Las traducciones están hechas de palabras, pero también de silencios. A cada palabra, a cada expresión, le acompañan otras que podían haberse dicho y no se han dicho, y que a pesar de no existir aprovechan espacios en blanco para saltar y decirnos lo que podía haber sido y no fue. Son los fantasmas de la traducción, que asolan a los traductores y los convierten en seres rodeados de extrañas formas de vida. Son los reflejos de sus dudas, sus incertidumbres y sus inseguridades, y después de publicarse el libro los fantasmas siguen allí, esperando la noche o el momento para mostrarse. Después de este libro, yo estoy lleno de ellos. A pesar de ello, he contado con la ayuda impagable, reconfortante y necesaria de Hidehito Higashitani y Julio Baquero Cruz. El primero, ejemplo de bilingüismo y biculturalidad, profesor, traductor del español y amante de la cultura y literatura españolas, me ha guiado por los coloquialismos,
tokionismos
,
botchanismos
, y demás sabores del texto original que, irremediablemente, se han perdido en su mayoría debido a mis limitaciones. El segundo, ha sido mi guía estilística y de inteligencia y sentido común a lo largo de un proceso que conoce bien. He seguido sus pasos como he podido, la mayor parte del tiempo con la lengua fuera. También quiero agradecer al editor, Enrique Redel, por su confianza (se podría llamar inconsciencia), sus sugerencias y su constante apoyo.
J.P.E.
Madrid, 10 de febrero de 2008
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D
esde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Una vez, en la escuela primaria, salté desde la ventana de un primer piso y no pude andar durante una semana. Alguien se preguntará por qué hice semejante tontería. Pero la verdad es que no hubo ninguna razón especial. Simplemente estaba un día asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando uno de mis compañeros de clase comenzó a meterse conmigo diciéndome que, por mucho que me hiciera el gallito, en realidad no era más que un cobarde y que no sería capaz de saltar. El bedel tuvo que llevarme esa misma noche a cuestas a mi casa. Cuando mi padre me vio, se enfadó muchísimo y me dijo que no podía comprender cómo alguien se podía quedar sin caminar simplemente por haber saltado desde la ventana de un primer piso. Le respondí que la siguiente vez que saltara no me volvería a ocurrir.
Otro día estaba yo jugando con el reflejo que el sol producía en la hoja de una bonita navaja importada que uno de mis parientes me había regalado, cuando uno de mis amigos exclamó:
—Brillar, brillará mucho. Pero seguro que no corta nada.
—¿Que no? —le respondí yo—. Mi navaja puede cortar cualquier cosa.
—¿A que no puede cortar uno de tus dedos? —me desafió.
—¿Que no? —le repetí yo—. Mira. —Y entonces empujé la hoja en diagonal sobre mi pulgar derecho. Afortunadamente, la navaja era pequeña y mi hueso estaba sano y fuerte, por lo que todavía conservo el pulgar, aunque tendré una cicatriz mientras viva.
En la parte más oriental de nuestro jardín, a unos veinte pasos, se extendía una pendiente poco pronunciada en la que había un pequeño huerto con un castaño justo en el centro. Las castañas me volvían loco. Cuando llegaba la época en que comenzaban a estar maduras, en cuanto empezaba a amanecer yo salía corriendo por la puerta de atrás para coger algunas y llevármelas a la escuela, donde me las comía. El otro lado del jardín, por el Oeste, lindaba con la casa de un prestamista llamado Yamashiro, que tenía un hijo de trece años llamado Kantaro. Kantaro era un gallina, pero eso no le impedía saltar la valla de madera y bambú y entrar en nuestro jardín para robarnos las castañas. Una noche me escondí en la penumbra, junto a la puerta, y conseguí pillarlo. Al ver que no tenía escapatoria, se abalanzó sobre mí con todas sus fuerzas. Kantaro tenía dos años más que yo y, aunque era un gallina, lo cierto era que era muy fuerte. Intentó darme un golpe con su enorme cabeza, plana como el fondo de una cacerola, y a fuerza de cabezazos lo único que consiguió fue incrustarla en la manga de mi kimono. Yo no podía usar el brazo para sacarla de allí, así que empecé a moverlo arriba y abajo, mientras Kantaro continuaba dando cabezazos sin poder ver nada. Al final, cuando notó que se iba a asfixiar, me dio un mordisco en el bíceps. Cegado por el dolor, lo empujé contra la valla, lo levanté y lo arrojé al otro lado. La parcela del prestamista Yamashiro estaba casi dos metros más abajo que la nuestra. En su caída, Kantaro rompió un tramo de la valla y se golpeó la cabeza contra el suelo mientras lanzaba un gemido. También me arrancó la manga del kimono, con lo que por fin pude liberar el brazo. Esa noche mi madre tuvo que ir a casa de los Yamashiro a disculparse y, ya que estaba allí, aprovechó para recuperar la manga.
Pero eso no fue todo; recuerdo también cuando junto con Kaneko, el hijo del carpintero, y Kaku, el hijo del pescadero, destrocé el huerto de zanahorias de Mosaku. Mosaku había dejado paja amontonada en la parte del huerto en la que había plantado las zanahorias, para protegerlas del frío. Y a nosotros nos dio por organizar un torneo de sumo encima de la paja. Nos pasamos la mitad del día peleando y, cuando terminamos, resultó que las zanahorias se habían echado a perder.
También recuerdo aquella vez que atasqué la tubería de riego del arrozal de los Furukawa, una proeza que me valió un buen castigo. Los Furukawa habían instalado en el huerto un grueso caño de bambú del que salía el agua necesaria para regar el arroz. Yo no sabía para qué servía el caño, así que un día lo atasqué con piedras y hojas hasta que dejó de salir agua. Aquella noche, mientras estábamos cenando, se presentó el señor Furukawa en persona, hecho una furia. Entró gritando, con la cara inyectada en sangre. Recuerdo que mis padres tuvieron que darle dinero para que me perdonara.
Mi padre no me quería. Y mi madre siempre prefirió a mi hermano mayor. Mi hermano era un muchacho muy pálido, y le gustaba actuar en obras de teatro, especialmente haciendo papeles femeninos de
kabuki
.
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Mi padre solía repetirme que nunca llegaría a nada. Mi madre, por su parte, parecía muy preocupada por mi futuro. La verdad es que siempre he sido un caso perdido. Pero cuando pienso en cómo me han ido las cosas después, no resulta extraño que se preocuparan tanto. Quizá lo mejor que se pueda decir de mí por el momento es que no he estado en la cárcel.
Cuando mi madre cayó enferma, dos o tres días antes de morir, me golpeé con el horno mientras daba unas volteretas en la cocina y me abrasé el costado. Fue muy doloroso. Mi madre se enfadó muchísimo, y me dijo que no quería volver a verme, así que tuve que marcharme unos días a casa de un pariente. Poco después nos llegó la noticia de que mi madre había muerto. La verdad es que nunca pensé que se iba a morir tan deprisa. Si hubiera sabido que estaba tan enferma seguramente me habría portado mejor. Cuando regresé a casa, mi hermano mayor me dijo que era la desgracia de la familia, y que si mi madre se había muerto de un modo tan fulminante, había sido por mi culpa. Aquello me sentó tan mal que le propiné una bofetada, algo que lo único que hizo fue empeorar las cosas.
Tras la muerte de mi madre, volví a casa con mi padre y mi hermano. Mi padre era un vago, pero eso no le impedía repetirme como un disco rayado cada vez que me veía que yo era un desastre de hombre. No sé a qué se refería. A mí, mi padre siempre me pareció un tipo extraño. Mi hermano aspiraba a ser un hombre de negocios y se pasaba el tiempo estudiando inglés. Pero era afeminado y retorcido, y nunca acabamos de llevarnos bien. Cada diez días más o menos teníamos una pelea. Un día, jugando al
shogui
,
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me comió una pieza haciendo trampas, y luego se dedicó a restregármelo para fastidiarme. Yo me enfadé tanto que cogí otra de las piezas y se la tiré a la cara. Le di entre los ojos, y le hice sangre. Entonces él fue a chivarse a nuestro padre, que me dijo que me iba a desheredar.
Yo estaba convencido de que lo haría, pero entonces Kiyo,
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la mujer que nos había cuidado los últimos diez años, intercedió por mí y le suplicó bañada lágrimas que no me desheredara, y al final acabó persuadiéndolo. Pasado el tiempo, no recuerdo haber tenido nunca miedo de mi padre. Pero sí recuerdo que Kiyo me inspiraba mucha lástima. Según las historias que me habían contado, Kiyo pertenecía a una antigua y respetable familia que lo perdió todo al caer el antiguo régimen feudal.
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Como consecuencia de ello, se había visto obligada a trabajar como criada. No sé qué relación había entre nosotros dos, pero por alguna razón, ella me quería mucho. Era sorprendente. Mi propia madre se había cansado de mí tres días antes de morir… mi padre no paraba de encontrarme defectos… y todos nuestros vecinos pensaban que yo era un botarate y no querían ni verme… Kiyo, en cambio, sólo veía cosas buenas en mí. Por mi parte, yo había acabado resignándome al hecho de que no despertaba ninguna simpatía en los demás, y por eso aceptaba que me trataran con la mayor indiferencia. Esto hacía que desconfiara de las personas que me trataban bien, y eso incluía a Kiyo. En ocasiones, cuando estábamos solos en la cocina, me decía:
—Tienes un carácter bueno y recto.
Pero yo no me lo creía. Si de verdad tenía un carácter bueno, otras personas lo habrían notado, y en consecuencia me habrían tratado un poco mejor. Siempre que me lo repetía, yo le respondía que no me gustaban los cumplidos.
—¿Ves como tienes muy buen carácter? —afirmaba entonces mirándome con ternura. Yo creo que de quien Kiyo estaba orgullosa no era de mí, sino de una versión de mí que ella misma se había creado en su cabeza. Todo aquello me hacía sentir bastante incómodo.
Cuando mi madre murió, el cariño que Kiyo me profesaba se redobló. En mi inocencia infantil, me resultaba extraño que fuera tan buena conmigo. Pensaba que por más que lo intentara no conseguiría cambiarme, que yo era un caso perdido. Sus esfuerzos me inspiraban lástima. Pero ella seguía mimándome, sin cansarse nunca. A veces, llegaba a gastarse su propio dinero comprándome dulces. Las noches más frías, cuando ya me había acostado, entraba en mi habitación con un humeante tazón de gachas hechas de harina de soba
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que había apartado en secreto, y lo dejaba junto a mi almohada. Otras veces me compraba una cazuela de tallarines de soba calientes. Y no sólo me regalaba comida: también solía comprarme calcetines, lápices, cuadernos, en fin, todo tipo de chucherías. En otra ocasión, bastante después, me regaló tres yenes, aunque yo jamás le había pedido dinero. Un día se presentó en mi cuarto y me dijo que tenía que ser muy duro no poder disponer de dinero para mis propios gastos. Así que me entregó los tres yenes, y me dijo que podía comprarme lo que quisiera con ellos. Por supuesto, yo le respondí que no necesitaba dinero, pero ella insistió tanto que finalmente terminé aceptándolo. Aquello me hizo muy feliz. Metí los tres billetes de un yen en una bolsa, y la llevaba a todos sitios escondida en mi kimono. Pero en una ocasión, al ir al retrete, no pude evitar que la bolsa se me cayera por el agujero. Sin saber qué hacer, lo único que se me ocurrió fue irme corriendo a contárselo a Kiyo. Nada más oírlo se hizo con una vara de bambú y me dijo que lo recuperaría enseguida. Unos minutos después escuché cómo chapoteaba el agua del pozo. Cuando salí, allí estaba Kiyo, lavando la bolsa que colgaba de la punta de la vara de bambú. Al abrirla, vimos que los billetes estaban todos descoloridos, y se habían vuelto marrones. Kiyo los puso encima del brasero, y cuando ya estuvieron secos, me los devolvió. Cuando me preguntó si creía que habían quedado bien, yo me los acerqué a la nariz, y le respondí que todavía olían bastante mal. Entonces me dijo que no me preocupara, que ella me los cambiaría. Al rato, regresó con tres monedas de plata de un yen. No recuerdo qué fue lo que compré con esos tres yenes. Le prometí que se los devolvería tan pronto como pudiese, pero nunca llegué a hacerlo. Me gustaría poder devolvérselos multiplicados por diez, pero ya es imposible.
Kiyo siempre trataba de darme esos regalos cuando mi padre y mi hermano no estaban delante. Y no hay nada que más odie, aun hoy en día, que recibir algo a espaldas de la gente. Es cierto que no me llevaba bien con mi hermano, pero eso no significa que me gustara recibir chucherías o lápices de colores sin que él se enterara. Alguna vez pregunté a Kiyo por qué era a mí a quien regalaba cosas y no a mi hermano. Sin mostrarse alterada, me respondió mi padre ya compraba cosas a mi hermano, y que por lo tanto no era necesario que ella le comprase nada. No me pareció justo. Es verdad que mi padre era un hombre terco y difícil, pero eso no implicaba que favoreciese a uno más que al otro. No hay duda de que Kiyo pensaba así porque estaba ofuscada por el amor. Aunque venía de una buena familia, no había recibido estudios, y no había forma de hacerla entrar en razón. Pero la devoción de Kiyo por mí iba incluso más lejos, y a veces hasta me daba miedo. Estaba totalmente segura de que yo acabaría convirtiéndome en un hombre importante con una carrera maravillosa. Mi hermano, sin embargo, no parecía tener para ella ninguna cualidad positiva, si exceptuamos su piel, tan clara. Estaba completamente segura de que las personas a las que ella quería acabarían triunfando, mientras que aquellas que no contaban con su aprecio, fracasarían. No había forma de sacarle esas ideas de la cabeza. En aquellos tiempos yo no tenía la menor idea de lo que quería hacer con mi vida. Pero como Kiyo no hacía más que insistir en que si me lo proponía llegaría a ser alguien importante, me lo acabé creyendo. Qué ridículo me parece ahora todo aquello. Una vez le pregunté qué pensaba que sería de mayor, pero resultó que no tenía ni idea. De lo único de lo que no dudaba era de que recorrería el mundo sentado en mi propio
rickshaw
, y de que tendría una casa con una entrada magnífica.
Además, solía fantasear con la idea de que en cuanto tuviera una casa viviríamos juntos. Se pasaba el día preguntándome si la llevaría a vivir conmigo. Y como yo mismo me convencí de que algún día llegaría a tener mi propia casa, le dije que sí. Kiyo era una mujer dotada de una fértil imaginación, y no paraba de hacerme preguntas sobre el lugar donde me gustaría vivir, si en Kojimachi o en Azabu, o si me gustaría colocar un columpio en el jardín, o si me bastaría con tener una única habitación de estilo occidental en la casa. Quería tener todo planeado con antelación. Por aquel entonces, yo no tenía la menor intención de poseer una casa. Me importaba un comino que fuera de estilo japonés u occidental, así que cuando Kiyo comenzaba con sus fantasías, yo le decía que me dejara en paz. Entonces ella volvía a cubrirme de alabanzas y a decirme que mi respuesta demostraba lo desinteresado que era, el corazón tan puro que tenía. Daba igual lo que yo dijera; ella siempre encontraba un motivo para alabarme.