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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Después de mi captura, Camisarroja y el Bufón se concentraron en la pesca, y en una hora habían capturado quince o dieciséis piezas. Lo gracioso es que todos eran
gorukis
. No había ni un solo besugo.

—Parece que hoy está siendo un buen día para la literatura rusa —dijo Camisarroja al Bufón.

—Si alguien tan hábil como el señor jefe de estudios ha pescado sólo
gorukis
, ¿cómo voy a pescar yo otra cosa? —le respondió éste. Según el marinero, el
goruki
no se podía comer porque tenía demasiadas espinas y la carne sabía mal. Sin embargo, se podían usar como abono. ¡Qué ironía! Camisarroja y Bufón se habían afanado tanto para pescar abono… Un solo
goruki
había sido suficiente para mí, y mientras ellos pescaban yo me había tumbado para distraerme mirando el cielo. Era una ocupación mucho más elegante.

Estando así tumbado, me llegaron los cuchicheos de Camisarroja y el Bufón. No podía entender lo que decían, y prefería no hacerlo. Mientras contemplaba el cielo, empecé a pensar en Kiyo. «Si tuviera dinero», me dije, «la traería aquí conmigo para que disfrutara de este paisaje.» Era una lástima tener que malgastar un sitio tan bonito con el Bufón y compañía. Kiyo podía ser una pobre vieja arrugada, pero no me avergonzaría de llevarla conmigo a ningún lugar, por muy elegante que éste fuera. Pero tratándose de un tipo tan miserable como el Bufón, no aguantaría estar solo con él ni en coche de caballos, ni en barco, ni en el piso más alto del lujoso Ryounkaku.
[28]

Estoy seguro de que si yo hubiera estado en el lugar de Camisarroja, y Camisarroja en el mío, el Bufón me habría hecho la pelota a mí, y habría fastidiado a Camisarroja. Suele decirse que la gente de Tokio tiene dos caras, y yo comenzaba a comprender el porqué de esa afirmación: si alguien como el Bufón recorría el país alardeando de su origen, no era extraño que la gente acabara pensando que todos los de Tokio éramos unos hipócritas.

Estaba yo en estos pensamientos cuando noté que mis compañeros habían comenzado a reírse por lo bajo con una risilla sofocada. Entre las risas decían algo, pero no podía distinguirlo bien. Sólo me llegaban algunos fragmentos:

—Vaya… ¿Eso es lo que pasó?

—¿De verdad?… No sé… ¡Un verdadero escándalo!

—¡Increíble!

—Sí, saltamontes… ¡de verdad!

No estaba prestando atención, pero cuando oí la voz del Bufón pronunciando la palabra «saltamontes», no pude evitar sobresaltarme. Por alguna razón, la había dicho con énfasis, como queriendo que yo la oyera bien. Después, siguió hablando más bajo, pero yo ya estaba alerta.

—Otra vez Hotta la monta…

—No…


Tempura
… Ja, ja, ja…

—Les instigó…


¿Bolas de arroz?

Sólo pude oír esto, pero a juzgar por algunas de las palabras que habían usado, «saltamontes», «
tempura
», «bolas de arroz»…, ¡me di cuenta de que estaban hablando de mí! Si querían hablar, que lo hicieran en voz alta; y si lo que querían era que nadie los escuchara, ¿por qué me habían invitado entonces? ¡Qué gente! Saltamontes, langostas… ¿qué más daba? Lo que había pasado no había sido culpa mía, eso lo tenía claro. El Mapache había dicho que él, como director, se haría cargo del incidente, y yo había confiado en él y por eso no había hecho nada más. ¿Quién se creía que era el Bufón para meter las narices donde no le llamaban? Bufón, a tus pinceles… Estaba seguro de que me acabaría tomando la revancha, así que a ese respecto estaba tranquilo, pero me inquietaba haber oído el apellido de Puercoespín —«otra vez Hotta…»—, y la expresión «les instigó…» ¿Querían decir acaso que Puercoespín me había incitado a magnificar el suceso, o que Puercoespín había incitado a los estudiantes a que se portaran así conmigo? No lo sabía y me inquietaba. Yo seguía mientras tanto mirando el cielo como si nada. Noté que la luz del sol comenzaba a decaer. Empezaba a soplar una fresca brisa. Las nubes, que antes parecían los hilillos finos del humo del incienso al arder, habían empezado a condensarse en una fina neblina.

De repente, como si hubiera recordado algo, Camisarroja dijo:

—¿Qué tal si nos volvemos ya?

—¡Perfecto! —dijo el Bufón—. ¿Va el señor jefe de estudios a visitar a la Madona esta noche?

Camisarroja se incorporó al oírlo:

—Mejor no hablar de eso aquí. Alguien podría malinterpretarlo…

—No hay que preocuparse —respondió el Bufón—. Aunque lo oiga… —Y se volvió rápidamente para mirarme. Le respondí con una mirada asesina. Entonces él, como fulminado, esquivó mi mirada y dejó caer la cabeza a un lado mientras decía:

—¡Uy, me rindo!

Luego se encogió de hombros y se rascó la cabeza. ¡Qué payaso!

El marinero remó hacia la playa. El mar estaba muy tranquilo.

—Parece que no has disfrutado mucho con la pesca —me dijo Camisarroja.

—Estaba algo cansado, y prefería quedarme tumbado y mirar el cielo —le respondí. Arrojé mi cigarrillo al agua. Al apagarse hizo un sonido sordo, y luego se alejó de nosotros flotando. Camisarroja cambió totalmente de tema:

—Los estudiantes están muy contentos contigo. Debes portarte bien con ellos.

—No me da la sensación de que estén contentos —le dije.

—Lo digo en serio, están muy contentos, ¿verdad Yoshikawa?

—Están más que contentos. Entusiasmados, diría yo… —añadió el Bufón y se rió. Todo lo que salía por su boca tenía la particularidad de ponerme nervioso.

—Sin embargo —continuó Camisarroja—, si no tienes cuidado puedes buscarte problemas.

—Ya lo sé —le dije—. Pero pase lo que pase, estoy preparado. —La verdad es que yo seguía convencido de que o los alumnos internos se disculpaban, o yo dejaba la escuela.

—Bueno, si ya lo tienes todo pensado, no tengo nada que decir, pero como jefe de estudios lo único que quiero es ayudarte. No te lo tomes a mal.

—Así es. El señor jefe de estudios lo único que quiere es ayudarte. Y como tú y yo somos de Tokio, en la medida de lo posible espero que los dos nos apoyemos el uno al otro. De hecho, sin que lo sepas, ya te estoy ayudando. —Por una vez, el Bufón hablaba como una persona normal. Pero aceptar su ayuda me parecía un suicidio.

—Lo cierto es que los estudiantes están muy contentos de que hayas venido a nuestra escuela —añadió Camisarroja—. Pero hay ciertas cosas que debes tener en cuenta. Habrá momentos en los que te sientas mal, pero espero que tengas paciencia y sepas sobrellevarlos. Yo intentaré ayudarte.

—¿A qué se refiere exactamente con eso de que hay
ciertas cosas que debo tener en cuenta
?

—Bueno, es difícil explicarlo, pero ya lo irás descubriendo pronto. Aunque ahora no pueda contarte nada, lo verás claramente tú solo dentro de poco. ¿Verdad que sí, Yoshikawa?

—Claro que sí. Son cosas complicadas, no lo entenderías en un solo día ni aunque quisieses. Lo irás descubriendo poco a poco. Aunque ahora no te diga nada, podrás verlo claramente tú mismo dentro de poco.

Me di cuenta de que el Bufón había repetido exactamente las mismas palabras que Camisarroja acababa de pronunciar.

—Pues si es tan complicado prefiero no saberlo. Pero que conste que no he sido yo el que ha sacado el tema.

—Es cierto, es cierto. He sido yo quien lo ha mencionado. De modo que debo ser yo quien te lo explique. Me limitaré a decir una cosa: acabas de terminar tus estudios, y éste es tu primer trabajo como profesor. Las cosas del instituto son más complicadas cuando eres profesor. Intentar resolverlas con métodos de estudiante, sería sencillamente inútil.

—Si como dice usted sería inútil, ¿qué puedo hacer entonces?

—Lo que quiero decir es que alguien inexperto como tú siempre tiene cosas que aprender…

—Claro que soy inexperto. Tengo exactamente veintitrés años y cuatro meses, como bien dice mi expediente.

—Y por eso es tan fácil que alguien te tome el pelo sin que te des cuenta.

—Mientras cumpla con mi deber, no tengo nada que temer.

—Por supuesto que no, pero aun así te tomarán el pelo. Ya le pasó antes a tu predecesor. Yo no hago más que ponerte sobre aviso.

Mientras Camisarroja me decía todo esto, me di cuenta de que el Bufón había permanecido muy callado. En un momento dado, incluso se había ido a la popa a hablar con el marinero. Al no tenerlo delante, me era más fácil hablar con Camisarroja.

—¿Quién fue el que le tomó el pelo a mi predecesor?

—No te lo puedo decir; afectaría a su reputación. De todos modos, no estamos muy seguros de tener todas las pruebas para incriminarlo, y acusarlo no serviría de nada. De cualquier forma, eres tú quien está ocupando el puesto actualmente. Si cometieras algún error, todos nuestros esfuerzos para traerte aquí habrían resultado inútiles. ¡Te aconsejo que tengas cuidado!

—No puedo tener más cuidado del que he tenido hasta ahora. Además, si cumplo con mi deber, no sé qué puedo temer.

Camisarroja se rió. Yo no tenía la sensación de haber dicho nada gracioso. Hasta ese momento, siempre había creído que aquella era la manera correcta de actuar: básicamente se trataba de cumplir con mi deber. Pero si se piensa un poco, se descubre que la mayoría de la gente, de una forma u otra, quiere que te tuerzas, que no cumplas con tu obligación. Es como si pensasen que si no lo haces no tendrás éxito en la vida. Y cuando de repente se topan con alguien bueno e inocente, deciden tratarlo como a un niño mimado, y se dedican a despreciarlo y meterse con él. ¡Sería mejor quitar las clases de ética de la escuela y dejar de decir a los niños que no se debe mentir! Es más, las mismas escuelas deberían enseñarte a mentir mejor, a desconfiar de los demás y a tomarle el pelo a la gente. ¿No sería mejor así? Camisarroja se reía de mi inocencia. Si la gente se ríe de ti por ser inocente y sincero, entonces es que este mundo no tiene solución. Kiyo nunca se rió de mí por decirle lo que yo acababa de decirle a Camisarroja. Al contrario, a Kiyo estas cosas le parecían muy bien. Comparada con Camisarroja, Kiyo era mucho mejor persona.

—Por supuesto que está bien que cumplas con tu deber —continuó Camisarroja—. Pero si no eres consciente de que otras personas pueden tener mala intención, caerás en sus trampas. Una persona puede parecerte sincera y amable, especialmente si te ayuda con tu alojamiento, pero a pesar de eso no debes fiarte… Bueno, está empezando a hacer fresco, ¿verdad? Se nota que estamos en otoño… Mira el color morado de la neblina en la playa. ¡Bonito paisaje! —Camisarroja se dirigió entonces al Bufón—: ¡Eh, Yoshikawa! Bonita vista de la playa, ¿no?

—Realmente fantástica —respondió éste—. Es una pena que no nos quede tiempo para hacer un dibujo e inmortalizarla.

Había una luz encendida en el primer piso de la posada de la playa. A lo lejos se oyó el silbido de un tren. La proa de nuestro bote tocó la orilla, y se deslizó por la arena hasta pararse. La dueña de la posada, que estaba de pie en la playa, saludó a Camisarroja. Me encaramé en la borda, y salté a la arena dando un grito.

6

O
diaba al Bufón. Habrían hecho un favor al Japón atándolo a una piedra y arrojándolo al mar. En cuanto a Camisarroja, el solo hecho de oírle me ponía enfermo. En vez de hablar con su voz natural, adoptaba un tono agudo y afectado para intentar parecer más simpático. Además, su voz no pegaba nada con su cara. Me imagino que sólo una tonta como esa tal «Madona» podía sentirse atraída por él. Pero con todo, era más inteligente que el Bufón; por algo era el jefe de estudios.

Después de llegar a casa, me puse a pensar en lo que Camisarroja me había dicho. Puede que tuviera algo de razón. Como no había hablado claro, yo no había acabado de comprenderlo, pero me parecía que lo que Camisarroja me había querido decir era que no me podía fiar del Puercoespín, y que por lo tanto debía tener cuidado con él. Pues habérmelo dicho con más claridad, como habría hecho un hombre. Además, si Hotta era tan mal profesor como Camisarroja decía, pues haberlo despedido. ¡Vaya jefe de estudios tan pusilánime! ¡Cualquiera diría que tenía un título universitario! Porque era de cobardes hablar a espaldas de la gente sin atreverse a decir claramente sus nombres. A menudo los cobardes parecen buenos y dóciles, y eso era justo lo que le pasaba a Camisarroja. Además, quizá hablara de forma afeminada precisamente para parecer bueno y dócil. Pero ser bueno es una cosa, y otra muy diferente hablar con voz afeminada, y a mí no me iba a engañar por mucho que pusiera esa voz o se hiciese el delicado. Pero qué extraño es el mundo: alguien que te cae muy mal te trata con amabilidad, mientras que uno que parece ser tu amigo acaba jugándotela. ¡No entendía nada! Pero ahora vivía en provincias, y consideraba normal que las cosas fueran diferentes a como eran en Tokio. Por momentos, parecía que aquí el fuego podía convertirse en hielo, o las rocas en tofu. Era inquietante. Pero aunque así fuera, ¿qué sentido tenía que el Puercoespín incitara a los estudiantes a que se burlaran de mí? No parecía ese tipo de persona… Sin embargo, me habían dicho que era el profesor más popular, y quizá eso le daba carta blanca para hacer ciertas cosas. Aunque si era así, podía habérmelo dicho de forma más clara: yo nunca habría rehuido la confrontación directa. Si tenía algún problema conmigo, podía habérmelo dicho a la cara, incluso haberme pedido que presentara mi dimisión. Siempre se pueden arreglar las cosas hablando. Si me hubiera convencido de que tenía razón en sus quejas, habría abandonado el instituto al día siguiente. Después de todo, éste no era el único sitio del mundo donde se podía cultivar arroz. Estaba seguro de que, fuera adonde fuera, encontraría algo que comer y no me moriría de hambre. Pensé que a fin de cuentas tampoco me podía fiar del Puercoespín.

Él, recordé, había sido el primero en invitarme a algo cuando llegué. ¡A un sorbete! Ahora me daba rabia haber aceptado la invitación de alguien tan hipócrita. ¡Sólo había sido un sorbete, y a fin de cuentas no le había costado más que un céntimo y medio! Pero lo importante no era el dinero; lo que me fastidiaba era el hecho de haber aceptado la invitación. «Mañana, nada más llegar a la escuela, le devuelvo el dinero», me dije. Sólo una vez me había sentido antes en deuda: cuando Kiyo me regaló aquellos tres yenes. Y no es que no hubiera podido devolvérselos. Sabía que no esperaba que lo hiciera, y tampoco es que yo pensara hacerlo. No se trataba de una simple transacción entre dos extraños. Devolvérselos habría sido como decirle que no era realmente generosa, negar la nobleza de sus sentimientos hacia mí. No era tacañería por mi parte, sino una forma de mostrar lo unidos que estábamos los dos. Ya sé que los casos de Kiyo y el Puercoespín no tenían nada que ver, pero cuando aceptas una invitación, bien sea de un sorbete, de una taza de té o de lo que sea, lo que haces en realidad es decirle a la otra persona que le tienes respeto y que la aprecias. La gratitud que sientes en el corazón cuando aceptas una invitación, gratitud fácilmente evitable si pagas tú mismo tu parte, es una forma de devolver esa invitación con algo que va más allá del dinero, o de lo que el dinero puede comprar. Quien acepta la invitación puede ser un don nadie, pero eso da igual. Basta con que sea un ser humano libre e independiente. El hecho de que ese hombre independiente te encuentre digno de respeto y aprecio es más valioso que un millón de yenes.

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