Llegué ayer. Este es un lugar sin interés. Estoy alojado en una habitación de quince tatamis. Ayer di una propina de cinco yenes a los de la posada. La dueña me ha hecho hoy una reverencia tan grande que tocó el suelo con la frente. Anoche no pude dormir. Soñé que estabas comiéndote esos dulces que me dijiste, con las hojas de bambú y todo. Iré a verte el próximo verano. Hoy fui a la escuela y puse motes a todos los profesores. El director es el Mapache. El director de estudios es el Camisarroja. El profesor de inglés es el Calabaza, el de matemáticas el Puercoespín, y el de arte el Bufón. Bueno, ahora estoy muy ocupado. Adiós.
Me sentí bien después de terminar la carta. Me tumbé en el suelo, estiré los brazos y las piernas, y me abandoné al sueño. Esta vez dormí profundamente, y no soñé con nada.
Me despertó una potente voz:
—¡Así que esta es la habitación!
Cuando logré abrir los ojos, sobresaltado, vi que delante de mí estaba el Puercoespín. Antes de que me hubiera desperezado del todo, él ya había comenzado a hablar:
—Siento despertarte. Tus clases…
Al principio, no comprendía ni una palabra de lo que me estaba diciendo. Luego, deduje que las clases que me había asignado en un principio no eran las más difíciles, así que me relajé. De haberlo sabido antes, creo que podría haber empezado a trabajar al día siguiente de mi llegada, no dos días después. Cuando acabó de explicarme mis tareas como profesor, me dijo, como si ya lo tuviera decidido, que obviamente no creía que fuera mi intención permanecer en esa posada mucho tiempo más.
—Conozco una pensión en la que te pueden alquilar una habitación. Si dejas que te presente, seguro que te la alquilan sin problema. Y cuanto antes lo hagamos, mejor. No sería mala idea —continuó— ir a verla hoy mismo para que te puedas mudar mañana, antes de que comiencen tus clases.
Era verdad: no podía continuar indefinidamente en la elegante habitación en la que me alojaba. Mi salario no me lo permitiría. Me dio rabia pensar en dejar la posada después de haber dado los cinco yenes de propina, pero en vista de que debía irme, lo mejor sería hacerlo cuanto antes. Le pedí al Puercoespín que me presentara a los dueños de la pensión.
—¿Por qué no vamos juntos? —le dije.
La pensión estaba situada en un lugar muy tranquilo, en la ladera de una colina, a las afueras de la ciudad. El dueño era un anticuario llamado Ikagin.
[17]
Su mujer parecía cuatro o cinco años mayor que él. Cuando iba a la escuela alguien me enseñó la palabra
witch
en clase de inglés. Significaba «bruja». Pues bien, esta mujer parecía una auténtica
witch
. Pero no era yo el que estaba casado con ella, de modo que me daba igual.
Cerramos el trato con los dueños, y acordamos que al día siguiente ya podría mudarme a mi nueva habitación. En el camino de vuelta a la posada, Puercoespín me invitó a un sorbete. Nada más conocerlo me había parecido un tipo bruto y arrogante, pero ahora que hacía todas esas cosas por mí, ya no lo veía del mismo modo. Supongo que se trataba de alguien impulsivo, y con genio, como yo. Más tarde me enteré de que era el profesor más apreciado por los estudiantes.
P
or fin llegó el momento de empezar mis clases. Cuando entré en el aula y me vi sobre la tarima, me sentí muy extraño. Mientras daba la lección, me preguntaba si en realidad servía para eso. Los estudiantes eran muy ruidosos. Por alguna razón, se dirigían a mí en voz muy alta, casi gritando. Cuando lo hacían, no dejaban de increparme: «profesor esto» o «profesor aquello», lo que me hacía sentir incómodo. Yo había utilizado esa palabra a todas horas cuando estudiaba en la escuela superior de ciencias físicas, pero una cosa es usarla uno mismo, y otra que la usen contigo. Oírla me producía una especie de sensación de cosquilleo en la planta de los pies. No me considero un cobarde; tampoco un pusilánime. Pero desgraciadamente, a veces los nervios me acaban traicionando. Cada vez que uno de los alumnos se levantaba y me increpaba «profesor, profesor», yo me asustaba igual que cuando caminaba por Tokio con el estómago vacío, y entonces sonaba el cañonazo que marcaba las doce del mediodía en el Palacio Imperial. Sin embargo, me las arreglé bastante bien para pasar esa primera clase sin incidentes, sobre todo porque nadie me preguntó nada muy difícil. Cuando volví a la sala de profesores, el Puercoespín me preguntó qué tal me había ido mi primera clase. Le respondí con un lacónico «bien», y él pareció quedarse satisfecho.
Cuando cogí mi tiza y salí para la segunda clase, me embargó la sensación de que me encaminaba a territorio enemigo. Cuando entré en el aula, me di cuenta de que todos los alumnos eran más corpulentos que yo. Como buen nativo de Tokio, soy un tipo más bien bajito y delgado y, a pesar de estar subido en la tarima, aquellos muchachos me parecían amenazadores. Soy capaz de pelearme con cualquiera, incluso de enfrentarme a un luchador de sumo, pero la cosa cambia si tengo que dar la cara ante cuarenta gigantes con la única ayuda de mi oratoria. Era muy consciente de que si daba cualquier muestra de debilidad ese primer día, aquellos brutos me perderían el respeto para siempre, así que decidí hablar todo lo alto que me era posible, pronunciando muy fuerte las erres. Al principio los chicos parecieron desorientados, como si una espesa niebla los hubiera envuelto. Me dije que aquello funcionaba, y decidí seguir hablando de esa forma un tanto estrambótica, imitando el acento barriobajero de Tokio. Tras unos minutos, el chico que estaba sentado en el centro de la primera fila, el más corpulento de toda la clase, se puso de pie y gritó:
—¡Profesor!
«A ver con qué me sale éste ahora», pensé. Él continuó:
—Con lo rápido que habla usted, no hay quien entienda nada. Podría hablar más lentamente,
¿verdad que sí?
Este
¿verdad que sí?
, y la lentitud con la que se dirigió a mí, lograron sacarme de quicio. ¡Qué forma de hablar más insustancial!
—Muy bien —les dije—. Si queréis que os hable más lentamente lo haré, pero debéis tener en cuenta que soy de Tokio y no puedo hablar como vosotros. Si no me entendéis bien, no os preocupéis que ya os acostumbraréis.
En mi segunda clase hice lo mismo, y funcionó de maravilla. Pero cuando estaba a punto de salir del aula, un estudiante se me acercó con una hoja y me dijo:
—Podría usted resolver este problema de geometría,
¿verdad que sí?
El problema en cuestión era tan difícil que no se me ocurría nada; un sudor frío comenzó a bajarme por la espalda. Lo cierto es que no tenía ni idea de cómo resolverlo y así se lo dije. Acto seguido, salí a toda prisa del aula en dirección a la sala de profesores. Pero nada más irme los estudiantes comenzaron a burlarse a mis espaldas, coreando:
—¡No lo sabe! ¡No lo sabe!
Creo que en casos excepcionales es normal que el profesor no sepa la respuesta a alguna pregunta especialmente complicada. ¿Qué hay de malo en decir que no se sabe algo cuando no se sabe? Además, pensé, nadie que fuera capaz de resolver semejante problema habría acabado en aquel rincón perdido de la mano de dios ganando cuarenta yenes al mes. Cuando volví a la sala de profesores, el Puercoespín volvió a preguntarme si me había ido bien la clase pero esta vez no bastó la inclinación de cabeza y el lacónico «bien». En cambio, le dije que los estudiantes de aquella escuela me parecían todos unos ignorantes. El Puercoespín me miró con cara enigmática.
En cuanto a la tercera clase y la cuarta, así como a la que tuve que dar por la tarde, todas fueron más o menos igual: en todas algo se acabó torciendo. Me di cuenta de que ser profesor no era tan fácil como parecía. Aunque ya no tenía que enseñar más ese día, no podía abandonar la escuela hasta las tres. Al acabar las clases, los estudiantes limpiaban y ordenaban el aula, y luego a mí me tocaba revisar cómo lo habían hecho. También debía repasar la lista de faltas del día. Sólo después de hacer todo eso se me permitía volver a casa. No me gustó la idea de tener que esperar hasta las tres sin hacer nada. Parece que el que te den un salario les da derecho a tenerte sentado en una silla mirando a las musarañas. Yo me rebelaba contra eso. Aunque si todos los demás aceptaban esas reglas sin rechistar, un recién llegado no era quién para protestar, así que aguanté en silencio todo ese tiempo. Cuando estábamos saliendo, expresé mi disgusto a Puercoespín.
—Es absurdo que nos obliguen a estar aquí sin hacer nada.
Puercoespín me dijo que tenía razón y se rió, pero luego añadió en tono serio:
—Mira, será mejor que no te quejes mucho. Y si lo haces, hazlo conmigo. Por aquí hay gente muy especial.
Nos separamos en la siguiente esquina, así que no pude oír más detalles.
Cuando llegué a casa, el casero vino a mi habitación y me invitó a tomar un té. Al oírlo, pensé que me estaba ofreciendo su té, pero vi con asombro cómo cogía mi té, le echaba agua hervida, y se lo bebía. Seguro que era el tipo de persona que aprovechaba para beberse mi té mientras yo estaba fuera. Me dijo que siempre le habían interesado las antigüedades, y que por eso había acabado dedicándose a la compraventa.
—Usted parece una persona de gustos refinados —me dijo—. ¿No le gustaría iniciar su propia colección de antigüedades?
«¡Qué propuesta más estúpida!», pensé. Una vez había ido al Hotel Imperial de Tokio a hacer un recado, y me habían tomado por un cerrajero. Otra vez que estaba paseando por Kamakura con una manta echada sobre los hombros y la cabeza, cerca de la gran estatua de Buda, al conductor de un
rickshaw
le había dado por llamarme «jefe». Lo que quiero decir es que en mi vida me habían pasado muchas cosas raras, pero hasta ese momento nadie me había dicho que «tenía gustos refinados». A la gente se la suele conocer por su aspecto. Seguramente será por influencia de los personajes que vemos en los cuadros, pero al hablar de alguien de gustos refinados uno se imagina a un hombre tocado con capa y capucha, o enarbolando un papel en el que acaba de escribir un poema. «Este tipo que pretende halagarme diciendo con toda seriedad que soy hombre de buen gusto debe ser un pájaro de mucho cuidado», pensé. Le respondí que coleccionar antigüedades me parecía propio de personas viejas y ociosas, y que era algo que no me gustaba nada, a lo que él me respondió con una carcajada:
—A nadie le gusta al principio el coleccionismo, pero una vez que se empieza, ya no se puede parar—. Y diciendo esto se sirvió otra taza de mi té que se bebió con ademán afectado.
Yo le había encargado la noche anterior que me comprara té, y el que había traído era horrible, oscuro y amargo. Una taza era suficiente para hacerte sentir mal. Le pedí que me trajera algo mejor la próxima vez.
—Por supuesto —me dijo, y se apresuró a servirse otra taza aprovechando hasta la última gota. Luego se la bebió entera. Era el tipo de persona que aprovechaba hasta la última gota del té de los demás. Después de que se fuera, preparé las clases del día siguiente, y me acosté temprano.
Los días siguientes se repitió la misma rutina: iba a la escuela por la mañana, impartía mis clases, volvía a mi habitación y allí recibía la visita del casero que venía a invitarme a mi propio té. Después de una semana, ya tenía muy claro el funcionamiento de la escuela y también qué clase de personas eran el casero y su mujer. Otros profesores me habían contado que las primeras semanas de trabajo se las habían pasado muy preocupados por la impresión que estarían causando, pero eso no me ocurrió a mí. Yo cometía errores en clase, pero media hora después los había olvidado. No soy del tipo de personas que se obsesionan con las cosas. El efecto que mis errores pudieran tener en los estudiantes, el director o el jefe de estudios me traía al fresco. Como ya dije, a veces me traicionan los nervios, pero una vez que decido algo, me mantengo firme en mi decisión, para bien o para mal. Había decidido que si las cosas no iban bien en la escuela, me volvería a Tokio, así que Camisarroja y el Mapache no me daban ningún miedo. Y en cuanto a los estudiantes, me preocupaban menos incluso que mis colegas, por lo que no pensaba hacer nada en especial para intentar ganármelos.
Esta manera de tomarme las cosas funcionaba muy bien en la escuela, pero no en casa. Si hubieran sido únicamente sus visitas para invitarme a mi té lo habría llevado bien. Lo malo es que el casero comenzó a traerme antigüedades para que las viera. Lo primero que trajo fue un cargamento de barritas de piedra para sellos.
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Alineó diez de ellas sobre el suelo y me dijo que me las dejaba muy baratas, que me las vendía por tres yenes. Le dije que yo no era ningún artista ambulante y que para qué necesitaba yo diez sellos diferentes. Así que la siguiente vez se presentó con un
kakemono
que me dijo que había pintado un tal Kazan, y en el que aparecían un pájaro y una flor. Lo colgó él mismo en el
tokonoma
mientras me decía:
—¿No queda bien aquí?
Le dije que sí, por decir algo, lo que le dio pie para comenzar con una larga charla sobre dos pintores llamados «No sé qué» Kazan, y sobre que este
kakemono
lo había pintado uno de ellos y no el otro. Me dijo que debía comprarlo sin falta, y que por ser yo me lo dejaba en sólo quince yenes. Cuando le respondí que no tenía ese dinero, insistió en que eso no suponía ningún problema. Ya le pagaría cuando pudiera. Sólo cedió cuando le dije no se lo compraría ni aunque tuviera el dinero.
En otra ocasión, se presentó con una piedra para diluir tinta china tan grande como la teja de un alero y me anunció con gran pompa:
—Esta piedra es una auténtica Tankei.
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Para que no comenzara con su interminable discurso, me hice el tonto y le dije que no sabía qué era eso, pero no logré evitar que me soltara otra insoportable lección:
—Las piedras Tankei se extraen de tres secciones diferentes de la veta, bien de arriba, bien del medio, bien de abajo. —Todas las piedras que se solían ver hoy día estaban extraídas de la sección de arriba, pero esta era un genuino ejemplar de la sección media. —Mira estos ojos —me dijo mientras señalaba unas manchas claras en la oscura superficie de la piedra—. Es difícil ver ejemplares con tres ojos, como ésta. ¿Quieres hacer una prueba diluyendo un poco de tinta en ella?
Cuando me la puso en las manos, le pregunté por el precio.