—¿Qué pretende? ¿Ha intentado ya meter esa cabezota tuya en el río?
El navegante se dio cuenta de que Bram contenía la risa arrugando su enorme cara con esfuerzo.
—¿Acaso piensa bautizarnos a todos ahora mismo? ¿O es que espera que hinquemos las rodillas y nos pongamos a rezar? —preguntó Leif amoscado.
Bram no pudo más y liberó las carcajadas contenidas al tiempo que contestaba con palabras entrecortadas.
—No, lo que quiere es hidromiel… —dijo entre risotadas el timonel—. Se ha cansado pronto de nuestras preguntas y nos ha prometido gracia divina e indulgencias plenarias si le conseguimos una buena ración de
jolaol
… No sé qué demonios significa eso, pero me parece que ese gordinflón vendería a su madre por una jarra de cerveza…
Leif, sorprendido por la revelación, no supo qué contestar y, simplemente, miró con incredulidad hacia el orondo fraile, que seguía hablando con Tyrkir unos pasos más atrás.
—Será mejor que cuando lleguemos a Brattahlid pongas sobre aviso a tu padre —añadió el timonel entre bufidos de risa contenida—, o guarda bajo llave todos sus barriles, o ese desgraciado bien parece capaz de bebérselos. Incluso ha preguntado si creíamos que le pagarías con algo lujoso, como algún vino traído del sur —aclaró Bram con una carcajada ronca.
El patrón superó el asombro uniéndose a las risas de su timonel y, reavivando su buen humor, dejó atrás los significados por descubrir del conciliábulo que había mantenido con su nuevo tripulante.
—¡Por todos los monstruos del
Hel
! —bramó Leif con rostro sonriente—. Pues démosle de beber a ese borrachín… Y de paso bebamos nosotros también, hay que celebrar que seguimos teniendo la cabeza sobre los hombros, quizá quiera bautizarnos con
jolaol
…
Y una vez más en aquel invierno, la tripulación del Mora luchó contra la larga noche con ayuda de hidromiel y cerveza. Todos se dejaron llevar por el ánimo juerguista de su patrón, que les prometió un glorioso regreso a Groenland, donde serían recibidos como héroes y recordados por los escaldos.
Clom el monje se unió como uno más y Leif se contentó porque el enviado del
konungar
resultaba más o menos llevadero. Le fue fácil simpatizar con el religioso, capaz de beber tanto como el Tuerto y de roncar con más estruendo que el propio Bram. Por lo que pudo averiguar, el monje estaba exultante, contento de librarse de los extremismos y las actitudes radicales del monarca.
—Puedes imaginarlo —le había dicho Clom al navegante con las palabras trabadas por la embriaguez—, no nos permite beber vino. Olav ha guardado todas las reservas y solo nos deja usarlo para celebrar misa —había dicho el monje con asombro evidente, como si hubiera recibido la noticia de que el infierno se había congelado—. Y digo yo, ¿por qué?, ¿acaso no ha repartido el Señor su mies en la tierra para que los hombres justos la disfruten, no hizo llover su maná para saciar a los hambrientos?…
Leif sospechaba más bien que Olav guardaba el vino para sí mismo o para comerciar con él, allí en el norte las vides se morían en los fríos inviernos y los caldos eran un bien escaso y caro que tenía que ser importado.
Assur, integrado como uno más, disfrutó de la velada con mesura; Leif no había compartido con nadie el pasado de su nuevo tripulante, no consideró que aquella historia, o la vida como
thrall
de Ulfr, fuese de la incumbencia del resto de sus hombres. Además, no había necesidad de arriesgarse a que una lengua demasiado suelta por el hidromiel pudiera ponerlo en peligro de ser apresado.
El arponero de extravagante acento, apadrinado por el patrón, había sido recibido en la hermandad como uno más. Pero en aquella celebración Assur bebió con moderación, compartió todas las chanzas y bromas, incluso se avino a contar él mismo la historia de su lanzamiento a ochenta yardas al tiempo que la tripulación lo jaleaba, encantada de que un hombre con un brazo como aquel fuera ahora uno de ellos. Sin embargo, cuando el alcohol y las mujeres empezaron a tumbar a los hombres, él salió para caminar hasta uno de los pantalanes y mirar al cielo. Ahora tenía una esperanza plausible.
En aquella ventisca de inviernos atrás Assur había perdido mucho más que la orientación. Cuando se dio cuenta de que la cinta de lino de Ilduara se había desprendido de su muñeca, la buscó durante horas, helándose en la nieve que arreciaba y condenando a la congelación a sus pies húmedos, pero no la había encontrado, y atados a aquel trozo de tela ajado habían quedado sus anhelos, haciendo hueco para la desesperanza. Pero ahora, tenía una ilusión nueva, una razón para seguir adelante. Unido a la tripulación del Mora había una posibilidad de redención para dejar atrás los excesos, y olvidar el miedo encontrado en las olas provocadas por los coletazos de las ballenas, o la incertidumbre ante las grandes huellas de oso que cambiaban de dirección bruscamente justo cuando el viento rolaba y dejaba al rastreador al descubierto.
Acariciando su muñeca, como si la cinta de su hermana siguiera estando allí, Assur contempló las aguas del fiordo librándose de gran parte de la melancolía que se había apegado a él en los últimos tiempos.
Leif deseaba llegar a Groenland antes de que el verano mediase, a tiempo para presentarse en el
thing
, cuando, bajo el auspicio de su padre, Eirik el Rojo, todos los hacendados y hombres libres de la nueva colonia se reunían en asamblea para dirimir los pleitos del año, convocar nuevas demandas y, como era lógico, extender con rumores grandilocuentes las nuevas de la temporada, entre las que el navegante esperaba que destacase el logro de su travesía, primera de las hazañas que le granjearía un lugar en la memoria de las sagas que se narrarían en el futuro; además, sería un buen momento para que su padre filtrase entre los más influyentes del joven asentamiento las presiones del
konungar
Olav.
Sin embargo, los rebeldes vientos no favorecían a los viajeros. El Mora y los demás barcos estaban atrapados en el fiordo de Nidaros esperando que la brisa rolase para abrir aguas hacia el oeste y el sur, o, como en el caso de la tripulación de Leif Eiriksson, hasta allende del océano conocido, a las
tierras verdes
.
Pronto llegarían los salmones para remontar los ríos en busca de las aguas claras de los pequeños afluentes en los que frezarían. El brezo y los matorrales florecían, y muchas de las aves migratorias habían cubierto ya sus buenas millas desde el sur para aprovechar la bonanza del estío y sacar adelante a sus polluelos. Y, lo más importante para marinos y mercaderes, los largos días acompañados de buen tiempo permitían osar con aventurarse en el peligroso mar del Norte sin miedo a que las furias de Njörd terminasen por enviarlos al fondo del océano.
Esperando el cambio del viento, el Mora presumía de su porte entre los otros mercantes; había sido remozado y remendado, la bolsa de Leif había pagado la mejor grasa de foca para calafatear las juntas de su tingladillo y ahuyentar a los teredos, la regala había sido cepillada con mimo y las piedras de lastre, viejas y cubiertas de verdín, sustituidas por pesadas lajas nuevas y limpias. El navío destacaba entre los demás barcos. Assur ya había aprendido a amarlo como todo marinero debe querer a su nave. Era un barco orgulloso. El codaste y la roda eran altos, labrados por manos hábiles, y elevaban la obra muerta haciendo sitio para alojar gran cantidad de carga; era más pesado y de mayor manga que los afilados barcos de guerra que tanto tiempo atrás habían atacado en Adóbrica, aquellos a los que los nórdicos llamaban dragones eran navíos tirados de larga eslora que podían convertirse en el terror de cualquier ribereño, pero que no servían para comerciar, y Assur comprendía perfectamente a Leif cuando en las noches de taberna argüía que era una pena verlo así, quieto, casi impaciente por surcar las olas.
De toda la tripulación, el único capaz de sacar ventaja de la inactividad era Tyrkir, obsesionado como siempre por velar a favor de los intereses de su patrón. El retraso le había permitido al Sureño arreglar a última hora un fantástico trato de esponjas de hierro con un mercader desesperado por las deudas de las apuestas. Y, como los herreros de la colonia se mostraban siempre impacientes por recibir materia prima de calidad, esperaba obtener del mineral en bruto unos buenos beneficios a costa de las fraguas de Groenland. Sin embargo, Leif, aun cuando era el destinatario del mayor porcentaje de tales ganancias, no estaba tan complacido con los posibles acuerdos como lo estaba el Sureño.
—Como sigamos así, nos van a salir raíces en los pies, y en lugar de pelo nos brotarán verdes hojas de las orejas —chistó Leif en falsete a la vez que le revolvía las greñas al aprendiz del carpintero que había reparado el Mora.
El muchacho se había acercado una vez más para pedir ser aceptado como grumete a bordo del barco de Leif y el patrón, una vez más, le había prometido con una radiante sonrisa que lo enrolaría en el siguiente viaje, cuando tuviese hombros para remar como era debido, ofrecimiento que parecía servir para contentar al zagal una mañana más, especialmente cuando Leif añadía algún chascarrillo sobre la gloria y la riqueza que podían lograr los navegantes osados.
—Tampoco hay prisa —aventuró Bram, que en los últimos días se había enamoriscado de una muchacha de torso generoso y estaba empezando a cogerle el gusto al retraso—. Hay tiempo…
Assur, que miraba con ternura como el chicuelo se alejaba con aires soñadores, negó con la cabeza antes de hablar a su vez.
—Si esperamos mucho más, podemos encontrarnos con los hielos que derivan desde el norte —dijo el hispano—, los he visto al seguir las ballenas…
No hizo falta que Assur completase la frase, todos sabían lo que aquellas enormes moles blancas podía hacerle al
knörr
más robusto y Leif, que aun hastiado no perdía su buen humor, quiso cambiar el tono de la conversación.
—Podríamos decirle a Bram que agitase esos brazos tan largos que tiene, si lo hace con fuerza a lo mejor echa a volar, así podría buscar el viento, como lo hacen los charranes —dijo el patrón señalando unos cuantos pájaros que se alejaban de la costa.
—Puede que lo consiga si se tira suficientes pedos —apuntilló el Tuerto con una carcajada que todos menos Leif acompañaron.
Assur se dio cuenta de que su patrón parecía rumiar alguna idea para averiguar si tenía provecho que sacarle.
—¿Y por qué no? —preguntó Leif sin dirigirse a nadie en particular, todavía mirando a los charranes—. Ellos tienen la brisa en contra, como nosotros, pero se alejan igualmente de la costa, quizá unas millas mar adentro el viento sea distinto…
Y una pagaza alzó el vuelo desde un peñasco como si Odín le hubiese ordenado al animal darle la razón al aventurero.
Cuando otros los vieron partir, se cruzaron apuestas respecto a cuándo volverían los del Mora al interior del fiordo, a base de remos, cansados y arrepentidos. Todos los demás capitanes pensaron que era una más de las locuras de aquel joven patrón que parecía no conocer los secretos del océano. Pero Leif llevaba pisando cubiertas desde que, siendo un niño, se vio obligado a seguir a su padre en el exilio, había visto cabecear sus barcos por culpa del peso de las grandes velas que se empapaban de agua en las tormentas y cuyas urdimbres se destensaban amenazando con volverse un hato de jirones, había cruzado las triples olas sobre las que se relataban leyendas espeluznantes, y para sus tripulantes su palabra era ley, ya que tenían fe ciega en su patrón.
Y Leif no se equivocó, unas millas mar adentro encontraron vientos favorables en los que aquellos charranes y pagazas se mecían preparándose para pescar. Y las bancadas de remeros recibieron aquella brisa que levantaba espumillones con entusiasmo desgastado por el esfuerzo, todo había resultado tal y como el hijo de Eirik el Rojo había predicho.
—Ahora iremos al norte, hay que recuperar el retraso.
Bram pasó las órdenes y Assur no necesitó explicaciones, para avanzar hacia el oeste los mejores vientos solían encontrarse cerca de los peligrosos hielos boreales, bordeando el mar de Dumb, pero si había suerte, la travesía podía acortarse unos días.
—En menos de una semana podremos bordear Iceland, luego seguiremos al oeste, hasta Groenland —concluyó el patrón con una sonrisa.
El hispano descubrió con respeto cómo la férrea disciplina del barco se mantenía gracias a un cambio evidente en el patrón y los tripulantes, Leif era el primero en levantar un cuerno de cerveza cuando estaban en tierra, pero, una vez embarcado, se convertía en un patrón serio y meditabundo empeñado en percibir hasta la última astilla de la tablazón del Mora a través de las plantas de sus pies.
Los marineros remaban, achicaban, encordaban la garrucha, acomodaban la vela y, con ayuda de los vientos que Leif había encontrado, hacían que el Mora ganase millas trabajando bajo la férrea disciplina impuesta por su patrón sin una sola queja o protesta. Formaban una tripulación bien avenida, engrasada como las pieles con las que se cubrían para el frío, y Assur, bajo el patronazgo de Leif, pudo sentirse uno más desde el mismo instante en que comenzaron a bogar.
La noche del día en el que distinguieron por primera vez el resplandor de las blancas cumbres de las montañas de la
isla de hielo
, el veterano Tyrkir se acercó hasta Assur, que tenía el turno de achique y vaciaba el cubo por la borda. Algunos ya dormían apretujados en el escaso espacio de la nave y unos pocos jugaban al tablero entre susurros; Leif, acomodado en la proa, miraba las estrellas. El
knörr
avanzaba espoleado por vientos favorables que henchían el pujamen de la vela, y los hombres, libres de la prisión de los remos, estaban descansados.
—No es lo mismo que esas barquichuelas en las que dabais caza a los rorcuales, ¿verdad? —inquirió el Sureño con medio mohín colgado de su rostro curtido y arrugado.
Assur solo asintió. Quizá porque el propio Leif así lo había ordenado, muchos de los hombres se habían acercado a hablar con él, y supuso que Tyrkir también tenía algo que decirle respecto a su ingreso en la hermandad del Mora.
—Dicen que Grettir el Fuerte llevaba en su barco de diez remos un enorme toro, lo había comprado para ser el semental que cubriría toda su ganadería, era un animal excepcional, de pelambre dura como alambre de cobre y robusto como una montaña.
Aprovechando la pausa, el veterano marino miró con intensidad al hispano, como para asegurarse de que sus palabras calaban en el arponero como era debido.