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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

—Aunque así sea, si quieren subirle el sueldo no debe rechazarlo. Cuando se es joven, es fácil sentirse molesto y protestar por muchas cosas, pero luego uno se da cuenta de que si uno logra controlarse causa menos problemas. Cuando se pierden los nervios, uno se hace daño a sí mismo, y al final se acaba lamentando. Así son las cosas. Acepte el consejo de esta anciana: si el señor Camisarroja quiere subirle el sueldo, dé las gracias y diga que sí.

—No necesito los consejos de una persona mayor. ¡Además, no es de su incumbencia! Es mi sueldo. Suba o baje, sigue siendo mío y sólo mío.

La señora Hagino salió de la habitación sin decir nada más. Su marido recitaba versos con una voz serena y suave. Parece que el objetivo de recitar versos de
Noh
es distorsionar unas palabras que puedes entender perfectamente cuando las lees y convertirlas en algo complicado y difícil de entender. No sé cómo podía hacer eso todas las noches sin acabar harto. Pero yo tenía otras preocupaciones en aquel momento. Me habían dicho que me iban a subir el sueldo, y aunque no necesitaba ese dinero en absoluto, pensaba que quizá sería mejor aceptarlo que dejar que se pudriera en algún cajón sin que nadie lo usara. Pero ¿sería capaz de aceptar un dinero procedente de lo que dejaban de pagar a alguien a quien previamente habían obligado a aceptar un puesto que no quería? Cuando el famoso Sugawara Michizane tuvo que exiliarse en la isla de Kyushu, le dejaron instalarse en Hakata, en los alrededores de Fukuoka, una ciudad importante. Incluso Kawai Matagoro, un asesino confeso, también fue condenado al exilio en una parte civilizada de la isla de Sagara. No me sentiría bien hasta que le dijera a Camisarroja que rechazaba aquella subida de sueldo.

Me puse el
hakama
y salí, dispuesto a enfrentarme al jefe de estudios y a decirle a la cara todo lo que pensaba de él. Cuando llegué a su casa, salió a abrirme el mismo hermano de antes, aunque esta vez su gesto era diferente. Su mirada parecía decirme: «¿Cómo? ¿Otra vez éste por aquí?» Pero a mí me daba igual lo que pensase; iría todas las veces que hiciera falta, aunque tuviera que sacar a toda la familia de la cama. ¿Pensaba acaso que había ido de visita y para saber cómo se encontraba el señor jefe de estudios? ¡Había ido a rechazar la subida de sueldo, les gustara o no! El muchacho me dijo que Camisarroja estaba atendiendo a otra visita en ese momento, pero le respondí que me bastaba con que saliera un momento: lo que le tenía que decir no me iba a llevar mucho tiempo. El hermano desapareció entonces, y al mirar al suelo me fijé en que había unas sandalias de madera fina con adornos de borlas. Del interior de la casa salieron unas voces que gritaban: «¡Viva, viva!» El visitante tenía que ser el Bufón. Aquella voz servil y aquellas sandalias cursis sólo podían ser suyas.

Al cabo de un rato, Camisarroja apareció con un candil en la mano y me invitó a entrar. Mientras lo hacía, me dijo que el señor Yoshikawa estaba allí. Rechacé la invitación y le dije que prefería hablarle allí. Camisarroja tenía la cara tan roja como una remolacha. Seguro que él y Bufón habían estado bebiendo.

—He venido para decirle que he estado pensando sobre la subida de sueldo de la que hablamos: he decidido rechazarla.

Camisarroja colocó la lámpara a la altura de mi cara y se pasó un rato observándome desde la penumbra. Lo había cogido desprevenido, no cabía duda, y no debía saber qué responderme. Seguramente estaba asombrado de que hubiera en el mundo alguien dispuesto a rechazar que le subieran sueldo, o quizá le extrañaba que hubiera elegido esas horas de la noche para decírselo, o quizás era una combinación de ambas cosas. En cualquier caso se quedó pasmado. Intentaba decir algo pero no lo conseguía.

—Antes acepté la subida —proseguí— porque creía que el señor Koga se marchaba por decisión propia, pero…

—Lo hace por decisión propia.

—No es así; él quiere quedarse aquí. Aunque no le suban el sueldo, quiere quedarse en la ciudad.

—¿Es eso lo que te ha dicho?

—Bueno, no me lo ha dicho él…

—¿Pues quién te lo ha dicho entonces?

—Mi casera me ha dicho que se lo dijo la madre del señor Koga…

—¿O sea, que eso es lo que te dijo tu casera?

—En efecto…

—Perdona que te diga esto —me interrumpió Camisarroja—, pero no sé si te das cuenta de que parece que das más crédito a lo que te dice una vieja chismosa que a lo que te dice tu jefe de estudios. ¿Me equivoco?

¡Me había pillado! Estos licenciados universitarios son realmente listos. Saben encontrar argumentos contra los que es imposible alegar nada, y les encanta restregártelo en las narices. Mi padre solía decirme que era demasiado impulsivo. Ahora veía por qué. Cuando mi casera me contó la historia, me afectó tanto que reaccioné impulsivamente, sin intentar comprobar directamente del señor Koga, o de su madre, si la historia era cierta. Y ahora estaba en un aprieto, sin saber qué hacer para responder a ese sofisticado ataque propio de todo un licenciado universitario.

No sabía cómo responder, pero dentro de mí ya había decidido que Camisarroja no merecía confianza alguna. Quizá mi casera era una vieja pazguata y una tacaña, pero no era una mentirosa, algo que no podía decirse, curiosamente, de Camisarroja. No iba a cambiar de opinión, así que le dije:

—Es posible que todo eso sea cierto, pero aun así no quiero que me suban el sueldo.

—Todo esto es realmente extraño. Primero me dices que sientes no poder aceptar la subida de sueldo con el pretexto de que te han contado algo; luego, cuando te digo que lo que te han contado no es cierto, insistes en rechazarla. No hay quien te entienda.

—Es posible que no haya quien me entienda, pero de todas formas no la acepto.

—¡Si te molesta tanto aceptar la subida no te voy a obligar, pero cambiar así de opinión en sólo dos o tres horas sin una buena razón lo único que me demuestra es que no podré volver a confiar en ti en el futuro!

—No me importa.

—Pues debería importarte; no hay nada más importante en la vida que la confianza. Incluso aunque creyéramos que lo que dice tu casero…

—Mi casero no, la mujer de mi casero.

—Bueno, pues quien sea. Incluso si lo que dice tu casera fuera verdad, el dinero de tu aumento no se lo íbamos a quitar al sueldo del señor Koga. Él se marcha a Nobeoka. Su sustituto recibirá un sueldo un poco más bajo de lo que ahora recibe su predecesor. Esa diferencia será para ti, por lo que no hay necesidad de apiadarse de nadie. De ese modo, Koga tendrá un sueldo más alto en Nobeoka, y el profesor nuevo tendrá un sueldo más bajo desde el principio. Así podremos subir tu sueldo sin que haya nada malo en ello. Si no quieres aceptarlo, me parece bien, pero ¿por qué no te vuelves a casa y lo piensas dos veces?

No soy muy inteligente, nunca lo he sido; la mayoría de las veces, si alguien me intenta convencer de algo con astucia, dudo de mí mismo, pienso que tiene razón y que soy yo quien está equivocado, así que acabo cambiando de opinión. Pero aquella noche no fue así. Desde mi llegada había algo en Camisarroja que no me gustaba. En algún momento cambié mi criterio y pensé que era una buena persona aunque un poco afectado, pero ahora volvía a ver, más claramente aún, que sus intenciones no eran buenas, y eso me gustaba menos aún. Me daban igual las buenas razones que aparentara defender, o que intentara impresionarme por ser mi jefe de estudios. ¡Uno no es mejor persona por saber argumentar con habilidad! Ni se es peor por no saber hacerlo bien. A primera vista, Camisarroja tenía razón en lo que decía, pero por muy bien que sonara no me llegaba al corazón. Si el dinero, la autoridad o el intelecto pudieran comprar los corazones de la gente, las personas más queridas serían los prestamistas, los policías o los profesores de universidad. Y los razonamientos de todo un jefe de estudios de una escuela secundaria no iban a conquistar mi corazón. Los seres humanos obramos por lo que nos gusta y lo que nos disgusta, no por los razonamientos abstractos que se derivan de ello.

—Es posible que tenga razón en lo que dice —añadí—, pero a pesar de todo no quiero esa subida de sueldo. Por mucho que lo medite no voy a cambiar de opinión. Y ahora he de irme. ¡Adiós!

Y de ese modo me dirigí a la salida. La Vía Láctea era una guirnalda sobre mi cabeza.

9

P
or fin llegó el día en que se celebraría la fiesta de despedida del Calabaza. Aquella mañana, cuando me dirigí a la escuela, me encontré con una sorpresa: el Puercoespín estaba esperándome para pedirme disculpas.

—Cuando Ikagin vino a verme y me dijo que no podía aguantar más tu forma tan agresiva de actuar, me pidió que le ayudara a echarte. Yo le creí y por eso te pedí que te marcharas de allí cuanto antes. Pero después me he dado cuenta de que es un mal tipo: he sabido que se dedica a vender falsificaciones de obras de arte con firmas y sellos que él mismo fabrica. He llegado a la conclusión de que lo que me dijo sobre ti también puede ser igual de falso. Lo más probable es que se diera cuenta de que no iba a poder convencerte de que le compraras nada, y se inventó ese embuste para echarte. No sabía la clase de persona que era en realidad. Creo que he cometido un grave error contigo. Te pido perdón.

Sin decir nada me acerqué hasta su mesa, cogí el dinero que había dejado allí hacía varios días, y lo devolví a mi monedero.

—¿Por fin los recoges? —me preguntó con recelo.

—Sí —le expliqué—. No quería deberte ningún favor, y por eso decidí devolvértelos. Pero le he dado algunas vueltas al asunto, y creo que he cambiado de opinión.

Puercoespín soltó una carcajada y me preguntó:

—¿Y por qué no los cogiste antes?

Yo le respondí que había intentado hacerlo varias veces, pero que había algo dentro de mí que me lo impedía, y por eso los había dejado allí todo ese tiempo. También le dije que cuando llegaba a la escuela cada mañana, el solo hecho de verlos sobre la mesa hacía que me sintiera mal.

—Eres el tipo de persona a la que no le gusta reconocer la derrota —dijo entonces.

—¡Y tú un auténtico cabezota! —le respondí enseguida. Los dos reímos. Él me preguntó entonces:

—¿De dónde eres?

—De Tokio, de pura cepa.

—Con que un tokiota, ¿eh? No me extraña entonces que no te guste perder.

—Y tú, ¿de dónde eres?

—De Aizu.

—¿De Aizu? Vaya, eso explica lo cabezota que eres. ¿Vas a ir al banquete de despedida?

—Claro, ¿y tú?

—Por supuesto que sí. Y estoy pensando en ir también a despedir al señor Koga al puerto.

—Será divertido, ya lo verás. ¡Pienso beber hasta caerme!

—Me parece muy bien. Yo, en cambio, sólo pienso comer algo y volver pronto a casa. Las personas a las que les gusta emborracharse me parecen todos unos idiotas.

—Siempre buscando pelea, ¿eh? Se nota que te gusta soltar lo primero que se te pasa por la cabeza, como buen tokiota.

—Lo que tú digas… De todas formas, ¿podrías pasarte un momento por mi casa antes de la fiesta? Quería comentarte algo…

Puercoespín se pasó por mi casa antes de la celebración, como me había prometido. Me había dado mucha pena ver la cara del Calabaza esos últimos días, pero ahora que había llegado el día de su partida me sentía aún peor, tanto que me habría cambiado por él con gusto. Había pensado en pronunciar un discurso durante la cena para decir algo importante en su honor, pero como no hablo bien en público, decidí que era mejor pedirle al Puercoespín que lo hiciera él. Seguro que con su vozarrón lograba intimidar a Camisarroja.

Le conté toda la historia de la Madona, pero resultó que él conocía incluso más detalles que yo sobre el asunto. También le relaté todo lo que había visto en el río Nozeri, y cuando le llamé tonto a Camisarroja, Puercoespín me acusó de llamar tonto a todo el mundo. ¿No le había llamado también tonto a él aquella misma mañana? Pues, desde luego, Camisarroja y él no podían ser tontos a la vez. Entre otras cosas, porque no tenían nada en común.

—¡En ese caso Camisarroja es un gusano asqueroso! —afirmé, a lo que Puercoespín asintió convencido. Puercoespín era un tipo duro, pero en cuestión de insultos me iba a la zaga. Supongo que como todos los de Aizu.

Después le conté lo que Camisarroja me había dicho de que me subiría el sueldo, y de que asumiría más responsabilidades.

—Eso significa que está pensando en echarme —dijo mientras hacía una mueca de disgusto. Le pregunté si le apetecía dejar su puesto, y me dijo que en absoluto, y que si Camisarroja lo echaba, él lograría arrastrarlo fuera de la escuela con él. Al preguntarle qué pensaba hacer si llegaba el caso, me confesó que todavía no lo había pensado. No cabía duda de que el Puercoespín era un tipo fuerte, pero no era muy inteligente. Entonces le dije que había decidido rechazar la subida de sueldo que me habían ofrecido y él pareció muy contento al oírlo.

—¡Un auténtico tokiota! ¡Bien hecho!

Le pregunté por qué no había hecho nada para que el Calabaza no se fuera, si era obvio que no quería marcharse. Pero según él, cuando el Calabaza se lo comunicó, la cosa estaba ya decidida. Después de eso había hablado dos veces con el director y una vez más con Camisarroja, pero ambos le habían dicho que ya no había nada que hacer. Parte del problema consistía en que Koga era demasiado buena persona. Cuando Camisarroja le dio la noticia, debería haberse negado, o al menos haber respondido que se lo tenía que pensar. Pero en vez de hacer eso se dejó embaucar y aceptó sin protestar. Cuando su madre fue a quejarse, y cuando el Puercoespín fue a interceder por él, desgraciadamente la cosa ya no tenía remedio.

Sugerí que todo el asunto no era más que un plan de Camisarroja para deshacerse del Calabaza y quedarse él solo con la Madona.

—¡Sin duda! —dijo el Puercoespín—. El tipo parece inocente, pero en realidad a todas horas está tramando algo. Cuando alguien lo descubre y lo desenmascara, siempre tiene preparadas excusas que acaban exculpándolo. ¡Un tunante! La única forma de que aprenda la lección es dándole una buena tunda —dijo mientras se arremangaba y dejaba a la vista su musculoso brazo. Al verlo, le pregunté si practicaba Jujitsu—. Toca esto —exclamó mientras sacaba bola. Lo toqué. Estaba tan duro como la piedra pómez de los baños termales.

Me quedé tan impresionado con su vigor que le dije que con esos brazos podría dar una paliza a cinco o seis camisas-rojas a la vez.

—Claro —me respondió, fanfarrón. Mientras tanto, la bola de su bíceps amenazaba con explotar bajo su piel. Todo aquello me pareció muy divertido. El Puercoespín me aseguró entonces que si se colocaba una cinta de papel alrededor del bíceps, la rompería sólo con sacar músculo. Picado, le respondí que yo también podía hacerlo si me lo proponía.

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