Assur, intentando contener a Furco, se giró hacia el infanzón buscando consejo y no tuvo tiempo de entender por qué en su rostro se dibujaba una enorme sonrisa.
—¡Weland! Pagano desagradecido. Pena es que el Señor no haya escuchado mis plegarias, rogué para que un jabalí os despanzurrase.
Jesse, hombre tranquilo y calmado, se echó atrás, como queriendo mantenerse al margen, y, con un gesto de la mano, le indicó a Assur que todo estaba en orden. El muchacho miraba hacia el cortinón y al camastro alternativamente, sujetando a Furco, que ya había empezado a gruñir, y observando asombrado como el infanzón se ponía trabajosamente en pie con una expresión cercana a la risa.
Cuando la pesada tela estambrada se apartó, Assur se quedó sin aire y su mano se contrajo instintivamente en el pellejo del lobo. Era uno de esos demonios del norte.
—Chico, ¡sujeta a tu saco de dientes! ¿Qué manera es esa de recibir a un amigo? Tendremos que trabajar tus modales… —le dijo el infanzón mientras pasaba a su lado renqueando, dirigiéndose hacia el normando.
Assur hizo lo que le pedían, y se echó atrás junto al hebreo mientras miraba sin entender cómo el castellano y el nórdico se abrazaban entre risas estruendosas. Furco, confundido y extrañado, soltó un resoplido de indignación y se tumbó con desgana a los pies de su amo, mirando hacia el pequeño hogar de la estancia como pretendiendo ignorar a todos los ocupantes.
Gutier era un hombre fornido y bastante alto, sin embargo, al lado del normando lucía como un adolescente. El nórdico le sacaba casi un palmo al hispano, y sus enormes manazas parecían perfectamente capaces de quebrar el espinazo del infanzón como si fuese una rama seca. Como era tan habitual entre los suyos, vestía cota de malla y botas y, de un tahalí amarrado al cinto, pendía la espada más grande que Assur hubiese visto jamás. Tenía un alborotado pelo rucio que, junto a la poblada barba, le daba un aspecto de oso vejancón y feroz, además, para asombro del muchacho, llevaba relucientes joyas de oro y plata: un par de anillos trenzados de oro hilado y un enorme brazalete que, imitando una serpiente, rodeaba con dos vueltas el grueso brazo del normando, tan ancho como la pierna del niño.
—Tranquilo —le dijo el hebreo al muchacho apoyando una de sus manos en el hombro de Assur—, es Weland; un nórdico que lleva años al servicio del conde Gonzalo. Él y Gutier son grandes amigos… La guerra suele unir de un modo muy especial a los hombres —añadió el hebreo como pretendiendo justificar la inconcebible amistad entre dos que debieran ser enemigos.
—Jesse, buen amigo, ¿no tendréis por ahí escondido algo con lo que celebrar este reencuentro? ¿Un poco de aguardiente? Por acaso… —preguntó el infanzón todavía con un brazo rodeando el cuello de Weland e inclinándose peligrosamente sobre la pierna buena para compensar la diferencia de altura.
El judío pareció dudar unos instantes y, mirando con sincera resignación al muchacho, le habló en voz baja:
—Un poco, ¿un poco? Entre estos dos bien podrían beberse todo el aljibe. —Y, tras suspirar, elevó el tono de voz y se dirigió a los hombres de armas—: Creo que me queda un barrilete de aguardiente de manzana, la traje conmigo en el último viaje que hice a casa de mi padre. Pero no hay más, si queréis beber hasta perder el sentido, como tenéis por costumbre, tendréis que convencer al bodeguero… —amenazó vagamente el judío antes de volverse para coger el alcohol prometido.
Assur se dio cuenta de que la indignación del hebreo era fingida, y sonrió tímidamente mientras observaba al infanzón y al nórdico, que ya buscaban acomodo para sentarse uno junto a otro.
—Y decidme, Weland, ¿en qué asuntos andáis metiendo vuestra apestosa cabeza estos días? —preguntó el infanzón sin perder la sonrisa al tiempo que intentaba colocar su pierna herida del modo menos doloroso posible.
El médico Jesse les tendió dos sencillos cuencos de madera y el pequeño barril de licor, acercando en el mismo gesto un taburete en el que sentarse con sus amigos.
—Estaba disfrutando de una partida de caza en los picos del sur —contestó el normando con su afilado acento—, y ayer apareció un yegüerizo con recado del conde; me estropeó una magnífica oportunidad con un buen gorrino… En fin, el infanzón Gutier había regresado —y al tiempo que lo decía Weland trazó un amplio arco con su mano pretendiendo abarcar al hispano—, y mi presencia era requerida.
El nórdico vació de golpe su primer cuenco de aguardiente y se sirvió de nuevo antes de continuar.
—He hablado con el conde antes de venir a veros. Me parece que se le van a caer los calzones con tanta excitación… Tengo la impresión de que está deseando que los míos ataquen de nuevo Compostela y que, a ser posible, le saquen los pulmones por la espalda a Rosendo. Es peor que un hijo malcriado del astuto Loki… Pero paga bien —dijo tocando el enorme brazalete en forma de serpiente que ceñía su musculoso brazo—. Creo que espera que, si el obispo cae, él y los demás nobles conseguirán poner en el trono al bastardo de Ordoño y así, tener el reino en manos de un muñeco que vaya y venga según su conveniencia… Ese será un buen nombre, Bermudo el Muñeco, sí, señor… —Y volvió a beberse de un trago la nueva ración de aguardiente como poniendo con ello punto final al comentario.
El judío permanecía callado, sorbiendo lentamente el fuerte licor de su Aquitania natal, y pareciendo desinteresado por los comentarios de los otros dos adultos. Assur, por el contrario, estaba deseando saber más, así que, lo más disimuladamente que pudo, se acercó a los tres hombres y se sentó en el suelo junto a Furco.
—Eso parece —concedió el infanzón con evidente resignación—, eso parece. De hecho, el conde me ha ordenado partir hacia Lara lo antes posible. Y después debo ir a Compostela, pretende reconciliarse con el obispo sin perder la oportunidad de traicionarlo una vez más…
Assur tuvo que hacer un enorme esfuerzo por no interrumpir con sus cuitas, ansiaba preguntar por el llamamiento al fonsado; deseaba, más que ninguna otra cosa, enfrentarse a los nórdicos.
—¿Son tantos como ha dicho el Boca Podrida? —preguntó Weland—. Si es como dice, debe de ser la mayor fuerza que jamás se ha desplazado hasta estas tierras. Mucho mayor que mi propia expedición…
—Sí lo son. Algo más de ochenta navíos, alrededor de tres mil hombres; al mando de un tal Gundericus —contestó el infanzón—. Y, teniendo en cuenta lo que ya se han atrevido a hacer, me parece que no van a detenerse hasta que conviertan todo en un erial. Además, como ya le dije al conde, me da la impresión de que están muy a gusto en ese valle del Ulla que han encontrado, es un buen campamento y ellos lo saben.
Assur, que había visto con sus propios ojos lo que el infanzón describía, no podía estar más de acuerdo; y miraba impaciente al nórdico esperando que les revelase el modo de conquistar aquel asentamiento, de vencer a los demonios del norte.
El hebreo permanecía en silencio y Weland se atusaba la barba pensativo.
—¿Ochenta? Humm… ¿Eran solo rápidos
drekar
de guerra o también había
knerrir…,
cargueros
?
—preguntó el nórdico recurriendo a su lengua natal.
El infanzón, que ya había tratado sobre los temas de la guerra con el nórdico, entendió la pregunta y contestó aclarando las dudas de Assur:
—La mayoría eran estilizados botes de combate, pero también pude ver un buen número de cargueros.
La respuesta le permitió al muchacho asociar rápidamente los nombres nórdicos originales con cada tipo de embarcación.
—¿Y tres mil hombres?
—Más o menos —se apresuró a contestar el infanzón acomodando su pierna mala—, aunque fue un cálculo a ojo, por las bancadas de remeros.
Y a Assur le sorprendió de nuevo el número, para él los nórdicos habían sido, simplemente, muchos, demasiados para contarlos.
—Gundericus… Supongo que eso debe de ser, en realidad, Gunrød. Ha de tratarse de un
jarl
muy poderoso, poderoso y respetado, es una fuerza extraordinaria.
—¿Lo conoces? —intervino el hebreo interesado.
—No, no lo conozco —contestó titubeando—, hace ya ocho años que abandoné los hielos del norte y con las continuas trifulcas solo los dioses sabrán quiénes son ahora los
jarls
más influyentes. A saber de qué
fjord
ha salido, puede que de Sogn o quizá de Hordaland, del sur… —Weland lo dijo como si solo sus compatriotas de las tierras de más al norte mereciesen su respeto. Parecía reflexionar, quizá intentando recordar—. Tres mil, ¿eh? Increíble, sea de donde sea, suena a elegido del mismísimo Thor…
Assur se dio cuenta de que el normando dejaba de atusarse la barba para acariciar un colgante que pendía de su cuello y, aunque no pudo distinguir de qué se trataba, sí pudo vislumbrar un brillante reflejo dorado.
—No seré yo quien lo niegue —concedió Gutier—. Pero más importante que su linaje, su país, o sus dioses, son sus intenciones; ¿qué creéis?, ¿pasarán el invierno aquí?, ¿se retirarán? El conde no quiere mover pieza hasta que sepa algo de sus aliados, de los viejos o de los nuevos que busca, pero temo que nos pasen por encima…
El nórdico dejó de entretenerse con su colgante labrado como un pequeño martillo y pasó a darle distraídas vueltas a su cuenco, revolviendo el fondo de fuerte licor; a Assur le pareció distraído.
—Sí, el conde también me ha preguntado… De lo que estoy seguro es de que pasarán el invierno aquí, con el año tan avanzado los mares del norte no se pueden navegar. Se quedarán mientras nadie se lo impida. Haciéndose con tanto botín como…
—¿Y los prisioneros?, ¿qué pasará con los cautivos? —interrumpió Assur, que se avergonzó al instante por el atrevimiento.
Los tres adultos se giraron al unísono y lo miraron: el judío con una triste mirada de comprensión, el infanzón con un serio gesto de reproche, y el nórdico con una divertida expresión de cinismo.
Weland no sabía todos los detalles, pero los sirvientes del castillo le habían contado lo suficiente cuando les pidió nuevas mientras esperaba a que el conde lo recibiese.
—Por el momento —contestó Weland alzando la mano para evitar que Gutier riñese al muchacho—, negociarán rescates con los que puedan, nobles y clérigos. A los demás los venderán como esclavos cuando tengan ocasión. Es probable que naveguen hasta el mar interior, el que vosotros llamáis Medi Terraneum, y busquen los mercados de las costas árabes, o si no, se los llevarán, algunos se los quedarán para el servicio propio; otros los enviarán por el Volga abajo, en sus orillas se han fundado ciudades con grandes mercados, siempre ávidos de esclavos para los señores de Oriente.
Jesse recordó los eunucos que guardaban los harenes de Bagdad y sintió una conmiseración que se le antojó insuficiente. El muchacho, todavía avergonzado, recibió su mano en el hombro con una mirada de profundo agradecimiento y se guardó el resto de las preguntas que hubiera deseado hacer.
Unos días más tarde, el infanzón se preparaba para partir y había dejado para el último lugar la tarea que más le preocupaba. Estaba con Jesse en la apoteca, el hebreo examinaba los labios rosados de la cicatriz que se empezaba a formar en el muslo de Gutier con ojos expertos y asentía para sí. El muchacho había ido a los establos para ayudar con unos carros de forraje y el infanzón sabía que tenía que aprovechar el momento para hablar con el médico antes de que el chico regresase.
—Si no apuráis el ritmo no tendréis problemas, podréis llevar una marcha casi normal —aseguró el hebreo—. De todos modos, untaos la zona con el aceite de rosas que os he preparado siempre que tengáis ocasión, y si lleváis caballo montad todo lo que podáis.
El judío se dio cuenta de que sus palabras eran ignoradas e, indicándole al infanzón con un gesto de la mano que se arreglara los calzones, se puso en pie y preguntó:
—¿Vais a decirme lo que os preocupa o voy a tener que adivinarlo?
Y como no obtuvo respuesta, volvió a preguntar guiándose por sus instintos:
—¿Es por el muchacho?
Gutier sonrió, aliviado en parte por la perspicacia de su amigo.
—Sí, es por el muchacho —concedió el infanzón—. No sé… Pensé que una vez en el castillo podría quedarse como mozo de cuadras o en las cocinas, pero no importa las tareas que le encargue, en cuanto termina vuelve a mí como un cachorro obediente… No sé cómo deshacerme de él. Tiene demasiadas esperanzas puestas en mí…
El judío, que fingía estar ocupado recolocando su instrumental, percibió en el infanzón mucho más de lo que dejó entrever con sus siguientes palabras.
—Es un buen chico…
—Lo sé, lo sé…, y valiente —concedió Gutier antes de sobresaltarse—. ¡Si se lo hubiese permitido, se habría lanzado contra el campamento de los nórdicos sin más compañía que ese lobo suyo!…
—Ya solo le quedan sus hermanos… —repuso el hebreo afilando sus palabras con un deje interrogativo.
—Yo no quiero…, no puedo tener una responsabilidad más —dijo el infanzón bufando como un gato enfadado.
—Claro, claro —concedió el hebreo.
Siguió un silencio en el que el judío intuyó todo lo que su amigo no se atrevía a decir. Jesse conocía al infanzón, y sabía que para Gutier el muchacho alejaba la posibilidad de volver a la vida monacal una vez arreglada la última de las dotes que le quedaba por resolver. Pero también sabía que, a pesar de que el infanzón no desease admitirlo, entre el hombre y el chico se había establecido un vínculo de raíces profundas.
—Podríamos dejar las cosas como hasta ahora. Mi Déborah se rasgaría las vestiduras si me lo llevase, y ya no está acostumbrada a los niños, hace años que mis hijos buscaron su propio camino, además, ¿un cristiano viviendo bajo el techo de un judío? Tendríamos problemas… —Jesse escudriñó el rostro de su amigo intentando confirmar sus sospechas—. No es mozo de armas ni escudero, así que no se ha ganado el derecho a dormir en el salón común de la torre; tampoco con los infanzones y mercenarios. Por no hablar de que al conde no le gustaría descubrir que tiene una boca más que alimentar; porque supongo que no habéis pedido su venia, ¿verdad?… —No hizo falta que Gutier contestase—. Y no creo que queráis llevarlo a León y dejarlo a cargo de vuestra hermana pequeña.
»Sin embargo, podría quedarse aquí, así no habrá quien ponga objeciones. Si no tengo pacientes puede dormir en el camastro. Me servirá de ayudante, y si el conde o alguno de sus mayordomos preguntan, bastará con responder que está a mi cargo como aprendiz. —El hebreo disimuló lo mejor que pudo el haber percibido el alivio evidente del infanzón—. Además, le vendrá bien aprender algo de provecho. Y estoy seguro de que, si tanto desea desfogarse con las armas y la batalla, Weland estará encantado de completar su instrucción.