—¡Vamos! Moveos, vais a echar raíces —los instó Bjarni malhumorado.
Mientras descargaban los colmillos, tan lentamente como para dar tiempo a que llegase el recadero de Leif, Assur se preguntó cuál sería el nombre de la muchacha.
Para desesperación de Bjarni, no terminaron con el marfil hasta que recibieron el beneplácito del patrón de boca del Tuerto, que llegó preguntando por las viejas velas del Gnod, tal y como había sido acordado. Cuando acabaron, las nubes de lluvia que Tyrkir había anunciado con su dolor de huesos llegaban desde mar abierto dispuestas a vaciarse en las laderas del fiordo.
Aquella noche Assur pensó en algo más que en cómo plantearle a Leif sus deseos de convertirse en un simple granjero. Cuando despertó, todavía se preguntaba el nombre de aquella joven de exuberante melena rubia.
El otoño se acercaba y aquellos mansos aguaceros de gruesas gotas se habían vuelto habituales. Los días se iban empequeñeciendo poco a poco, pero seguían siendo tan largos como para que la cosecha pudiera recogerse sin prisa cuando la lluvia daba un descanso.
Como los dominios de Sigurd Barba de Hierro, el asentamiento groenlandés estaba al sur de Nidaros, y las noches nunca llegaban a ser tan largas como para que los días fueran poco más que un ocaso penumbroso en el que, bajo la luz del sol de mediodía, un hombre solo tuviera tiempo para recorrer unas pocas millas.
Y, pese a la amenaza de las largas noches en que los escaldos tenían tiempo para narrar sagas completas, Assur había sido paciente al elegir el lugar en el que pensaba comenzar una nueva vida. Era una decisión demasiado importante como para dejarse llevar por las prisas.
Coronada por un cabo de oscura rocalla, a algo menos de medio día de marcha desde la colonia, había una península de suaves pendientes cubiertas de hierba verde, rodeada de los recovecos replegados de la cabecera del Eiriksfjord. Era una franja irregular de tierra fértil, lamida por las aguas del laberinto formado por los canales de agua de la bahía, que entreveraban aquellas costas a la sombra de los hielos eternos del interior de Groenland. Era obvio que no había llamado la atención de los colonos porque, hasta ese momento, en los alrededores de Brattahlid, siguiendo la misma ribera de la propia hacienda de Eirik el Rojo, había lugares más que apropiados para instalarse. Pero Assur buscaba algo especial, y aquel rincón, separado del asentamiento por una loma redondeada, lo era. Estaba al resguardo de los vientos predominantes y, aun aislado, lo suficientemente cerca del resto de groenlandeses como para verse inmerso en la vida de la colonia siempre que lo desease.
En un repecho tocado de arbustos había una pequeña meseta que se extendía irregularmente por más de doscientos pasos de ancho y unos trescientos de largo, y a un costado había un arroyuelo con una represa natural que bajaba lleno y turbio, asegurando una fuente cómoda y cercana. Era el lugar perfecto para plantar los postes de su casa. Tendría espacio para añadir un corral, un establo, un almacén, y si las cosas iban bien, su propia forja, y si encontraba piedra que aguantase bien el calor, incluso podría hacerse un horno como el que madre había usado para el pan. Y un huerto. Assur había pensado en todo.
Si trabajaba duro, aunque tuviese que hacerlo solo, el verano siguiente tendría tiempo para cavar los cimientos y sellarlos a la espera de que las mareas o el propio Leif trajesen maderos apropiados; en un año podría alzar la estructura y cubrir al menos un tercio. Si no se concedía descanso, aun teniendo que viajar al norte para poder cumplir con Leif, antes de tres inviernos podría tener un techo propio bajo el que dormir.
Ahora, habiendo meditado pacientemente sobre cada aspecto de todo aquel asunto, solo necesitaba plantearle a Leif su idea. Una vez sincerado, ya solo podía esperar que el patrón le permitiese materializar sus propósitos sin ponerle impedimentos.
Assur miró una vez más las aguas que batían en aquellas rocas que serían el linde de su hacienda si las cosas salían bien, suspiró y se puso en marcha. El sol ya despuntaba, y necesitaría lo que quedaba de jornada para llegar a tiempo. En esa velada, como colofón al anuncio formal hecho en la asamblea, Eirik ofrecería una gran comilona, un festejo en el que se celebrarían los logros de su hijo, y en el que Leif pretendía anunciar sus planes para el año siguiente. Además, con un gesto que a Assur se le antojaba noble y propio, Leif pensaba pedirle a su padre que le acompañase a bordo del Gnod para descubrir aquellas nuevas tierras que aguardaban en poniente. Assur llevaba el tiempo suficiente en Brattahlid como para saber que Eirik añoraba la gloria de sus años pasados, y el hispano sabía que Leif deseaba fervientemente brindarle a su padre una oportunidad más de aparecer en los versos de las sagas.
Assur seguía sin acostumbrarse a los excesos de alcohol y comida con los que los normandos solían disiparse tan a menudo. Y ahora que había dejado atrás sus tiempos más oscuros, en los que el
jolaol
despachado en las tabernas de Nidaros se convirtió en su único consuelo, el hispano tendía a evitar las bebidas fuertes, consciente de que cuando se embriagaba tan solo conseguía agriar su carácter y terminar enredado en reyertas y peleas. Sin embargo, para los normandos, pantagruélicos menús e ingentes cantidades de hidromiel y cerveza parecían estar siempre dispuestos con cualquier excusa; lo que no dejaba de asombrar a Assur, aun comprendiendo que las largas noches invernales necesitaban de entretenimientos.
Toda la colonia del Eiriksfjord estaba en Brattahlid, desde los más influyentes terratenientes hasta los más modestos artesanos. Todos compartían las jarras de las bodegas de Eirik y daban buena cuenta de los corderos que se asaban en el hogar de la
skali
, bajo la atenta mirada anfitriona de Thojdhild.
Aunque todavía quedaban piezas enteras sin trinchar al calor de las llamas, Clom ya arrastraba su pobre nórdico mientras contaba, a los que querían escucharlo, cómo sus hermanos en Cristo se dejaban ir a la deriva por las aguas del océano en pequeñas embarcaciones, dispuestos a asentarse como ermitaños y mensajeros del Señor allá donde la providencia tuviera a bien vararlos. El pobre infeliz ni siquiera se daba cuenta de que, lo que para él era un elogiable acto de fe, para los pocos que lo escuchaban era una locura motivo de chanza.
Al otro lado del gran hogar, el Tuerto presumía de sus capacidades amatorias gritando a voz en cuello las virtudes de lo que le colgaba entre las piernas. Tyrkir, más mesurado, se masajeaba las manos con aire taciturno, echándole, de vez en cuando, comedidos bocados a un costillar dorado y crujiente que había sido aromatizado con miel, romero y especias traídas desde Miklagard como la llamativa copa de cristal tallado en la que Eirik bebía una ración tras otra de licor. Hasta había vino importado de Frisia, y extraños frutos con cáscara cuya carne tenía el color de la hierba, llegados desde la misma Bagdad como parte del pago de la última partida de esclavos que había vendido uno de los hijos de Eirik, más aficionado a las expediciones de saqueo que a las exploraciones de rutas desconocidas.
El propio Rojo vestía con galas de seda compradas en Oriente y las llevaba abrochadas con botones de hilo de la mejor plata de los escotos; su capa, digna de un
konungar
, se sujetaba con una enorme fíbula anular rematada con bolas labradas en forma de cardo. Y todos podían ver que Eirik el Rojo parecía dispuesto a echar el resto aquella velada. Tanta ostentación y semejante homenaje a la gula servían para demostrar su posición como líder de la peculiar comunidad, asentando sus últimas decisiones tras el
thing
y, de paso, enseñando a todos cómo un padre orgulloso presumía de los logros de su vástago.
Assur fue tan cortés como su natural tendencia a la soledad le permitió, y repartió escuetos saludos a todos los presentes a los que reconoció. En medio de aquella turbamulta donde se formulaban preguntas vanas y se oían promesas de borracho, el hispano también tuvo tiempo de fijarse en la joven de los dulces ojos a la que suponía sobrina de Bjarni. La muchacha acompañaba al viejo con expresión seria, sirviéndole a medias de lazarillo y a medias de andas; lo ayudaba a mantener el cuerno lleno y la boca ocupada.
En un momento en el que la joven fue reclamada por la
husfreya
, Assur vio cómo el vejestorio caminaba hacia Starkard, probablemente el hombre más poderoso y rico de la colonia después del mismo Eirik. Por los tambaleos se adivinaba que Bjarni, acostumbrado a aguar sus propios caldos por tacañería, había bebido ya más de lo que le correspondía. Después de unas pocas palabras resultó obvio que el arrugado marino se sintió incómodo por algo que Assur no pudo interpretar; un momento después, el viejo parecía discutir airadamente con Starkard.
Al lado de las brasas del hogar, cerca de la comida que se rustía al amor del fuego, Halfdan contaba alguna bravuconería con gestos exagerados haciendo que los de su alrededor lo mirasen con ojos escépticos.
Leif hablaba con uno de sus hermanos, ambos estaban sentados al pie del gran sitial de Eirik compartiendo raciones moderadas, y Assur, saciado su escaso apetito con unos bocados de paletilla, se dispuso a esperar el momento oportuno pacientemente.
El estirado Bram, que era un glotón confeso sobre el que nadie era capaz de imaginar dónde escondía las enormes cantidades de comida que ingería, estaba entretenido rebañando los huesos de un cordero que había despachado él solo.
El
godi
de Brattahlid, un same no muy distinto al que Assur había conocido en los terrenos de Barba de Hierro, mordisqueaba con deleite una pieza de carne mientras escuchaba a dos marinos hablar de las grandes ballenas de mejillas blancas y lomo negro que podían destrozar a un hombre caído por la borda.
Víkar, el hijo del influyente Starkard, se acercó a saludar; desde una mañana en que se habían hecho unos juegos de arco, Assur y él habían hecho cierta amistad al resultar los dos mejores tiradores de todo el Eiriksfjord. A Assur le gustaba, era un tipo afable y de buen talante al que no le agradaba la charlatanería, y con el que no le hubiera importado entablar conversación. Pero la discusión entre Bjarni y Starkard parecía haber cobrado aire y amenazaba con arruinar la fiesta, así que Víkar se apresuró a despedirse para ir a mediar entre su padre y el viejo marino retirado.
Para el gusto de Assur, la noche estaba discurriendo con demasiada lentitud.
Los que eran capaces de andar se marcharon tarde, unos pocos seguían brindando y contándose antiguas batallas, pero la mayor parte de los presentes roncaba ruidosamente en los bancos de los laterales de la gran
skali
de Eirik.
Justo cuando Assur empezaba a pensar en que su oportunidad para hablar con Leif había llegado, Bjarni se acercó. El viejo, que parecía haber bebido suficiente como para olvidarse de que necesitaba su bastón, caminaba hacia él con los ojos encendidos.
—Le he echado un buen vistazo a esos colmillos de morsa que trajiste, sureño —anunció sin siquiera saludar antes—. Los he mirado con atención, uno por uno… —A Assur no le costó imaginar al rancio avaro pasando una y otra vez sus dedos arrugados por el marfil—. ¡Y estoy descontento! ¡Muy descontento! —cacareó Bjarni de pronto sorprendiendo a todos a su alrededor—. ¡Rayados y sucios! ¡Y en las costas de poniente haréis una fortuna!, ¡y todo gracias a mí! ¡No ha sido un trato justo!
Assur, pasmado, lo miró detenidamente e intentó calmarlo alzando las manos y animándolo a callar antes de llamar demasiado la atención. El trato había sido más que justo, pero parecía que la retorcida tacañería del viejo había encontrado una vía de escape gracias al alcohol.
Algunos cuernos de hidromiel cayeron de manos sorprendidas, pero tras el estupor inicial, la mayoría pasó por alto las palabras del viejo, sin darles mayor importancia. Assur incluso pudo ver a Leif riendo abiertamente.
—Serán solo unos pocos… —intentó decir el hispano.
—Demasiados muchos son pocos —dijo atropelladamente Bjarni, que se detuvo de pronto al darse cuenta de que su lengua y su cabeza no habían llegado a coordinarse.
Las risotadas de Leif se oyeron por encima del murmullo creciente de los presentes suficientemente sobrios.
—Pocos colmillos… ¡No!, muchos… —volvió a insistir Bjarni con cara de desconcierto, como si le costase admitir que sus palabras no se correspondían con sus intenciones.
—¡Muchos! Demasiados, son los cuernos que te has echado al gaznate, ¡eso seguro! —gritó alguien animando la hilaridad general.
Algún borracho se despertó y exhortó a los que armaban jaleo para que se callasen.
Y Assur respiró aliviado al entrever que quizá la dura acusación quedaría en agua de borrajas. Todos parecían no haber concedido importancia a las palabras de Bjarni. Todos menos uno.
Para sorpresa de sus hijos, que reían dándose codazos, Eirik, probablemente también movido por su misma embriaguez, abandonaba a un lado su sobado peine y empezaba a levantarse de su sitial con el rostro contraído. El Rojo apartaba su capa echando mano al pomo de la enorme espada que llevaba al cinto.
—¡Voy a colgarte del umbral de esta casa con tus propias tripas! —rugió Eirik—. ¡Nadie se atreve a llamar a mi hijo estafador!
La joven de los ojos dulces, que hablaba en una esquina de la estancia central con Thojdhild y Víkar, se giró preocupada. En cuanto intuyó lo que sucedía, resultó obvio que se asustó. Salió corriendo hacia su tío antes de que la
husfreya
pudiera gritarle a su esposo que dejase tranquilo al viejo borracho; y Víkar, evidentemente incómodo, se giró para comentar algo con su padre, que se había acercado hasta donde Thojdhild hablaba con la sobrina de Bjarni y su hijo.
—Los colmillos… —volvió a trabarse Bjarni negando con su cabeza de blancos cabellos revueltos.
Assur se dio cuenta de que debía hacer algo antes de que el Rojo degollase allí mismo a Bjarni para castigar su impertinencia.
—Puede que sea así —dijo el hispano sin querer llevarle la contraria al viejo—. Pero el marfil sigue sumando el peso acordado con mi patrón…
Assur no pudo terminar la frase.
—¡Pedirás clemencia! —gritó Eirik enfuriado, interrumpiendo al arponero.
Leif se movía tras su padre intentando decirle algo. Tyrkir iba al encuentro de ambos desde el extremo opuesto.
Escoltada por una de las hijas del vejancón, la sobrina de Bjarni llegó hasta Assur y echó el brazo alrededor de los hombros caídos del viejo cegato. Ella miró al hispano con aire asustado y ojos muy abiertos.