Leif dudaba y el rey esperaba cuando, sorprendiendo a todos, Ulfr se adelantó y habló por primera vez.
—Mi señor —dijo el arponero con voz solemne—, todos los tripulantes del Mora sabemos que Jesucristo es nuestro Señor y salvador, y todos hemos sido instados por nuestro patrón a convertirnos a la fe verdadera que, con tanta sabiduría y magnanimidad, vuestra excelencia promulga. —Tyrkir y Bram miraron embobados al ballenero, a Leif se le escapó media sonrisa—. Sin embargo, los quehaceres del invierno son casi tantos como los de la propia navegación y, desafortunadamente, no todos hemos podido ser bañados en el agua bendita, como san Juan hizo con nuestro Señor.
Leif no lograba entender cómo mojarse la cabeza iba a cambiar las creencias de nadie, no tenía ni la más remota idea de quién era el tal Juan y no comprendía por qué su nuevo tripulante parecía saber tanto de la religión del crucificado. Pero se dio cuenta de que el fraile asentía comprensivamente al tiempo que Olav parecía relajar la expresión.
—Porque, tal y como nos ha iluminado la sabiduría de nuestro bienhallado monarca, la fe cristiana es la única cierta, y todas las viejas costumbres deben ser olvidadas —continuó Ulfr, que consiguió un gesto complacido del
konungar-
. Yo he recibido ya el sacramento del bautismo invocando a la Santísima Trinidad, y mi alma puede esperar la redención, libre ya del pecado original. Y estoy seguro de que antes de que la primavera marque nuestra partida a Groenland todos los demás tripulantes del Mora recibirán, como yo, las santas aguas del bautismo cristiano.
Aunque complacido, el monarca parecía tener sus dudas y Leif se dio cuenta de que, tras una pausa en la que parecía calibrar las reacciones del
konungar
, Ulfr mantenía el juego vivo mientras seguía hablando con su extraño acento.
—Además, con la venia de nuestro rey, estoy seguro de que será un honor para nuestro patrón Leif, hijo de Eirik, hijo de Thorvald, llevar a través de esta nueva ruta abierta la palabra del Señor hasta las paganas tierras de Groenland, para brindarles a los colonos la posibilidad de redimirse de sus descreídas vidas impías y adorar al único Dios verdadero; así como al único rey cristiano del
paso del norte
.
Leif no pudo evitar que los labios se le abrieran en una radiante sonrisa ante el inteligente ofrecimiento del arponero. A él semejante promesa de servir de mensajero del monarca y su nueva fe le venía a traer sin cuidado, de hecho, como en los últimos tiempos, lo único que preocupaba a Leif eran los confines del mundo conocido de los que Bjarni le había hablado siendo niño. Sin embargo, si eso evitaba que terminasen decapitados por no haberse bautizado, Leif estaba dispuesto a llevarse en el Mora a todos los obispos de la nueva Iglesia que Olav fuese capaz de encontrar.
Tyrkir miraba a todos lados buscando una salida, con su natural pesimismo ya asumía que tendrían que salir de allí por las bravas si querían evitar ser degollados por haber pretendido compartir los intereses cristianos del
konungar
. Y es que Olav no parecía convencido.
Después de unos instantes de tenso silencio, el rey llamó a su lado al monje y le dijo algo que Leif no entendió. El religioso carraspeó y empezó a hablar con voz engolada en el idioma dulzón de la Iglesia del crucificado.
—
Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum. Veniat regnum tuum…
A Leif le pareció que el monje se había detenido a medias en algún cántico sagrado, y era evidente que esperaba de ellos que respondieran de algún modo, pero no tenía ni idea de lo que se esperaba que dijese, aunque el apremio severo de los ojos del
konungar
le dejó bien claro que más le valía encontrar las palabras adecuadas. El arponero lo resolvió salvando la situación de nuevo.
Ulfr dio otro paso al frente y habló.
—…
Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum supersubstantialem da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra…
Ulfr hablaba en aquel mismo idioma acompasando el canturreo sincopado con el que el monje recitaba; y Olav, más relajado, asentía a medida que se completaban los ruegos de la oración.
Tanto Bram como Tyrkir, así como su patrón, se quedaron anonadados al oír aquel rezo surgir de labios del hosco arponero, pero todos supieron agradecer aquella suerte. Además, Leif reaccionó rápidamente uniéndose a la promesa hecha por Ulfr.
—Toda la tripulación del Mora será bautizada antes de partir hacia Groenland —se apresuró a decir, y valoró la posibilidad de ofrecer una donación para el templo del
konungar-
. Y yo mismo me encargaré de que en los asentamientos de aquellas
tierras verdes
se sepa de la buena nueva de la subida al trono de Olav, hijo de Tryggva, así como de predicar la fe del crucificado —concluyó razonando que eso le haría más gracia al gobernante.
Tyrkir afirmó silenciosamente, inclinando la cabeza hacia su patrón al percatarse de que hacía alusión a las noticias sobre el nuevo rey. El contramaestre tenía años suficientes para saber que muchos gobernantes no desean oro y joyas, sino simple zalamería.
—Así lo espero —dijo el
konungar
mirando fijamente al grupo de los navegantes—, así lo espero. Y Dios provee generosamente para ello —continuó Olav haciendo un gesto al monje para que se adelantara—. Este es Clom, un escota de la isla de Erin, la de los reinos tuathas; un ministro ordenado de la Santa Iglesia que os acompañará en vuestro regreso a Groenland y os ayudará a llevar la buena nueva.
—Y a predicar la palabra de Dios para lograr la conversión de esos colonos paganos —dijo el monje apuntillando las palabras del monarca con un estrambótico acento que despellejaba su nórdico mal aprendido.
En esta ocasión fue Ulfr el que detuvo las protestas de Bram con un gesto seco.
—Tal y como sea ordenado —concedió Leif con tono complaciente—. Será un honor llevar hasta Groenland la voluntad del trono —otorgó el navegante sabiendo que aquello solamente tenía la verdadera intención de que en las colonias se reconociese al nuevo gobernante.
Hubo algunas promesas más y algo de charla banal en la que, habiéndose asegurado las lealtades de los navegantes, el
konungar
parecía dispuesto a alardear de los logros de su reinado; especialmente haciendo notar los grandilocuentes planes que tenía para el nuevo templo en honor del crucificado que se estaba erigiendo en Nidaros.
Cuando salieron al fin del gran salón de Olav, Leif le ordenó en voz baja al larguirucho Bram que entretuviera al monje. Había algo de lo que deseaba hablar con Ulfr.
Así, mientras Bram y Tyrkir acosaban al religioso con preguntas sobre la
stavkirke
que se construía, Leif tomó el codo de Ulfr y lo obligó a adelantarse a los otros tres. Y, al tiempo que caminaban hacia la taberna que se había convertido ya en los barracones oficiosos de la tripulación del Mora, Leif sació su curiosidad.
—Tú no eres un sviar, ¿verdad? —inquirió el patrón con una sonrisa amigable.
Ulfr giró el rostro hacia Leif, pero no contestó.
—Vamos, no te apures —insistió el navegante con efusión—, a mí me da igual, como si eres franco o uno de los eunucos que los muslimes usan para guardar sus harenes. Con un brazo como el tuyo y después de haberme salvado el pellejo ahí dentro —continuó señalando con un ademán distraído hacia sus espaldas—, por mí como si me dices que eres otro de esos monjes borrachos venidos de Erin. Pero tengo curiosidad, ¿quién eres?
Ulfr tampoco contestó y Leif, componiendo un gesto serio, se detuvo antes de hablar de nuevo.
—Escucha, eres uno de mis hombres, has jurado lealtad, y yo espero de mis tripulantes tanto como yo estoy dispuesto a ofrecer. Si tienes secretos, estarán a salvo conmigo. Es solo que has despertado mi curiosidad… Además, gracias a ti —dijo volviendo a su habitual sonrisa afable—, sigo teniendo la cabeza sobre los hombros, cuéntame tu historia y luego iremos a emborracharnos, prometo pagarte tanto hidromiel como puedas beber… y un par de mujeres que te calienten por la noche.
Leif se dio cuenta de que fue más la seriedad con la que había hecho su planteamiento, que la promesa de una juerga, lo que desató la lengua del arponero.
—Era el
Pater Noster
de San Jerónimo, la versión de la vulgata, tal y como lo aprendí de niño… —dijo el ballenero, que parecía perdido en sus recuerdos.
Leif calló dándole tiempo al otro a buscar las palabras. Su historia y la de su familia eran oscuras, su abuelo primero y su padre después habían sido exiliados. Leif sabía que el pasado de un hombre puede ser una losa de la que es fácil arrepentirse, pero con la que es difícil cargar, y también sabía que en el alma de un hombre podía haber penalidades difíciles de exhortar.
—Por un momento temí no recordarlo…
Tyrkir y Bram vociferaban exclamaciones de asombro mientras Clom les relataba la pasión de Jesucristo.
—No, no soy un sviar —dijo al fin el arponero—. Mi nombre es Assur, Assur Ribadulla, y soy hispano, del lugar que vosotros llamáis Jacobsland; llegué aquí como esclavo…
Mientras caminaban Assur habló y Leif escuchó, entendiendo por fin el curioso acento y las extrañezas del arponero. Entre aquellas palabras sueltas de las que Ulfr se desprendía con desgana el navegante vislumbró al hombre detrás de aquel rostro cuadrado de ojos tristes y profundos, y supo que los hilos que tejían las
nornas
para cada uno de ellos se enlazaban en una urdimbre común.
—… De la esclavitud pasé a la indigencia. Llegué aquí como un
ùmagi
, sin nada, solo hambre y llagas —dijo el hispano acariciándose la cicatriz que le afeaba la palma—, un desgarrón en la mano y los dos dedos menores del pie izquierdo negros y congelados… Luego supe que aquel fue uno de los inviernos más duros que se recuerdan, y aquella tormenta una de las peores, aún se habla de ella…
La tarde del corto día llegaba a su fin con el sol tendido sobre la boca del fiordo en uno de aquellos ocasos del norte que parecían eternos. Assur miró al horizonte con melancolía y Leif aguardó.
—… Los dedos hubo que amputarlos y en cuanto a mi mano, yo no conocía el frío, aún no sabía lo que debía y no debía hacer, la hoja de mi cuchillo se heló y yo tiré sin más…
Leif había visto a un carpintero descuidado con el labio deforme por culpa de un incidente similar cuando era un aprendiz y todavía tenía por costumbre sujetar los clavos entre los dientes. Y había visto a sus hombres pelearse con los carámbanos de hielo que sobrecargaban el Mora colgando de la regala y las bancadas. Él conocía el demoledor trabajo del frío, el hielo y la nieve en su barco y en sus tripulantes, cuando ni las pieles mejor engrasadas servían para evitar que la humedad del propio sudor se congelase aguijoneando el rostro. A Leif no le costó imaginar el calvario por el que aquel hombre había pasado para alcanzar Nidaros.
—Pero llegué, llegué hasta el puerto para descubrir que no tenía adónde ir ni medios. Un perro perdido sin más que hacer que lamerse las heridas… Me convertí en un pordiosero y, durante un tiempo, renqueando de un lado a otro, no hice otra cosa que intentar no morir de hambre… Cuando conseguía algo de plata me la bebía, así era más fácil no recordar…
Leif hubiera querido saber más, pero estimó que era mejor no preguntar. Los detalles del relato eran escasos, era evidente que el hombre que le hablaba prefería resguardarse en la parquedad del silencio que en la franqueza de las palabras.
—No hay mucho más que decir, los inviernos pasaron, unos malos, otros peores. Yo procuraba no llamar la atención, contestaba a las preguntas con evasivas y no hacía referencias a mi pasado. Que yo sepa, Sigurd Barba de Hierro no llegó a hacer correr la voz sobre mi huida —confesó Assur mirando al navegante a los ojos sin llegar a saber que el
jarl
nunca se había preocupado por el esclavo huido que había dado muerte a su vástago traidor—, pero preferí no asumir riesgos. De todos modos, creo que ha habido rumores cercanos a la verdad, aquí siempre me he encontrado con recelos…
›Finalmente, con el paso del tiempo, la historia del sviar, o la versión del sureño, calaron, aunque las cosas no se volvieron fáciles. Terminé haciendo lo que nadie más quería hacer, en el verano navegaba al norte para arponear ballenas, y en el invierno me colaba en los bosques para hacer de trampero.
El navegante sabía de lo que le hablaban. Había visto a hombres así internarse en la nieve con sus largos
skiths
en los pies, sin más que un arco y unos cuantos lazos, dispuestos a arriesgarse a ser sepultados por el desprendimiento de una morrena o a terminar enterrados bajo una avalancha de nieve, únicamente para hacerse con los pellejos de martas, linces o grandes osos blancos. Como en el caso de los arponeros, hacía falta una clase de hombres desesperadamente especiales para jugarse la vida así: pieles de animales capaces de despedazar a cualquiera de un zarpazo o carne de ballenas que, de vez en cuando, varaban por sí mismas en las playas. Ambos eran trabajos para locos o desesperados.
Había sido un relato monocorde, apagado e, indudablemente, triste. Para Leif aquella falta de emoción era la muestra palmaria de que aquel extraño hombre del sur deseaba dejar tras de sí recuerdos amargos, pero también que había muchos más que deseaba olvidar a cualquier precio. Leif tenía pendientes mil preguntas que la parquedad de Assur había dejado sin contestar, pero él sabía bien que había respuestas que era mejor no verse obligado a dar.
—Y lo del nombre, Ulfr, ¿de dónde viene? —preguntó esperando no tensar demasiado el cabo de un nudo incómodo, y se arrepintió al momento de no haber podido reprimir su curiosidad.
Assur miró al patrón a los ojos y Leif torció los labios en una sonrisa indecisa.
—Lobo, el lobo… Por nada, fue lo primero que se me ocurrió —mintió Assur recordando una vez más a Furco—. Por nada…
Leif se debatía sopesando qué más podía preguntar sin ofender al arponero cuando Bram se acercó dejando al monje con Tyrkir.
—Ese fraile empieza a caerme bien —dijo el timonel con tono enigmático—. Ya se ha cansado de nuestras preguntas, y nos exige que nos pongamos en marcha, dice que hay mucho que hacer y que ya es tarde…
El patrón lamentó una vez más la intromisión de aquel original alcahuete impuesto por el
konungar
. Deseaba continuar hablando con Assur, pero sabía bien que estaba obligado a atender al fraile, al menos, mientras permanecieran en Nidaros.