempo y queriendo darle una muestra del poder de la Iglesia.
Los hombres todavía esperaban fuera, bajo la hosca mirada de la guardia del palacio, y el infanzón se barruntaba que pronto buscarían una taberna en la que matar el tiempo. Él, junto al muchacho, aguardaba pacientemente a que el obispo Rosendo los recibiese. Sobre la forzada espera Gutier también sospechaba las razones, probablemente el dignatario se cobraba el rencor que sentía hacia el hombre del conde Gonzalo, y pretendía dejar clara su meridiana autoridad.
Después de que la guardia les franquease la entrada tuvieron que esperar en la portería, manteniendo un respetuoso silencio que a Assur se le antojó eterno y cuando, por fin, un estirado secretario de ropajes ampulosos y gestos exagerados los hizo pasar al despacho episcopal, las tripas de Assur rugían de hambre y Gutier tuvo que increparlo buscando del muchacho sus mejores modales.
Sentado a una gran mesa de fabrida madera oscura, en una cátedra que ponía de claro manifiesto su condición de prelado, estaba el obispo Rosendo. A su alrededor todo aparentaba haber sido cuidadosamente elegido para declarar su posición en la jerarquía eclesiástica: tras él colgaba un repostero con símbolos que el muchacho no comprendió, a un costado, un facistol taraceado sostenía una enorme biblia iluminada con llamativas tintas de brillantes colores que consumió la atención de Assur mientras se prolongaban las fórmulas de cortesía pertinentes y hasta que volvió a observar al obispo con curiosidad.
Rosendo era un hombre corpulento, de rostro redondo y hombros absorbidos por sus gorduras, y cuya barba, recortada con esmero, vibraba cuando su pronunciada papada temblaba con cada palabra. Poco amigo de los fastos pero amante del trabajo, vestía con una sencilla túnica negra de larga botonadura morada, a juego con la estola que le colgaba del grueso cuello. Vestiduras que completaba tocándose con un sencillo gorro redondo que a Assur le recordó a la kipá que siempre usaba Jesse; más tarde, Gutier le explicaría que se llamaba solideo y que su color morado era el propio de la dignidad episcopal; sin embargo, Assur quedó absorto por lo cómica que se le antojó la delicada prenda, que parecía el punto que coronaba la enormidad del obispo, milagrosamente prendido de su monda calva y rodeado por escasos y lacios cabellos negros que, de tan ralos, no daban ni para tonsura. Su piel pálida solo cobraba color en los hinchados párpados ojerosos, se intuía enfermiza. Parecía débil, un hombre casi pusilánime, pero esa idea se desprendía fácilmente en cuanto se miraba a sus ojos, oscuros como simas, casi sin pupila, llenos de determinación y fuerza, ojos que se alzaban mirando bajo las foscas y pobladas cejas mientras su rostro permanecía inclinado sobre un pergamino en el que el obispo parecía anotar algo de importancia.
Cuando el amanerado secretario cerró las grandes puertas, el obispo habló por fin, dirigiéndose directamente al infanzón mientras abandonaba con descuido el cálamo con el que había estado escribiendo.
—No esperaba yo de vuestro señor la osadía de enviaros, precisamente, a vos…
Gutier permaneció en silencio, mostrándose tan reverencialmente humilde como le fue posible. Y el obispo pareció aceptar el tácito gesto de sumisión; Assur creyó ver una leve inclinación de cabeza y el infanzón se dio cuenta de que el prelado se echaba la mano al pecho buscando algo que ya no estaba allí, fue entonces cuando Gutier cayó en la cuenta de que al obispo le faltaba su crucifijo.
—Partiremos mañana, después de laudes, ya he enviado aviso a Caaveiro, estarán esperándonos —añadió Rosendo con rostro displicente, todavía palmeándose el pecho—. Supongo que habréis traído una escolta apropiada, tal y como ordené.
Tampoco el infanzón contestó, se limitó a asentir moviendo su cabeza.
Aparentemente satisfecho por la humildad y obediencia mostrada, el obispo los despidió con un ademán apenas perceptible antes de volver a acomodar el cañón de la pluma entre sus rechonchos dedos, en los que brillaba con ansia un enorme anillo dorado.
El bueno del Mula, tan poco interesado por las diversiones mundanas como por la religión, los esperaba afuera atendiendo a los jumentos y a Furco, con el que parecía entenderse sin problema.
—Han dicho que os esperaban en O Recuncho… Preguntaron a un peregrino por un lugar en el que gastar los dineros en vino y…
Gutier le dio a entender que no le hacían falta más explicaciones con escasas palabras y, tomando las riendas de Zabazoque en su mano, echó a andar hacia el callejón de la Rainha.
Y, aunque tenían gran parte del día por delante, Gutier estaba de un humor apropiado como para perder la jornada con diversiones vanas. Además, el infanzón era consciente de que sus hombres agradecerían un buen jolgorio antes de meterse de lleno en faena.
La noche llegó pronto entre risas despreocupadas y vino barato, algunos se entretuvieron apostando a los dados, Gutier y Nuño simplemente dejaron que las horas se escurriesen, Lope a punto estuvo de destripar a un franco por una desafortunada mención a su estatura, y Assur encontró en una de las mozas una compañía inesperada gracias a la cual descubrió que no todas las mujeres eran igual de atentas y cuidadosas con un novel.
A la mañana siguiente, antes de acudir a la comprometida cita con el obispo, Gutier dejó a sus hombres durmiendo los excesos y se acercó a San Pelayo para ver si podía sonsacarle a Gelmiro sobre los últimos rumores de Compostela.
El verano había cambiado notablemente el valle del Ulla, la ausencia de nieve y el aumento de las temperaturas que había traído el estío rodeaba el campamento de un aire pesado, lleno de la humedad que se le escapaba al río, y en el que los tábanos se cebaban con hombres y bestias mientras las primeras cigarras de la temporada chirriaban entre los arbustos de las orillas.
Weland se había tomado su tiempo para llegar hasta allí, dejando a su montura ir al paso en casi todo momento, aprovechando la oportunidad que le brindaban los días en soledad para madurar las ideas y sentimientos que le rondaban la cabeza en los últimos tiempos.
Le bastó cruzar unas pocas palabras con el primer vigía que encontró. Una vez el caballo estuvo atado a uno de los postes dispuestos en el perímetro, otro hombre lo acompañó hasta la gran cabaña que, dominando el asentamiento, los suyos habían construido para hacer las veces de cuartel. Antes de granjearse el permiso de los dos
berserker
que guarnecían la entrada, observó con nostalgia manifiesta las rodas de los barcos, talladas como cuellos y cabezas de amenazantes dragones; habían sido chantados ante la
skali
y, sin poder evitarlo, pasó una mano que buscaba recuerdos por las escamas labradas en la oscura madera.
Más o menos, las cosas estaban tal y como Weland recordaba, aunque ahora el gran hogar central no alojaba un fuego furibundo que alejara los fríos. En un principio nadie le hizo caso; Gunrød paseaba entre sus hombres bebiendo
jolaol
de un cuerno con filigranas de oro. Uno de los nórdicos partía burdamente una gran cruz de plata, botín evidente de alguno de sus saqueos a iglesias; usaba un bloque de granito como yunque y repartía los pedazos de
hacksilver
entre los hombres de un corrillo que se había formado alrededor sin que ninguno de ellos le diera la más mínima importancia al símbolo que destruían. El estrafalario
godi
, sin hombres a los que cuidar o ceremonias que celebrar, trenzaba, con gestos torpes de sus manos artríticas, el pico de un ave que Weland no supo identificar en su melena cana y suelta. Resultaba obvio que los normandos no se sentían en modo alguno amenazados, la placentera escena bien podía haber transcurrido en el gran salón de cualquier
jarl
en su Halogaland natal.