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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

—Tokio debe de ser un lugar muy bonito —me dijo.

—¡Podrías apostarlo! —le respondí yo.

Cuando acabé de cenar, la sirvienta se retiró con mi bandeja a la cocina, donde empezaron a escucharse montones de risas, a cual más escandalosa. No le di importancia y decidí acostarme. Pero no podía dormirme. Al calor insoportable se unía ahora el ruido. La algarabía era mayor incluso que la de mi antigua pensión de Tokio. Entre cabezada y cabezada, soñé con Kiyo. En mi sueño, Kiyo estaba devorando unos dulces de Echigo, con hojas de bambú y todo. Yo le decía que las hojas de bambú le iban a sentar mal y que no debía comérselas, pero ella me respondía que no, que estaban buenas, y seguía comiéndoselas. Asombrado y sin saber qué decir, empecé a reírme a carcajada limpia. En ese momento me desperté. Una criada estaba abriendo las contraventanas. El cielo era igual de azul que el día anterior.

Había oído que cuando uno va de viaje hay que dejar propinas. Si no lo haces, la gente no te trata bien. Pensé que si me habían dado esa minúscula habitación seguramente sería porque no les había dado ninguna propina. Mi ropa desastrada, mis maletas viejas de lona y mi paraguas de imitación de seda tampoco contribuían que digamos a dar una buena impresión. Me pareció humillante que semejante pandilla de paletos me juzgara de ese modo. Pues bien, se iban a enterar: les iba a dar una propina que se iban a caer de espaldas. Cuando salí de Tokio llevaba treinta yenes; después de pagar el tren, el barco, y sumando todos los otros gastos, aún me quedaban catorce. Y pronto me pagarían mi salario, así que aunque les diera todo mi dinero, ello no supondría un problema para mí. «La gente del campo es muy tacaña», pensé. «Y seguro que con cinco yenes los dejo con la boca abierta. Ya verán éstos.» Así que salí de mi habitación, me lavé la cara, y luego volví y me senté a esperar. La misma mujer que la noche anterior me había servido la cena entró con el desayuno. Estaba dejando las cosas en la mesa cuando vi que sonreía de modo burlón. ¡Qué mujer tan descortés! ¿Acaso veía algo gracioso en mi cara? En cualquier caso, mi cara era mejor que la suya. Había planeado esperar a que terminara de servirme para darle la propina, pero estaba tan enfadado que saqué los cinco yenes en ese mismo instante y le dije que los llevara a la recepción. La mujer me miró con cara de extrañeza. Nada más terminar el desayuno, salí en dirección a la escuela. Al ponerme los zapatos me di cuenta de que no me los habían limpiado.

Creía recordar bien el camino a la escuela. Haciendo memoria del viaje en coche del día anterior, no tendría más que doblar dos o tres esquinas, y llegaría fácilmente a la puerta. El paseo desde la cancela hasta el instituto estaba pavimentado con bloques de granito, y el ruido que hacían las ruedas del
rickshaw
al discurrir sobre él todavía resonaba débilmente en mis oídos. Aquel día, en cambio, paseaba rodeado de estudiantes vestidos de negro uniforme, que se apelotonaban en el portalón. Algunos de ellos eran más altos que yo, y al menos a primera vista parecían más fuertes. Sentí cierta inquietud al pensar que aquellos iban a ser mis alumnos. Al llegar al edificio, presenté mi tarjeta y fui conducido a la oficina del director. Se trataba de un hombre de tez algo oscura, adornada con un fino bigotito. Tenía unos ojos enormes, que le hacían parecerse a un mapache. A primera vista, me pareció alguien muy pretencioso. Me dijo que debía esforzarme todo lo que pudiera y, de modo solemne, me dio una copia de mi contrato, sobre el que había un gran sello. (Más tarde, en mi viaje de vuelta a Tokio, cogí este contrato, hice un gurruño y lo arrojé por la borda del barco.) A continuación me anunció que me iba a presentar a los otros profesores. Conforme me los fuera presentando, me dijo, yo tenía que ir enseñándoles el contrato, uno a uno. Aquello me pareció una estupidez. Habría sido más sencillo dejar colgado el contrato en la pared de la sala de profesores durante tres días para que el que quisiera lo pudiera inspeccionar a su antojo.

Los profesores se reunirían en una sala tan pronto sonara la corneta que marcaba el final del primer turno de clases. Pero todavía faltaba un rato. El director sacó entonces un reloj de uno de sus bolsillos, le echó un vistazo, y me dijo que, aunque ya habría tiempo suficiente para informarme con detalle de cuáles serían mis cometidos en la escuela, no quería dejar pasar en ese momento sin comentarme los puntos más importantes. Comenzó entonces una larga y pesada perorata sobre el espíritu de la educación. No había forma de librarme de aquel discurso y, mientras lo escuchaba, me reafirmé en la sensación de que había ido a aterrizar en el lugar equivocado. Pronto me dio por sospechar que no iba a poder cumplir lo que se esperaba de mí. El director me dijo que tenía que convertirme en un modelo para los estudiantes y que debía, por tanto, comportarme en consonancia. También me dijo que un verdadero pedagogo es aquel que no sólo imparte conocimientos sino que ejerce una influencia moral positiva en sus alumnos. Todo aquello era más de lo que razonablemente se podía esperar de alguien tan imprudente como yo. ¿Pensaba realmente el director que un individuo como el que él estaba describiendo aceptaría venir a enseñar a semejante villorrio por cuarenta míseros yenes al mes? Generalmente casi todos los seres humanos actúan de forma similar: si algo les irrita, se quejan y protestan, o inician una pelea. Yo, sin embargo, permanecí callado. Si hacía caso a lo que me estaba diciendo el director, ya me veía abocado a estar todo el día sin poder abrir la boca, y sin poder salir a dar un paseo siquiera. Si este trabajo exigía tantas cualidades, antes de contratarme habían debido advertirme. No me gusta mentir, así que no me quedaban muchas salidas. Debía enfrentarme a la situación, aceptar que mi presencia allí se debía a un malentendido, presentar mi dimisión inmediata e irrenunciable y volver a casa. Pero acababa de darle una propina de cinco yenes a los de la posada, y todo lo que tenía en la cartera eran nueve yenes y algo suelto. ¡De ninguna forma suficiente para volver a Tokio! ¡Ojalá no hubiera dejado ninguna propina! Me había comportado como un imbécil. Pero incluso con sólo nueve yenes, pensé, me las arreglaría para volver a casa. Y aun en el caso de que no pudiera hacerlo, cualquier cosa me parecía mejor que mentir.

—No creo estar a la altura de sus expectativas —le dije—. Debo devolverle el contrato.

El director guiñó entonces los ojos, como saliendo de su letargo de mapache, y me miró en silencio por unos instantes. Luego comenzó a reírse.

—¡Lo que le he descrito es únicamente un ideal! Sé que no será capaz de alcanzarlo, aunque se lo proponga. No debe preocuparse.

Pero si era como él decía, ¿para qué me había echado entonces ese discurso?

De repente sonó la corneta, y hasta nosotros llegó el rumor de los estudiantes saliendo de las aulas. El director dijo entonces que deberíamos pensar en encaminarnos a la sala de profesores, donde ya nos estarían esperando, así que eso fue lo que hicimos. La sala de profesores era una estancia larga y estrecha. Los profesores estaban sentados en unas mesas que había alineadas a lo largo de las paredes. Al entrar, todos se volvieron a la vez para mirarme, como si se hubieran puesto de acuerdo. Me sentí un animal del circo. A continuación, tal como habíamos acordado, fui presentándome a cada uno de los profesores y, tras hacerles un saludo formal, les iba enseñando mi contrato. La mayoría se limitaban a levantarse un instante de su silla y a saludarme con una leve inclinación de cabeza, pero algunos otros, que parecían querer ser más corteses, agarraban mi contrato, hacían como si lo leyeran, y me lo devolvían con solemnidad. Me pareció que todo el mundo representaba un rol. Cuando llegué al que hacía el número quince —el profesor de gimnasia— empecé a sentirme algo irritado por tener que repetir una y otra vez la misma comedia. Cada uno de los presentes hacía su papel sólo una vez, pero yo ya había tenido que hacerlo quince veces. Creo que deberían haber sido más considerados conmigo.

Entre los que me presentaron estaba el jefe de estudios. Al principio no me quedé con su nombre, pero sí con que era un licenciado universitario en literatura, algo que me impresionó. Tenía una voz rara, suave y femenina. Pero lo que me pareció más sorprendente fue que, a pesar del calor que hacía, llevaba puesta una camisa de franela. Aunque la tela era muy fina, la franela es la franela, y cualquiera la llevaba en pleno verano. Sin duda, se trataba de una excentricidad propia de un licenciado universitario. Pero es que además la camisa en cuestión era de color rojo, lo que me pareció más extraño aún. Más tarde, cuando me enteré de que llevaba camisas de ese color durante todo el año, eso acabó de persuadirme de que el tipo estaba mal de la cabeza. Resulta que estaba convencido de que usar camisas de ese color era beneficioso para la salud, así que se las mandaba hacer a medida para que no le faltaran nunca. ¡Qué tontería! ¿Por qué no se vestía entonces de rojo de la cabeza a los pies?

Me presentaron también al profesor de inglés, el señor Koga, un tipo de aspecto enfermizo y de piel verdosa. La gente con la tez de ese color suele ser de complexión delgada, pero Koga era más bien rellenito. Cuando yo estaba en primaria, tenía un amigo, Tami Asai, cuyo padre tenía la piel igual de verde. El padre de mi amigo era granjero, así que una vez le pregunté a Kiyo si se me pondría también la piel de ese color si me convertía en granjero. Kiyo me dijo que no. El problema, me contó, era que seguramente el padre de Tami comía demasiadas calabazas maduras, algo que hace que tu piel se ponga verde. Desde entonces, cada vez que veo a alguien con un tono de piel verdoso pienso que está así por comer demasiadas calabazas maduras. Me apuesto lo que sea a que el profesor de inglés era bastante aficionado a comerlas. Nunca he entendido por qué las calabazas maduras tienen ese efecto sobre la gente. Alguna vez se lo pregunté a Kiyo pero, en vez de responderme, solía reírse. Creo que tampoco ella sabía la respuesta.

Después fui presentado al profesor de matemáticas, un tal Hotta. Era un tipo de aspecto bravucón y rebelde, con el pelo rapado como un bonzo, uno de esos monjes del antiguo monte Hiei
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Cuando le enseñé mi contrato, Hotta ni siquiera se molestó en mirarlo:

—¿Así que tú eres el nuevo? ¡Ven a verme alguna vez! —Y entonces soltó una sonora carcajada. No sé a qué venía aquello. ¿Quién iba a querer pasar el tiempo con alguien tan bruto? En ese mismo momento decidí que lo apodaría «Puercoespín».

El profesor de literatura clásica china, como era de esperar, era un hombre mayor, envarado y formal. Sin embargo, había algo de agradable en la forma en que me espetó:

—Debe de estar cansado todavía por el viaje. Recién llegado y ya tiene que empezar a dar clases… Intente tomárselo con calma.

El profesor de arte se daba aires de actor: hablaba por los codos gesticulando con su abanico, y llevaba una chaqueta de gasa sobre el kimono.

—¿De dónde vienes? ¿De Tokio? Ah, fenómeno, yo también soy de allí.

Al oírlo me dije que si de verdad el tipo aquel era de Tokio, entonces yo preferiría haber nacido en otro sitio.

Podría seguir hablando eternamente del resto de profesores. Pero como no acabaría nunca, prefiero dejarlo aquí.

Cuando por fin concluyeron las presentaciones, el director me dijo que por aquel día ya era suficiente. Mis clases comenzarían dos días más tarde, pero antes el responsable de las asignaturas de ciencias me pondría al corriente de mis horarios y de otras cuestiones. Cuando pregunté quién era ese responsable del que me hablaba, comprendí que se refería al Puercoespín. No me gustó ni una pizca la idea de trabajar bajo su tutela. ¿A quién le gustaría? El Puercoespín enseguida se acercó a mí y me preguntó:

—¿Dónde te alojas?

—En la posada Yamashiro —respondí.

—Muy bien, iré en cuanto pueda y hablaremos de tus clases —dijo, y cogiendo su tiza salió corriendo a dar su clase. ¡Qué jefe más informal y poco protocolario que visitaba en persona la casa de su subalterno cuando debía ser al revés! Pero he de reconocer que me agradó su falta de respeto por las formas.

Tras salir de la escuela, mi primera intención fue regresar a la posada. Pero luego, como en realidad no tenía nada que hacer, se me ocurrió la idea de explorar la ciudad, así que me puse a caminar sin rumbo fijo. Pronto me topé con la sede del gobierno provincial. Era un edificio de aspecto antiguo, vestigio de otra era. Vi también el cuartel del ejército. No me pareció tan impresionante como el de Azabu en Tokio. Luego desemboqué en la calle principal. Era sólo la mitad de ancha que la de Kagurazaka, y los edificios eran mucho peores. ¿Era aquel poblacho que acababa de recorrer la magnífica ciudad de doscientos cincuenta mil
koku
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de la que me habían hablado? Es posible que en otro tiempo sus habitantes se enorgullecieran de ella; ahora, sin embargo, yo los compadecía.

Estaba sumido en estos pensamientos cuando me encontré sin darme cuenta a la puerta de mi posada. La ciudad era mucho más pequeña de lo que yo había pensado. Me la había visto entera en un santiamén. Crucé la entrada con ganas de almorzar. Nada más verme, la mujer de la recepción se levantó y vino a mi encuentro.

—¡Bienvenido! —exclamó inclinando la cabeza hasta casi tocar el suelo. Mientras me quitaba los zapatos, apareció una de las sirvientas y me guió hasta el primer piso, donde me dijo que acababa de quedarse libre una habitación bastante buena. Resultó que no sólo estaba en el primer piso, sino que era una estancia bastante grande, de quince tatamis,
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con un amplio
tokonoma
.
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En mi vida había estado en una habitación tan elegante. No sabía cuándo se me presentaría otra oportunidad como aquella, así que me apresuré a desvestirme, me puse un yukata
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para estar más cómodo, y me tumbé en el centro de la habitación. Vaya sensación tan maravillosa.

Una vez acabé mi almuerzo, me dispuse a escribir a Kiyo. No me gusta nada escribir cartas: nunca se me ha dado bien, y no soy nada bueno memorizando los caracteres. Además, me cuesta mucho encontrar cosas que contar. Sin embargo, pensé que Kiyo estaría preocupada por mí. No quería que pensara que el barco en el que viajaba se había hundido, o que me había ocurrido cualquier otra desgracia, así que me dispuse a escribir una carta lo más larga posible. Esto fue lo que le dije:

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