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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Había dejado que el Puercoespín me invitara, y había valorado esa invitación más que si me hubiera dado un millón de yenes. Él debía estarme igual de agradecido porque yo la hubiera aceptado, pero en vez de eso se portaba conmigo como un infame miserable, el muy canalla. Si al día siguiente le devolvía el dinero que se había gastado en mi sorbete, ya no nos deberíamos nada. Una vez saldada mi deuda, podría enfrentarme a él sin cortapisas.

Estaba yo sumido en estos pensamientos cuando me vino el sueño y me dormí. Al día siguiente salí hacia la escuela antes de lo habitual, decidido a llevar a cabo mi plan. Esperé pacientemente a que llegara el Puercoespín, pero parecía que llevaba retraso. Llegó el Calabaza; llegó también el profesor de literatura clásica china; luego, el Bufón; al final llegó también Camisarroja, pero la mesa del Puercoespín seguía vacía. Encima de ella había una tiza solitaria. Desde que había salido de casa llevaba bien agarradas las monedas que le quería devolver, como cuando uno visita los baños y va preparado para soltar el dinero nada más entrar. Abrí la mano y vi que las monedas estaban bañadas en sudor. Como estaba seguro de que el Puercoespín me afearía la conducta si se las daba sucias y grasientas, coloqué las monedas encima de mi mesa, y me dediqué a soplar hasta que se secaron. Entonces volví a ponérmelas en la mano. En ese momento se me acercó Camisarroja y empezó a pedirme disculpas por el frustrado día de pesca:

—Seguro que te aburriste una barbaridad.

—En absoluto —le dije—. De hecho sirvió para abrirme el apetito.

Camisarroja apoyó un codo en la mesa vacía de Puercoespín y colocó su cara a unos centímetros de la mía. Yo me pregunté qué querría exactamente. Entonces, Camisarroja me miró de soslayo, y me susurró:

—Te recomiendo que no menciones a nadie nuestra conversación de ayer en el barco. ¿No se lo habrás contado a alguno ya?

Mientras me hablaba, no podía dejar de pensar lo extraño que era escuchar una voz de mujer como aquella saliendo de la boca de un hombre. Camisarroja parecía especialmente nervioso. Le respondí que por supuesto no le había dicho nada a nadie. Pero la verdad es que estaba decidido a contárselo al Puercoespín, y de hecho tenía preparado el céntimo y medio y para devolvérselo. Al pedirme Camisarroja que me callara, me desconcertó y me entraron dudas. Aunque Camisarroja era Camisarroja. Primero iba e insinuaba, de forma evidente aunque sin explicitarlo, que el Puercoespín era el culpable de mi situación; luego volvía a insinuar de forma misteriosa que podía buscarme problemas si le acusaba. Teniendo en cuenta que era el jefe de estudios, creo que estaba conduciendo el asunto de una forma muy poco seria. Lo que debía hacer era afrontar el problema y apoyarme en mi petición de explicaciones al Puercoespín. ¡Así debía actuar un auténtico jefe de estudios, sobre todo uno que llevaba a todas horas una camisa roja puesta!

Cuando le expliqué que todavía no había dicho nada a nadie, pero que pensaba pedirle explicaciones a Puercoespín en cuanto llegara, Camisarroja pareció preocuparse mucho.

—Si cometes esa imprudencia, lo único que harás será crearte problemas. Además, no recuerdo haber mencionado nada sobre Hotta. ¡Ni siquiera pronuncié su nombre! Si reaccionas impulsivamente, sólo empeorarás las cosas. Me imagino que si viniste a trabajar aquí no sería para armar lío…

Lo único que pude responder a esa extraña pregunta fue que era consciente de que el sueldo que recibía me lo pagaba la escuela, y que armar un alboroto lo único que haría sería perjudicar a la escuela en su conjunto.

—En ese caso será mejor que todo esto quede entre nosotros —me dijo Camisarroja, sudando profusamente—, y que no lo comentes con nadie más.

—De acuerdo —le dije—. Si hacerlo va a acarrear tales consecuencias, aceptaré lo que me pides, aunque no me resultará fácil.

—¿De acuerdo entonces? —me repitió varias veces, con esa voz femenina que me retumbaba en los tímpanos. ¡Sería horroroso si todos los licenciados universitarios fueran así como él! Seguro que no era consciente de lo ridículo que era lo que me estaba pidiendo. Y aun así se atrevía a dudar de mi palabra, como si me creyera capaz de algo tan mezquino como no respetar la palabra dada.

En ese instante llegaron los dos profesores cuyas mesas estaban junto a la mía, y Camisarroja se retiró rápidamente a la suya. Hasta su forma de caminar era artificial. Andaba sigilosamente, como si se deslizara. No sé qué puede llevar a alguien a caminar sin hacer ningún ruido. Como no sea que quiera dedicarse al robo con nocturnidad…

Pronto sonó la corneta que marcaba el comienzo de las clases. La mesa de Puercoespín continuaba vacía. Ya no había nada que hacer, así que dejé el céntimo y medio encima de mi mesa y me dirigí al aula.

La clase se alargó un poco más de lo habitual, y cuando volví a la sala de profesores todos habían llegado ya, incluido el Puercoespín. Yo ya no esperaba que apareciera, pero allí estaba. Ocurrió que simplemente se había retrasado un poco. En cuanto me vio les comentó a todos que puesto que yo era la causa de su retraso, debía ser yo precisamente quien pagara la multa que nos imponían en esos casos. Al oírlo, cogí el céntimo y medio que había dejado en mi mesa y lo deposité en la suya. Le dije que aquello era en pago por el sorbete. Al verlo, el Puercoespín se rió y me dijo:

—¿Se puede saber de qué me estás hablando? —Pero cuando vio que iba en serio volvió poner el dinero en mi mesa y me dijo que ya bastaba de bromas ridículas. Yo ya sabía de antemano que el Puercoespín no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente.

—¡No se trata de ninguna broma! —le respondí—. No quiero deber nada a nadie. ¡Insisto en que lo cojas!

—Si para ti un céntimo y medio es tan importante, lo cojo y arreglado… Pero ¿por qué me devuelves este dinero precisamente ahora?

—Da lo mismo ahora que en cualquier otro momento. Lo único que pasa es que no quiero deberte nada. ¡Por eso te lo devuelvo!

Puercoespín me miró desafiante, y luego dijo:

—¡Bah!

Si no le hubiera dado mi palabra a Camisarroja, les habría dicho a todos en ese mismo momento la clase de persona que era en realidad el Puercoespín, y seguramente habríamos llegado a las manos. Pero no podía faltar a mi palabra. No obstante, el hecho de que me dedicara un simple «¡Bah!» por respuesta logró ponerme rojo de ira.

—Está bien. Acepto el dinero del granizado. Pero a cambio tú cogerás todas tus cosas y te marcharás hoy mismo de la pensión Ikagin.

—Lo único que deseo —le respondí— es devolverte el dinero cuanto antes. ¡Lo que yo hago con mi cuarto es solamente asunto mío!

—Eso es lo que tú te crees. Tu casero vino a verme anoche para decirme que quiere que te vayas de su pensión; cuando me contó sus razones, me pareció que actuaba correctamente. Aun así, quería estar seguro de que lo que decía era cierto, así que me pasé esta mañana por su casa para que me lo explicara con detalle—. ¡No tenía ni la menor idea de qué estaba hablando el Puercoespín!

—¿Y puede saberse qué fue lo que te dijo? Además, ¿cómo te atreves a juzgarme por lo que otro te haya dicho sobre mí? Si el casero tiene algún problema conmigo, lo que tiene que hacer es decírmelo directamente. ¿Cómo te atreves a dar por sentado que lo que te dice cualquiera es verdad, para luego reprochármelo de esta forma?

—Voy a intentar explicártelo. En primer lugar, has de saber que eres un maleducado. Tu casera no es tu criada. ¡No hay derecho a que le hagas lavarte los pies!

—¡Vaya! ¿Y cuándo le he obligado a hacerlo?

—No es de mi incumbencia. De lo que estoy seguro es de que están hartos de ti. Dicen que con sólo vender un
kakemono
pueden ganarse hasta diez o quince yenes fácilmente. Así que no te necesitan para nada.

—¡Vaya par de mentirosos! Si es así, ¿por qué me alquilaron la habitación?

—No tengo ni la menor idea. Es cierto que decidieron alquilártela, pero no es menos cierto que ahora están hartos de ti y quieren que te vayas. ¡O sea que sal de ahí!

—¡Por supuesto que me iré! —exclamé yo—. No me quedaría en ese cuchitril ni aunque me lo pidieran de rodillas. Pero no olvides que todo es culpa tuya. ¡Fuiste tú quien me presentó a esos miserables!

—¿Culpa mía? ¿Culpa mía? ¿No será más bien culpa de tu insolencia y tu mala educación?

Puercoespín tenía tanto genio como yo, y no tardó mucho en empezar a dar voces. Los demás profesores, que hasta ese momento habían estado a lo suyo, empezaron a mirarnos asombrados. Yo no tenía nada de lo que avergonzarme, y les devolví una mirada desafiante. El único que no parecía extrañado era el Bufón, que se reía sentado en su mesa. Así que le lancé una mirada especialmente retadora, y enseguida el Bufón apartó la vista y dejó de sonreír. Parecía algo nervioso. De repente sonó la corneta que señalaba el nuevo turno de clases, de manera que Puercoespín y yo dejamos nuestra discusión y nos fuimos a nuestras respectivas aulas.

Por la tarde se celebró una reunión de profesores en la que se discutirían las medidas disciplinarias a adoptar contra los estudiantes internos involucrados en el incidente de la noche de mi guardia. Era la primera vez que asistía a una reunión, y no sabía muy bien cómo debía comportarme. Imaginaba que esas reuniones se convocaban para resolver problemas especialmente difíciles y farragosos que requerían que cada uno de los profesores expusiera su opinión para que el director, al final, tomara una decisión justa. Me parecía que era la forma correcta de tratar un problema complicado. Pero, por otro lado, en este caso estaba claro quién tenía la culpa, así que discutirlo era una pérdida de tiempo. Por muchas vueltas que se le diera, sólo había una interpretación posible. El director debía castigar a los estudiantes y punto. En vez de eso, se mostraba dubitativo y falto de autoridad. ¿Cómo se podía ser tan indeciso? Si para ser director había que ser así, entonces la palabra «director» debía de ser sinónimo de «miedoso indeciso».

La sala de reuniones era una habitación larga y estrecha, contigua al despacho del director, que normalmente servía como comedor. Había unas veinte sillas de cuero negro alrededor de una mesa alargada. Me recordaba a los restaurantes de estilo europeo de la zona de Kanda, en Tokio. En la cabecera de la mesa se sentó el director, con Camisarroja a su lado. Los demás daba igual dónde nos sentáramos, me dijeron, con la excepción del humilde profesor de gimnasia, que siempre se sentaba en uno de los extremos. Yo no sabía dónde sentarme, y al final me puse entre el profesor de ciencias naturales y el de literatura clásica china. Enfrente de mí estaban el Puercoespín y el Bufón. Era curiosa la comparación: el Bufón parecía un ser vulgar e inferior; era obligado reconocer que el Puercoespín tenía un semblante más noble e impresionante, aunque fuera mi enemigo. Su cara me recordaba a una que había visto representada en un
kakemono
en el templo
Yôgen
de Kobinata, en el funeral de mi padre. El monje que ofició el funeral me explicó que era el retrato de un dios guardián budista llamado Idaten. El Puercoespín, todavía enfadado, miraba a un lado y a otro de la habitación, con rápidos movimientos de sus pupilas. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, le devolví una mirada fiera. Estaba listo si creía que me iba a apabullar de esa manera. Quizá mis ojos no sean muy impresionantes, pero son tan grandes como los de cualquiera. «Con esos ojos tan grandes, serías un magnífico actor», solía decirme Kiyo.

—Bueno, parece que estamos todos —anunció el director. Kawamura, un empleado de la oficina, se dispuso a contarnos.

—Falta uno— dijo al terminar. Yo supe enseguida a quien se refería: el que faltaba era el Calabaza. No sé qué tenía de especial, pero desde que lo vi por primera vez, no podía quitarme su imagen de la cabeza. Por alguna razón, nada más llegar a la escuela era el primero al que veía en la sala de profesores. A veces, estando en cualquier sitio, su imagen acudía a mis ojos y se quedaba flotando en mi mente. Otras veces, al llegar a los baños me lo encontraba allí, sumergido en la bañera, con esa cara suya, azul y flácida. Cuando lo saludaba, me respondía algo inaudible y me saludaba con la cabeza con tan poca energía que hasta me daba pena. Nadie en la escuela era tan tímido como él. Casi nunca se reía, y jamás decía una palabra más alta que la otra. Alguna vez había leído algo sobre hombres sabios, y siempre pensé que era cosa de libros o enciclopedias, no de la vida real. Cuando conocí al Calabaza me quedé tan impresionado que pensé que quizá los hombres sabios también existían en la realidad.

Como me fijaba tanto en el Calabaza, no era extraño que nada más entrar en la sala de juntas me hubiera dado cuenta de que era él quien faltaba. La verdad es que había estado pensando en sentarme a su lado, así que al entrar lo había estado buscando con la mirada. El director, tras anunciar que seguro que estaría al caer, comenzó a abrir un paquete envuelto en seda morada que tenía delante. Puso sobre la mesa un montón de papeles, y tras buscar durante un buen rato, al fin extrajo unos documentos que a primera vista parecían copias en ciclostil. Camisarroja se había puesto a limpiar su pipa de ámbar con un pañuelo de seda. Era una de sus manías, muy propia de alguien como él. Otros profesores cuchicheaban. Algunos, que no podían tener las manos quietas, hacían dibujos imaginarios en la mesa con la goma de borrar de los lápices. El Bufón hizo un par de intentos de trabar conversación con Puercoespín, pero éste se limitó a responder «mmmm» y «ahhh». Puercoespín prefería concentrarse en escrutarme con ojos amenazadores. Yo, resuelto a no perder, le mantenía fieramente la mirada sin apartarla ni un momento.

Al final llegó el Calabaza, con tan mal aspecto como de costumbre. Saludó con una inclinación de cabeza al Mapache, y pidió excusas por llegar tarde. Lo habían retenido, sin que lo pudiera evitar, con otro asunto.

—Bien —dijo el Mapache—. Declaro abierta la sesión del consejo de profesores.

Dicho esto, entregó las copias del documento ciclostilado a Kawamura, el secretario, quien las fue repartiendo. Como primer asunto del orden del día figuraba el epígrafe «Castigos»; a continuación, estaban las «Medidas de control de los estudiantes», a las que seguían algunos otros epígrafes. Luego, el Mapache habló con ese tono engolado que empleaba cuando quería presentarse como la encarnación de la educación:

—Yo soy el único responsable de todos los actos de indisciplina que acontecen en esta escuela. Dichos actos me incumben directamente. Cuando sucede algo de este tipo, me invade un sentimiento de vergüenza, lo que me lleva a preguntarme si soy un buen director. Por desgracia, una vez más, caballeros, debo disculparme públicamente porque se ha producido un nuevo incidente de esta naturaleza. Y aunque no podemos cambiar el pasado, lo que sí podemos es tomar medidas contra hechos de este tipo. Como todos los conocen ya, me limitaré a pedirles que me digan de forma franca y sincera las medidas que creen que debemos adoptar para rectificar esta situación.

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