—Pero las aguas del reino de Njörd no siempre se comportan como una sopa de col en el puchero, a veces hay complicaciones, a veces llegan tormentas, en ocasiones la niebla oculta las estrellas y la costa… O la vela se empapa de agua de lluvia y el peso merma la capacidad de maniobra convirtiendo a los barcos en trozos de corteza sin gobierno que pueden zozobrar en cualquier momento —añadió Tyrkir con un amplio ademán de sus manos callosas—, solo los ignorantes o los fanfarrones creen que pueden controlar su barco, y lo cierto es que solo llegan a viejos los marinos que han aprendido a obedecer al verdadero patrón: el propio mar.
›A Grettir le sucedió que su barco encontró marejada y, por culpa de aquel brusco oleaje, el toro se encolerizó, se puso hecho una furia y se libró de sus cordajes. Aquel animal, prendido por los nervios, empezó a cocear, irritado y fuera de sí, corneó a varios remeros y embistió el mástil. La situación se complicó, aquel toro era un animal excepcional, y pronto, además de los hombres, el propio barco sufrió su furia desatada. La tablazón y las cuadernas empezaban a soltarse, castigadas por las arremetidas del enorme bicho; o hacían algo pronto, o naufragarían, y Grettir pensó en tomar un hacha y dar muerte al toro, pero estaba seguro de que lamentaría la pérdida.
Assur, que había visto en más de una ocasión un toro enfurecido cuando de muchacho atendía el ganado, entendió perfectamente la gravedad de la escena que le describía el Sureño. En un espacio tan reducido como un navío un semental enfebrecido solo podía augurar el naufragio de un montón de tablones convertidos en astillas.
—Sin embargo —continuó el viejo marino—, Grettir el Fuerte era consciente de que debía actuar con premura, tenía que tomar una decisión antes de que la situación se le fuera de las manos y todos acabasen en el fondo del mar. Y como no le quedaba otra opción, Grettir se lanzó contra el toro sin más que sus manos, ni siquiera se vistió su
brynja
, pues sabía que si caía al mar, el peso lo arrastraría a las profundidades. Era un hombre de fortaleza extraordinaria y consiguió asir los cuernos de la bestia y detenerla en seco —dijo Tyrkir cerrando los puños como si él mismo estuviese sujetando al astado—. Grettir forcejeó con el animal mientras gritaba pidiendo ayuda a los dioses, también bramó órdenes para que sus hombres sujetaran los cuartos traseros del animal, y, a pesar de las coces y cabezazos, antes de lo que un hombre tarda en caminar cien pasos, consiguió reducir al toro y mandar a sus tripulantes que atasen las rodillas y corvas del animal además de asegurar de nuevo la carga suelta. Poco después todo volvía a la normalidad, sin más inconvenientes que las olas de la marejada y el barullo de los mugidos del semental. Probablemente otro patrón hubiera perdido el barco, o hubiera tenido que matar al toro, pero Grettir salió airoso…
Tyrkir se tomó un instante antes de continuar, dejándole tiempo al ballenero para que asimilase la historia de Grettir el Fuerte.
—Hay quien dice que hay piedras que reflejan la luz del sol incluso en los días nublados —continuó el Sureño—, y hay quien habla de
völvas
que pueden predecir los vientos, o de hechiceros
same
que pueden preparar ungüentos y panes que se mantienen frescos por una estación. Hay rumores y habladurías que solucionan la vida de un barco, pero solo funcionan cuando los cuentan los borrachos en una taberna. Al final, todo depende del patrón, siempre —concluyó el Sureño tras una pausa.
Y sin añadir otra palabra Tyrkir se alejó hacia la popa, donde se puso a hablar con el zanquilargo Bram sobre el rumbo que mantenía el timonel.
Assur comprendió pronto que el relato del veterano había sido a un tiempo consejo y amenaza, probablemente una historia repetida a todo novato con la que Tyrkir buscaba aleccionar a los nuevos tripulantes sobre la importancia de la disciplina a bordo y la confianza debida al patrón. Y, con aquel gesto comedido y bien pensado, Tyrkir, como ya había hecho el propio Leif, se ganó también el afecto de Assur.
Brattahlid, la hacienda de Eirik el Rojo, en el corazón de un intrincado y largo fiordo de empinadas paredes cubiertas de hierba fresca en la que pacían carneros de cuernos retorcidos, fue una agradable sorpresa para Assur. A un día de navegación desde mar abierto, la bahía formada por el valle del antiguo glaciar protegía la hacienda y los alrededores del rudo clima, que se anunciaba hecho a base de inviernos fríos y mañanas brumosas. Sin embargo, allí las heladas aguas cargadas de hielos a la deriva quedaban lejos y era evidente que se podía vivir al pairo de la furia de las terribles tormentas que se formaban en el océano.
Un lugar mucho mejor de lo que Assur hubiera podido esperar cuando, unos días atrás, había visto por primera vez el pico helado de Gunnbjorn y Leif le había dicho que, ante el esperón del Mora, se encontraban las famosas
tierras verdes
que Eirik el Rojo había colonizado.
—Mi padre siguió una ruta parecida la primera vez que llegó a estas costas —le había dicho Leif señalando hacia las tierras de Groenland.
Él y Assur charlaban en la proa mientras observaban las líneas abruptas que delineaban el litoral de las
tierras verdes
. Y, quizá pagando la confianza depositada en él mismo por el propio Assur, el patrón habló también de su pasado.
—Los esclavos de mi padre derribaron el muro de la hacienda de un hombre llamado Valthjof, y eso, como ya sabrás, es una ofensa grave…
Assur asintió recordando las propiedades de Sigurd Barba de Hierro, había vivido entre ellos lo suficiente como para saber que los nórdicos se tomaban muy en serio la inviolabilidad de sus fincas y el respeto de los lindes.
—… Así que, como represalia, un pariente de Valthjof quitó la vida a los
thralls
de mi padre cerca del saliente de Vatn. Y mi padre, desairado, reclamó a su vez la muerte de aquel hombre, y lo mató. Y también sirvió a los cuervos el cuerpo de otro al que llamaban Hrafn el Duelista. Pero muchos entendieron que el Rojo se había excedido. Al final, mi padre fue procesado por aquello y desterrado al valle de Hauka —recitó rápidamente—. Sin embargo, sus problemas no acabaron ahí.
Leif interrumpió su historia para ordenarle a Bram virar un punto a babor y evitar que el viento terminase por engolfarlos en una bahía de oscuros roquedales entre los que se mecían peligrosos bloques de hielo.
—Mi padre tomó entonces posesión de las islas de Brok y de los Bueyes, y pasó el primer invierno en Tradir. Y prestó las tablas de su sitial a Thorgest de Breidabolstad. —Assur estaba ya perdido con tantos nombres y lugares distintos, pero no quiso interrumpir con preguntas que tampoco servirían para hacer que el fondo de la historia fuese distinto—. Hecho esto, mi padre se trasladó a la isla de los Bueyes y se estableció en Eiriksstadir, por lo que, una vez instalado, pidió que su sitial le fuera devuelto, sin embargo, Thorgest se negó. Y eso era algo que Eirik el Rojo no pensaba permitir —dijo Leif con una sonrisa—. Así que marchó a Breidabolstad y se hizo con las tablas de su sitial por la fuerza, recuperando lo que, por derecho, era suyo.
›Pero Thorgest quiso responder y salió en su persecución. Cuando se encontraron, una terrible batalla tuvo lugar cerca de la granja de Drangar y, como dicen los escaldos, la sangre se derramó y corrió como arroyos de deshielo. Dos de los hijos del propio Thorgest, además de muchos otros, encontraron la muerte.
Assur se dio cuenta de que por los ojos de Leif pasó una sombra de amargo recuerdo que le hizo suponer que su patrón había estado presente en aquella lucha.
—Desde entonces, tanto mi padre como Thorgest mantuvieron levas de guerreros en sus casas, y ambos tuvieron partidarios de unas y otras tierras. En la mayor parte de los casos las lealtades eran falsas, basadas en simples conveniencias o promesas, además las mujeres presionaron, reclamando arbitrajes que de nada servirían, pero urgiendo a sus hombres a buscar venganza… Hubo más escaramuzas, pero al final, fue la asamblea de la villa de Thorsnes la que resolvió la disputa: mi padre y sus hombres fueron declarados proscritos y sentenciados al destierro. No le quedó otra que aparejar sus barcos y llamar a sus hombres. Aunque hubo algunos días en que no fuimos más que una liebre perseguida por perros de presa, al final mi padre consiguió aliados y, mientras Thorgest batía las islas para darnos caza, pudo convencer a esos pocos para que le sirvieran de escolta hasta más allá de los archipiélagos. Aún a día de hoy mi padre sigue reconociendo esa deuda de honor con aquellos que lo ayudaron; cuando partimos les dijo que iría al oeste, hacia la tierra que las leyendas situaban más allá…
Assur se dio cuenta de que aquella última frase estaba cargada de un significado especial para Leif y creyó entender las raíces de aquella obsesión del navegante por rebasar la última frontera conocida.
—Nos hicimos a la mar pasado el glaciar de Snaefell y desembarcamos cerca del que hoy en día se conoce con el nombre de Blaserk —continuó Leif señalando uno de los blancos ríos de hielo que se veían rompiendo la rocalla negra de la costa de Groenland—. Luego, mi padre navegó hacia el sur, quería descubrir si estas nuevas tierras eran o no habitables.
Assur, mirando hacia aquellas costas, pensó que semejantes páramos helados, que parecían escurrirse cuesta abajo desde altas montañas nevadas en las que nacían innumerables glaciares, no eran lugar para especular con asentarse. Sin embargo, no dijo nada.
—Pasó el primer invierno en una isla a la que le dio su propio nombre, y con la primavera navegó hasta encontrar un fiordo en el que, libres de los hielos eternos, los prados verdes se extendían por laderas pronunciadas de fértil tierra negra. —Era obvio que Leif hablaba de aquel lugar con genuina emoción—. Es un valle precioso al que también cedió su nombre, convirtiéndolo para siempre en Eiriksfjord, y en el que decidió que nos estableceríamos. Pero no le bastó encontrar un lugar para sí mismo y su familia, siguió navegando para buscar otros emplazamientos en los que instalar colonias. Aquel verano exploró el yermo que había hacia el oeste, y dio nombre a los lugares más sobresalientes…
El orgullo en la voz de Leif era evidente para Assur, y sus palabras sonaban tan solemnes como podían hacerlo cuando el ruido de fondo eran los gorjeos del gordo Clom, que estaba empeñado en vomitar por la borda hasta la primera papilla, mareado como una cabra y tan pálido como para que los marineros lo tacharan de haber muerto y haberse levantado como un espíritu con cuentas pendientes entre los vivos.
—El segundo invierno nos asentamos en unas islas cerca de Hvarfsgnipa y, durante el tercer verano de su exilio, mi padre navegó hacia el norte, siguiendo la ruta hasta Snaefell. Continuamos hasta adentrarnos en el fiordo de Hrafn, donde mi padre se dio cuenta de que estábamos más al interior que en Eiriksfjord. Al verano siguiente, terminado ya su tiempo de destierro, regresó a la
isla de hielo
, y aún tuvo que volver a luchar con Thorgest, que no había olvidado, o no había querido olvidar. Luego convenció a muchos para unirse a él y fundar colonias en las nuevas tierras, a las que él llamo Groenland por aquellas praderías verdes de los fiordos, esperando que el nombre atrajese a muchos a acompañarlo en la aventura que pensaba emprender. Y así fue como veinticinco
knerrir
partimos de Iceland cargados hasta la borda para iniciar una nueva vida… Pero esa es otra historia.
Assur recordó las propias palabras de Leif, sabía que en aquella expedición muchos habían perdido la vida, solo catorce de los navíos llegaron a las nuevas tierras.
—Y hoy, en nuestro regreso, aprovecharemos las mismas corrientes y seguiremos una ruta parecida a la que usó mi padre para bordear Groenland, navegaremos hasta el asentamiento del este, que también es el más meridional, y lo haremos tras la estela del barco de Eirik el Rojo. Seremos recibidos en Brattahlid como héroes —anunció Leif con una amplia sonrisa que pretendía alejar la melancolía evidente que le había traído la última parte de su relato.
Los glaciares labraban aquellas peñas negras creando valles, tal y como lo hacían los ríos, pero los quebrados que resultaban eran mucho más anchos y de paredes más abruptas; cuando Assur se dio cuenta, recordó lo que tanto tiempo atrás había visto desde la loma del golfo de Adóbrica con Gutier, eran como las rías de Galicia, pero como si hubiesen sido hechos con más prisa. El pausado trabajo del cauce del río dejaba las colinas redondeadas y los valles parecían pulidos, sin embargo, el agresivo hielo hacía estallar y resquebrajarse las rocas, labrando igualmente su camino, pero de un modo mucho más brusco. Eran distintos, pero, de algún modo, a Assur le gustaron desde el primer día. Allí se sentía como reencontrándose con un viejo amigo.
Las aguas del fiordo elegido por Eirik el Rojo se abrían hacia el mar desde un estrecho estuario que apuntaba a los grandes páramos de hielo de más al norte. Allí, lejos de las inclemencias del mar abierto, Assur descubrió la colonia que se había establecido, brotando alrededor de la enorme hacienda del propio Eirik, Brattahlid.
Todo estaba rodeado del verde de la grama y la hierba alta, mecidas por la brisa y salpicadas de arbustos ralos de pequeñas flores brillantes. Ordenado según el gobierno de Eirik el Rojo, el asentamiento había medrado hasta casi las doscientas granjas, prósperas
boer
en las que la fértil tierra negra se roturaba cada primavera para cultivar cereales y hortalizas, y donde vacas y ovejas, al cuidado de los colonos, disfrutaban de los pastos frescos que cubrían las paredes del fiordo.
De manera similar a como ya había visto en los dominios de Sigurd Barba de Hierro, las grandes viviendas de paredes curvas recordaban a barcos revolcados por la marea, que presentaban la quilla al aire. Y alrededor de las
skalis
se arrebujaban construcciones más pequeñas, despensas y almacenes, amplios corrales, ahumaderos, y cabañas para esclavos que hicieron que Assur sintiera una dolorosa punzada en el pecho al tiempo que un profundo agradecimiento por el silencio de Leif, que guardaba los oscuros secretos del pasado del hispano. También se distinguían las columnas ahumadas de un par de forjas en las que pronto se empezarían a trabajar aquellas esponjas de hierro que Tyrkir consiguiera en Nidaros.
Pero había diferencias con lo que Assur había conocido del mundo de los nórdicos: como en Groenland la madera era escasa, los grandes postes que servían de puntales para los salones eran, en su mayoría, maderos traídos hasta la costa por el mismo mar. En torno a ellos se levantaban gruesos muros de más de un anal de ancho que permitían combinar piedra y grandes cantidades de tepe para aislar la vivienda de los fríos invernales. Las techumbres se hacían sobre entramados de listones en los que se disponían estrechas tiras del mismo tepe de las paredes, y se asentaban con zarzo, no era raro ver a los carneros subidos en ellas, pastando los brotes tiernos de la hierba que allí germinaba.