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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

—Su dueño la trajo de China, pero está deseando venderla, o sea que te la puedo conseguir por treinta yenes.

Me pareció que el casero estaba loco. Pensé que podía aguantar la vida académica, pero que las antigüedades conseguirían acabar conmigo.

No pasaría mucho tiempo antes de que empezara a tener nuevos problemas en el instituto. Paseaba yo un día por el barrio de Omachi, al lado de la oficina de correos, cuando vi un cartel que decía:

«G
ENUINA
S
OBA
— A
L
E
STILO
DE
T
OKIO
».

¡Me encantaba la
soba
, esos delicados tallarines! Cuando vivía en Tokio, el solo hecho de pasar ante un restaurante de
soba
y oler el delicioso aroma del caldo humeante que de allí emanaba, me impelía a entrar. No lo podía evitar. Hasta ese momento sólo había tenido tiempo para pensar en matemáticas y antigüedades, y había olvidado la mera existencia de los tallarines. Pero en cuanto vi aquel cartel supe que no podía dejar pasar la oportunidad, así que no me lo pensé dos veces, entré en el restaurante y pedí que me sirvieran un bol. Pronto me di cuenta de que el local no parecía estar a la altura de lo que anunciaba el cartel. Cuando uno entra en un restaurante llamado «Tokio» lo que espera encontrar es un local decente, incluso sofisticado. A lo mejor es que no conocían Tokio, o quizás no tenían dinero para adecentar el local, pero la verdad es que aquel lugar tenía un aspecto asqueroso. Los tatamis estaban todos marrones y ásperos a causa de la arena y la porquería que se habían ido acumulando. Los muros se veían negros por el hollín. El techo estaba todo manchado por el humo de las lámparas de queroseno y, para colmo, era tan bajo que había que comer agachado. Lo único que parecía nuevo era la lista de precios que colgaba de una de las paredes con los nombres de los platos escritos a mano. Parecía como si hubieran comprado un local en ruinas tan sólo dos o tres días antes, y hubieran abierto una casa de comidas sin haberse preocupado en hacer una sola reforma. El primer plato de la lista de precios era
tempura
[20]
con
soba
.

—¡Un plato de
tempura
con
soba
! —grité.

Tres parroquianos que había en un rincón, y que hasta ese momento habían estado sorbiendo ruidosamente sus tallarines, alzaron sus cabezas para mirarme. Aunque estaba muy oscuro, al ver sus caras reconocí a tres estudiantes de la escuela. Al verme, me saludaron los tres con una inclinación de cabeza, y yo hice lo propio. Comencé a dar cuenta de mi plato enseguida y, como los tallarines estaban realmente deliciosos, me zampé cuatro tazones seguidos.

Al día siguiente, cuando entré en mi clase, como cualquier otro día, descubrí que alguien había escrito con grandes letras en la pizarra:

P
ROFESOR
T
EMPURA
.

En cuanto me vieron entrar, los estudiantes prorrumpieron en sonoras carcajadas. Su actitud me pareció tan absurda que les pregunté qué había de extraño en comer
tempura
con tallarines. Uno de ellos respondió.

—Pero es que cuatro platos son muchos platos,
¿verdad que sí?

Les dije que si pagaba por ello, no era asunto de nadie más que de mí mismo si me comía cuatro platos, o incluso cinco si así se me antojaba. Después, di la clase a toda velocidad y cuando terminé salí pitando hacia la sala de profesores. Cuando regresé para la siguiente clase, diez minutos después, había otro mensaje escrito en la pizarra:

P
ROFESOR
C
UATRO
P
LATOS
DE
T
EMPURA.
P
ROHIBIDO
R
EÍRSE
.

La primera vez no me había importado mucho, pero aquello logró sacarme de mis casillas. Estaba furioso. Me pareció que la broma había ido demasiado lejos. Era como cuando se cocina un pastel de arroz demasiado tiempo y éste queda duro y quemado: no hay quien se lo trague. Pero los estudiantes parecían no darse cuenta, y seguían y seguían con la misma bromita. Me imagino que para alguien que vive en una ciudad tan minúscula que puedes recorrértela entera en una hora, ver a alguien comiendo
tempura
con
soba
puede resultar un espectáculo tan impactante como la guerra ruso-japonesa. Me daban pena esos miserables. Educados desde pequeños como si fueran el bonsái de un arce, se habían retorcido según crecían hasta dejar de parecer seres humanos normales. Si se hubiera tratado de algo inocente, me habría reído con ellos de buen grado. Pero aunque fuera una broma de niños, había algo de malvado en lo que habían hecho. Así que me callé, borré la pizarra, y luego me di la vuelta y les dije:

—Aunque os parezca gracioso lo que habéis hecho, no es más que un simple acto de cobardía. ¡De cobardía, si es que sabéis lo que esa palabra significa!

Entonces, uno de los estudiantes se levantó y dijo:

—Pero también es un acto de cobardía enfadarse cuando se ríen de uno,
¿verdad que sí?

¡Qué horror! Me entraban ganas de llorar sólo de pensar que había venido desde Tokio para enseñar a semejantes mastuerzos.

—¡Cerrad la boca y estudiad más! —les espeté, y luego seguí dando la lección.

En la siguiente clase, cuando entré en el aula, alguien había escrito en la pizarra:

E
L
P
ROFESOR
T
EMPURA
SIEMPRE QUIERE TENER LA
Ú
LTIMA
P
ALABRA
.

No había quien pudiera con ellos. Les dije que no estaba dispuesto a ser el profesor de unos estudiantes tan impertinentes, y me marché dando un portazo. Los estudiantes, según me dijeron después, se habían quedado encantados de que la clase se suspendiera de modo tan inesperado. Las cosas estaban tomando tal cariz que hasta las antigüedades habían empezado a parecerme atractivas.

Después de aquel incidente volví a casa y dormí toda la noche. Sin embargo, al día siguiente mis preocupaciones habían desaparecido como por ensalmo. Esa mañana, cuando entré en la clase los estudiantes estaban sentados en sus sitios como si nada hubiera ocurrido. Aquello era todo un poco absurdo.

Las cosas fueron muy bien durante los tres días siguientes, pero ocurrió que la noche del cuarto día se me ocurrió entrar en un restaurante del barrio de Sumida, donde me comí unas cuantas bolas de dango.
[21]
El restaurante estaba situado en una zona de aguas termales, a apenas diez minutos en tren de la ciudad y a media hora si se iba a pie. Además de varios hoteles, restaurantes y un parque, en la zona existían varios burdeles. Había oído decir que en ese restaurante, que estaba en el límite del barrio, servían unas bolas de arroz muy ricas, así que decidí ir a tomar las aguas a uno de los balnearios y pasarme luego por el restaurante en mi camino de vuelta. Esta vez no había estudiantes, lo que me hizo sentir bastante aliviado. Pero la mañana siguiente, no bien entré en el aula, vi un mensaje escrito en la pizarra:

D
OS
PLATOS DE
D
ANGO
,
SIETE CÉNTIMOS
.

¡Era cierto que yo había pedido dos platos, y que me habían costado siete céntimos! Estos chicos eran realmente insufribles. Algo me decía que en la segunda clase encontraría escrito en la pizarra algo del estilo de:

D
ANGO
JUNTO AL PROSTÍBULO, ¡QUÉ RICO!

¡Desdichados! No sabía qué hacer. Se acabó comer más bolas de arroz, eso desde luego. Pero antes de que me diera cuenta mis alumnos ya habían encontrado otro motivo de chanza: mi toalla roja.

Desde que llegué a la ciudad, había tomado la costumbre de visitar unos baños termales en los que me pasaba horas enteras. Si bien la ciudad no ofrecía nada especialmente reseñable, los baños termales eran excelentes, comparados con los de Tokio. Estaban muy cerca de mi pensión, y nada más descubrirlos resolví aprovecharme de la situación y visitarlos con frecuencia. Así que cada día, cuando acababa mi cena, me daba un paseo hasta allí, y así aprovechaba para hacer algo de ejercicio. En esos paseos, siempre llevaba conmigo una toalla grande de baño, de rayas blancas y rojas. Con el agua caliente de los baños, las rayas habían ido destiñendo, por lo que desde la distancia parecía que la toalla era toda de color rojo. Siempre que iba, andando o en tren, llevaba la toalla a la vista, y pronto empecé a darme cuenta de que los estudiantes habían empezado a apodarme «Toalla-roja». Al principio intenté tomármelo como uno más de los inconvenientes de vivir en un lugar pequeño, en el que es imposible pasar inadvertido.

Pero ahí no quedó la cosa. El edificio de los baños, de nueva construcción, constaba de dos plantas. Si tomabas un baño de primera clase, te ganabas el derecho a disfrutar de un albornoz, todo ello por ocho céntimos. Además, en el piso superior, una chica te servía té verde en una taza preciosa de
tenmoku.
[22]
Yo siempre tomaba baños de primera clase. Cuando los estudiantes se enteraron, les dio por decir que era algo extravagante que un profesor que ganaba sólo cuarenta yenes tomara todos los días un baño de primera clase. ¡Como si a mí me importara la opinión de mis alumnos!

Pero aún había más. El baño en cuestión se tomaba en una gran pileta de granito de unos cinco metros por seis. Normalmente, solía haber unas doce personas dentro de la bañera, pero en ocasiones me quedaba solo. En esos casos, aprovechando que el agua me llegaba hasta el pecho y que la pileta era tan grande, hacía unos largos. Esperaba a que se fuera todo el mundo, y pasaba un rato divertido nadando de acá para allá. Un día estaba bajando a toda prisa del primer piso al bajo, donde estaba la bañera, con la esperanza de que no hubiera nadie y así poder nadar un rato, cuando al entrar me encontré con un letrero, escrito en grandes letras negras:

P
ROHIBIDO
NADAR
.

Como no había nadie más en la pileta, me imaginé que el letrero lo habían puesto por mí. Aquel día no nadé, claro. Pero lo que más me sorprendió fue que al día siguiente, cuando llegué a la escuela, me encontré con el siguiente mensaje escrito en la pizarra:

P
ROHIBIDO
NADAR EN LOS BAÑOS
.

¡Parecía que la única ocupación de los estudiantes era seguirme y vigilarme como si fueran un equipo de detectives! ¡Era deprimente! Me dije que lo mejor sería continuar haciendo lo que me apeteciera sin tener en cuenta lo que los demás pensaran de mí. Sin embargo, también me pregunté con disgusto qué se me había perdido a mí en un lugar tan provinciano y tan cerrado como aquel. Y cuando volví a casa, fue para recibir mi nueva ración de antigüedades.

4

U
no de los cometidos inherentes a mi puesto como profesor era hacer de vez en cuando guardias nocturnas. De esa obligación únicamente quedaban eximidos el Mapache y Camisarroja. Cuando pregunté por qué sólo ellos estaban exentos de dicha obligación, me dijeron que era porque los dos tenían rango de funcionarios públicos nombrados por decreto imperial. Aquello me pareció un abuso: trabajaban menos horas, tenían sueldos más altos, y por si fuera poco no estaban obligados a hacer guardias nocturnas. ¡Se trataba de una clara injusticia! Ellos mismos establecían reglas arbitrarias que les beneficiaban, y después actuaban como si se tratara de leyes. ¡Qué caraduras! Tenía bastantes objeciones respecto ese tipo de favoritismos, pero recordaba que, según el Puercoespín, era mejor no quejarse, porque nadie te iba a escuchar. Uno podría pensar que, tratándose de quejas legítimas, lo mínimo que podían hacer era escucharte, incluso aunque estuvieras en clara minoría. Para ilustrar su argumento, Puercoespín solía repetir una expresión en inglés, «
might is right
».
[23]
Yo no estaba muy seguro de lo que significaba, así que el Puercoespín me tuvo que explicar que la gente con poder siempre acaba consiguiendo lo que quiere. Eso ya lo sabía yo. No necesitaba que el Puercoespín me diera un discurso sobre el tema. Sin embargo, no acababa de ver la relación entre el poder del más fuerte del que me hablaba el Puercoespín, y el hecho de que en virtud de aquel principio alguien se pudiera librar de las guardias nocturnas. ¿En qué se basaban realmente los privilegios del Mapache y Camisarroja? Para mí, aquello era bastante injusto. Pero con independencia de lo que yo pensara, finalmente me llegó el turno de hacer mi primera guardia. Y no me hacía mucha gracia, la verdad. Dado mi carácter nervioso, me cuesta mucho dormir en una cama que no sea la mía. Cuando era niño, rara vez dormí en casa de amigos. Y si entonces no me hacía ninguna gracia, ahora me gustaba menos aún tener que dormir en la escuela. Pero lo que a mí me pareciera no tenía mucha importancia: me pagaban cuarenta yenes al mes por mi trabajo, así que debía aguantarme.

Una vez terminaron las clases, los profesores y los estudiantes externos fueron dejando la escuela. Yo no tenía ya nada que hacer excepto estar sentado, así que me sentía como un estúpido. La habitación en la que me tocaría hacer la guardia estaba en el ala oeste del edificio. El sol del atardecer atravesaba las ventanas, y nada más entrar noté que hacía un calor insoportable. Aunque estábamos ya en pleno otoño, hasta el calor parecía comportarse aquí en provincias conforme a su propio ritmo e ir más lento, como todo lo demás. La cena que me sirvieron era la misma que daban a los internos, y me pareció asquerosa. Era un milagro que los estudiantes tuviesen esa energía comiendo aquella bazofia. Dicho sea de paso, la engullían en un santiamén, y a las cuatro y media de la tarde ya se la habían acabado. Era asombroso. Cuando terminé de cenar aún era de día, y no me apetecía irme a la cama. Me entraron ganas de hacer una pequeña visita a los baños termales. No sabía si se me permitiría salir de la escuela en mi noche de guardia, pero estaba seguro de que era incapaz de quedarme allí ni un minuto más, sin hacer nada, como si fuera un prisionero en una celda de castigo. Recordé el primer día, cuando llegué a la escuela y el bedel me dijo que el profesor de guardia había salido a hacer un recado. Entonces aquello me pareció mal, pero ahora que era yo quien estaba de guardia, mi opinión era exactamente la opuesta. Así que fui al bedel y le dije que tenía que salir. Me preguntó si tenía que hacer algún recado. Le dije que no se trataba de eso, que me apetecía irme un rato a los baños termales. Cuando salí me di cuenta de que me había dejado la toalla roja en mi casa, pero pensé que siempre podía alquilar una en la casa de baños.

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