Assur (55 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

—El rey Olav, de la estirpe de Harald el de la Cabellera Hermosa, te reclama.

A Leif no se le escapó el tono burlón con el que el
húskarl
había hecho referencia al afamado y mítico antepasado del monarca, con la intención justa de infravalorar su propia alusión familiar.

—¡En marcha! —ordenó con vehemencia el otro guardia demostrando que tanto parloteo le venía trayendo sin cuidado.

Bram hizo el ademán de adelantarse, indignado porque alguien se atreviese a hablarle de modo tan irrespetuoso a su patrón, pero Leif lo detuvo con un gesto serio, deseaba evitar más problemas. El aventurero también tuvo tiempo de darse cuenta de que Ulfr se había desplazado a un lado con disimulo, preparado para rodear a los guardias, el arponero ya se acomodaba la capa para tener la derecha libre. Era evidente que su nuevo tripulante sabría cómo desenvolverse si hacía falta recurrir a la violencia. Pero Leif no quería problemas, sus preocupaciones estaban más allá del horizonte, en nuevas tierras y descubrimientos; y no quería actuar sin saber a qué atenerse; finalmente, el navegante y sus hombres siguieron a los enviados del monarca.

Por lo que había averiguado en los últimos tiempos, Leif sabía que el
konungar
era un déspota con el que no le convenía enemistarse. Olav Tryggvasson había llegado al trono gracias a un cúmulo de casualidades, pero su posición de poder era legítima y estaba avalada por un pueblo harto de los abusos del
jarl
Haakon. Además, se había visto respaldado por los nobles, hastiados de que el gobernante de facto prevaricara gracias a sus derechos adquiridos; los tripulantes del Mora habían oído, entre mofas, que una de las costumbres de Haakon había sido reclamar a las hijas de los nobles para devolverlas una semana o dos después, cansado de la novedad, y probablemente eso mismo había sido parte de su perdición, pues, sin el apoyo de los pudientes terratenientes, el vulgo no hubiera podido alzarse en el conato de rebelión que terminó trayendo al trono del
paso del norte
al muchacho que había tenido que huir en el pasado, perseguido por los asesinos de su padre.

Leif también había escuchado el relato de la azarosa vida de Olav, había lugareños de sobra a los que la promesa de una ración de hidromiel soltaba la lengua. El
konungar
había sido un niño obligado a escapar de los regicidas liderados por Harald Capa Gris, con el cadáver de su padre aún caliente, y el chico había terminado en un exilio desafortunado: tras un naufragio fue hecho prisionero y acabó como esclavo en la lejana Holmgård de los rus. Pero ahora, tras años de batallar y clamar venganza, había recobrado posesión del trono que le habían arrebatado al asesinar a su padre, y estaba dispuesto a convertirse, como tantos otros, en leyenda; y a hacerlo con mano dura. Entre una y otra ronda de los combates de caballos de unos días antes, un obeso comerciante de colmillos de morsa le había contado a Leif cómo el nuevo monarca había mandado decapitar por traidor al esclavo Kark, el mismo que le había servido la cabeza del
jarl
Haakon, sin mostrar un ápice de la magnanimidad que todos hubieran esperado hacia el hombre que le había dejado el camino a la corona expedito. Definitivamente, por lo que sabía de él, a Leif no le gustaba el
konungar
.

Además, parecía un extremista radical dispuesto a despellejar a todo el que no le siguiese la corriente, y había encontrado una excusa perfecta en la nueva fe que se prodigaba desde el sur. Converso recalcitrante, la religión del crucificado le había permitido a Olav reclamar sus derechos sobre las tierras de Viken, pretendidas por los de Danemark, y como el depuesto
jarl
había sido amante de las viejas tradiciones, el gusto por el Cristo Blanco le servía al
konungar
para discernir entre los que tenía de su parte y quienes seguían rezando a los dioses del Asgard, tal como había defendido el decapitado Haakon. Por lo que le habían contado, Leif sabía que el bautismo era una imposición ante la que el más mínimo titubeo podía significar una condena a muerte. Era obvio que, con el nuevo culto, el
konungar
se aseguraba de distinguir amigos de enemigos nostálgicos del anterior gobernante. Pero también le servía para establecer alianzas, incluso, por lo que parecía, Olav estaba empeñado en cristianizar las lejanas colonias y archipiélagos: un timonel achispado le había contado a Leif como en Orkneyjar ya había un puñado de sacerdotes acompañados por
húskarls
intentando limpiar las
islas de las focas
de cualquier vestigio de los viejos dioses.

Sin embargo, Leif descubrió pronto que la humildad y pobreza de las que, según le habían contado, hacían gala los servidores del Cristo Blanco, vestidos con andrajosas túnicas y dispuestos a pasar su vida rezando recluidos entre paredes de piedra, no eran asuntos por los que el
konungar
Olav se decantase. En una demostración de poder y riqueza, el rey los recibió en un enorme y recién estrenado gran salón lleno de lujos inimaginables. Rodeado de sus pretorianos, en medio de impresionantes columnas talladas y con tanto marfil y ámbar a su alcance como para comprar cien haciendas, los recibió Olav Tryggvasson sentado en su enorme trono labrado con motivos cristianos, como si aun habiendo aceptado la nueva religión, le costase desprenderse de los símbolos de poder de las antiguas creencias.

Pronto entendieron por qué algunos lo llamaban el Espeso, Olav era un hombre rotundo, lleno como un barril rebosante, casi tan ancho como alto y con brazos mucho más gruesos que las piernas del envejecido Tyrkir.

Como si su nombre no fuese suficiente para anunciar su posición, el rey iba vestido con exquisitas prendas entre las que se adivinaban sedas traídas desde Miklagard, y se cubría con una capa de impecable factura que llevaba bordados de hilo de oro y cuello de armiño. Hasta las esclavas que rondaban por el salón llevaban collares de abalorios de vidrio como si aquellos lujos estuviesen al alcance de cualquier hacendado.

El rey despachaba asuntos que parecían importantes con algunos de sus
lendennetz
haciendo esperar a los visitantes como si su tiempo fuese el único con valía.

Tyrkir permanecía serio y mudo, mirando inquisitivamente de un lado a otro como una liebre que hubiera encontrado un turón en su madriguera. Bram hacía intentos de entablar conversación susurrando por lo bajo incrédulos comentarios ante la grandeza que los rodeaba. Ulfr se había quedado un paso atrás y se comportaba como si nada de todo aquello tuviese la menor importancia, callado y tranquilo; Leif observó de reojo cómo, mostrándose previsor de nuevo, Ulfr solo había anunciado con voz queda los doce pasos que los separaban de los portalones entornados que les habían franqueado la entrada.

Leif, dudando de lo que se esperaba de él, se limitó a aguardar pacientemente a que el monarca se dignase a prestarle atención repasando una vez más sus correrías de los últimos tiempos para discernir si tenía motivos para temer haberse metido en un lío o no.

Al poco, desde la trasera del salón llegó un orondo calvorota de ojos enrojecidos que dio un traspié al rodear el entarimado en el que se elevaba el trono. Era evidente que era uno de los monjes de la isla de los tuathas, con su túnica roñosa de lana blanca y su cinto verde, aparentemente otro de aquellos iluminados que, con insaciable denuedo, se empeñaban en llevar las creencias del Cristo Blanco hasta todos los confines del mundo. Y Leif, sabedor de cómo su padre había despachado a unos cuantos de aquellos supuestos hombres de Dios a lo largo de más de una de sus aventuras de colonización, temió que una reclamación por los excesos de Eirik el Rojo con aquellos mensajeros del crucificado fuese el motivo de su presencia ante el
konungar
.

Antes de prestarle su atención al grupo de Leif, el rey departió unos instantes con el fraile y terminó por ladrarle un par de secas órdenes que el navegante no pudo entender, pero que le dejaron claro que Olav, aun convertido a la nueva religión, no esperaba recibir de los discípulos del crucificado otra cosa que obediencia.

—Cuentan que has llegado hasta aquí desde Groenland en una travesía sin escalas en las islas, ¿es así? —preguntó Olav de sopetón sin más preámbulos o presentaciones.

A Leif no le desagradó que el
konungar
se mostrase tan directo, le gustaban los hombres que se expresaban sin rodeos, pero no estaba seguro de cuáles serían las consecuencias de su respuesta. Tras sopesarlo decidió contestar del mismo modo: sin tapujos.

—Así es, sin escalas —dijo al fin sin poder imaginar las siguientes palabras del monarca.

Tyrkir, a espaldas de su patrón, asintió levemente, complacido por ver cómo el muchacho que había visto crecer se convertía ahora en un hombre capaz de llamar la atención de un rey.

—Sin duda es una hazaña, una nueva ruta digna de ser tenida en cuenta. Y, sin duda, una hazaña que el Todopoderoso ha permitido en su infinita bondad y providencia. Porque solo el amor del Señor puede explicar que hombres indignos y descreídos puedan acometer semejante logro. Estoy convencido de que es Él, Dios Padre, el que os ha guiado hasta este puerto, ahora consagrado a su fe y devoción, libre ya de los heréticos pensamientos antiguos.

A Bram, que miraba las maderas del techo abstraído mientras esperaba escuchar los elogios evidentes que el nuevo trayecto merecía, semejante declaración lo cogió tan desprevenido que poco le faltó para sacarse un ojo con el dedo con el que andaba hurgándose las narices.

Leif oyó el respingo de su timonel y se giró a tiempo de ver cómo se frotaba los morros con ojos llorosos y expresión furibunda. Sin embargo, el patrón asumió mucho mejor que su timonel el evidente desprecio con el que les había hablado el monarca.

Leif se había percatado de que las palabras del
konungar
habían sonado falsas y cargadas de intenciones ocultas.

—Sin duda, así es —adujo en tono conciliador esperando complacer a Olav—, ha sido la protección del nuevo dios crucificado la que ha marcado nuestro rumbo apartando las tormentas de nuestra ruta y librándonos de las iras de la mar —concluyó aportando a sus palabras el tono justo de ironía.

El
konungar
miró al patrón a los ojos con aire suspicaz, intentando valorar aquellas palabras que humeaban desaire, y Leif, mientras esperaba la siguiente frase, se dio cuenta de que un inquieto Tyrkir evitaba que Bram abriese la boca para soltar algún improperio clamando sus virtudes como navegantes como las únicas responsables de haber logrado cruzar el océano.

—Sí, es evidente que habéis sido auspiciados por Jesucristo nuestro Señor… Porque ha sido precisamente en estos tiempos en que la fe auténtica ha venido a nosotros que tú has llegado, a tiempo para servir de loor a este reino y su rey por haber abrazado la única religión verdadera…

El
konungar
calló para mantener la intriga de los presentes. Y Leif escrutó los oscuros ojos del monarca buscando las verdaderas intenciones del gobernante, obviamente veladas por toda aquella palabrería.

—Y esta es una travesía digna de recordar, un logro acaecido en los tiempos de Olav, hijo de Tryggva, de la estirpe de Harald el de la Cabellera Hermosa, y que servirá para establecer nuevas rutas comerciales con esta, la capital del reino.

Leif sonrió aliviado ante la última acotación del monarca. Amén de tanto boato y discurso, las intenciones de Olav bien podrían ser tan simples como la codicia y la avaricia, quizá el rey, a pesar de los circunloquios, solo quería tener excusas nuevas para cobrar tributos recién ideados. Bram y Tyrkir, que intercambiaron un par de cuchicheos bajo la mirada ceñuda de uno de los guardias, relajaron también el gesto, oliéndose algo parecido.

—Pero ya lleváis en Nidaros semanas, ¿verdad? —inquirió Olav Tryggvasson con un cierto misterio que los navegantes no supieron interpretar.

El patrón pensó que los impuestos no solo serían por haber establecido la nueva ruta comercial, sino también por permanecer el invierno comerciando antes de volver a partir.

—Es cierto, hace ya tiempo que llegamos —reconoció Leif al tiempo que empezaba a echar cuentas de sus fondos y recursos.

—Entonces, además de alardear de vuestros logros de navegante habréis tenido tiempo para actividades más importantes. Porque estoy seguro de que desde el mismo día en que echasteis pie a tierra supisteis que el impío gobierno del pagano Haakon había caído, ¿no es así? —Olav dejó la pregunta en suspenso por un instante antes de añadir la siguiente frase—. Supongo que ya habréis abrazado la fe del salvador crucificado…

Leif calló sorprendido. No había esperado algo así y no sabía qué responder, como cualquier otro, estaba al corriente de que el bautismo era el modo del que Olav Tryggvasson se servía para distinguir amigos de enemigos, pero a él ambos bandos lo traían al pairo, le bastaba con mantenerse al margen, dejando la religión y el poder para los que sacaran provecho de ellos, al propio Leif solo le interesaba su propia ventura.

Tras oír al
konungar
, Tyrkir tragó con dificultad. Bram resopló y, mientras Ulfr seguía impasible, Leif se admitía a sí mismo que mentir podía tener consecuencias todavía peores si el engaño se descubría. Sabía que no debía alardear de haber sido bautizado. Pero tampoco quería reconocerlo llanamente, pues temía que si lo hacía, el monarca lo tomase por uno de los simpatizantes del viejo régimen.

—La nueva fe es, fuera de toda duda, la única verdadera y cierta, como nuestro nuevo monarca nos ha hecho ver a todos… —dijo sin demasiada convicción, sabía que no era en absoluto una respuesta y se preguntaba con qué derechos pensaba Olav que podía esperar ser reconocido como monarca por alguien como él, colono de los lejanos asentamientos de Groenland.

Entonces, antes de que Leif pudiera pensar en cómo completar de modo más convincente sus últimas palabras, el rey habló de nuevo sin darle oportunidad de buscar una manera conveniente de eludir el problema que parecía echársele encima.

—Tengo entendido que vuestro barco está siendo reparado en uno de mis astilleros. Imagino que no pensáis partir hasta la primavera…

El tono era evidentemente amenazador, y Leif no necesitaba que le recordasen que estaba atrapado en Nidaros. Además, no le gustó el modo en que el gobernante se empecinaba en incluirlo sin más en el conjunto de la tripulación, como si lo degradase; y mucho menos oír cómo el
konungar
hablaba del astillero como si fuese de su propiedad.

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