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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Este es el gran hallazgo de
Sōseki
en la novelita que nos ocupa: la voz en primera persona de Botchan. Obsesivo, acomplejado, ácido, descreído, irreflexivo, vengativo, irremisiblemente ingenuo, este Botchan es casi tan fascinante como el Holden Caulfield de
El guardián entre el centeno
. No es un adolescente, sino un joven profesor, pero resulta tan torpe en su relación con el mundo y parece comprender tan mal el mundo de los adultos que, al igual que Holden, aparece suspendido en un limbo equidistante entre la infancia y la edad adulta. Y todos se ríen de él: tanto los alumnos, que le ven como un adulto, como los profesores, que le ven como un jovencito insolente.

¡Qué importantes son estas voces en primera persona! Frente al narrador en tercera persona, que suele ser impersonal o sabio, la primera persona puede permitirse ese ejercicio tan liberador que consiste en ser estúpido o mediocre, malvado o tendencioso. En eso consiste la «modernidad» del primer «yo» de
Sōseki
, que es el ampuloso «yo» de un gato, y también la modernidad de este segundo «yo», que es el de un niño mimado, el de un «señorito» malcriado. En estos yoes mediocres, desagradables o parciales, como en el de
Pan
de Knut Hansum, por ejemplo, se inicia la literatura moderna, o una forma de entender la literatura moderna: como fragmentación, como alienación, como deformidad.

Botchan no se entera de nada, se ríe de todo, está en guerra con todo. Todo le molesta y le ofende, pero al mismo tiempo cualquiera, niño o grande, puede embaucarle. Es como un niño que no comprende el valor real de las cosas ni puede valorar las implicaciones de lo que dice ni de lo que le dicen. Uno de los rasgos desternillantes del personaje es su absoluta falta de astucia. Lo hace todo sin pensar, juzga sin pensar, habla sin pensar, actúa sin pensar. Y luego sufre las consecuencias.

Por todas estas razones, el tono del libro puede resultar chocante. No estamos acostumbrados a encontrar una voz así en un relato escrito por un japonés.
Sōseki
escribe casi con ferocidad, afilando sus palabras como garras. ¡Siglos, milenios de elegancia, de contención y de buenas maneras para llegar a esto! Escribe con furia, con desdén, sin pudor, sin poesía.

Obligado a vivir en un entorno tradicional (una pequeña ciudad de provincia donde es enviado como profesor de instituto), Botchan se ríe amargamente de todas las tradiciones japonesas. Se ríe de los habitantes, de la ciudad, que le parecen una pandilla de paletos. Se ríe de los arreglos de
ikebana
que hacen en el pueblo. Se ríe de las diversiones tradicionales, de la escritura de
haikus
, de los entretenimientos espirituales y elevados, siempre defendidos por los personajes más hipócritas y sinvergüenzas, como ese Camisarroja que no permite a nadie ni que entre en un restaurante a comer
tempura
aduciendo que hay que dar ejemplo (¿qué tiene de malo comer
tempura
?) y luego se pasa las noches en casa de una geisha.

Cuando el día de su llegada el director del colegio le explica cuál es el exaltado objetivo de su misión pedagógica, Botchan le responde al instante que él no es la persona indicada y que renuncia. El director suelta una carcajada y dice que eso es el «ideal», es decir, la versión oficial, pero que en realidad todos hacen lo que pueden. Así se ríe
Sōseki
de la retórica oficial y de esa obsesión japonesa por el trabajador perfecto, el empleado ideal, el alumno inmaculado.

En el microcosmos de la escuela donde trabaja Botchan, todas las relaciones de poder están viciadas, y toda la ligazón social aparece corrompida. Todo el mundo miente, todos son hipócritas, todos se venden unos a otros. Los alumnos mienten, los profesores mienten, ¡hasta los propios periódicos mienten! Un profesor, por ejemplo, le indica a Botchan que se aloje en una cierta pensión. Pero el dueño de la pensión lo único que quiere es venderle las antigüedades con las que comercia. Cuando descubre que Botchan nunca le va a comprar nada por mucho que le insinúe que él, Botchan, tiene «un alma refinada», le echa de allí sin contemplaciones.

Hay dos grupos de personajes: uno, el personaje colectivo de los alumnos, que son una masa indistinta de brutos indeseables y miserables. El otro, el corpus de profesores del instituto, a los que Botchan al instante pone motes, y a los que durante el resto de la novela sólo se referirá ya por el mote: Camisarroja, el Puercoespín, el Calabaza. Al principio, todos le parecen un montón de mamarrachos que sólo pretenden abusar de él. Luego, poco a poco, comienza a comprender cuáles son sus verdaderos enemigos y cuáles sus amigos.

Este es un mundo compuesto por malas personas que se dedican a amargarse la vida unos a otros. Al pobre Calabaza le obligan a renunciar a su puesto y le envían de profesor a un destino lejano. Durante su fiesta de despedida, los otros profesores se dedican a gritar, a cantar y a realizar todo tipo de extravagancias sin hacer el menor caso del pobre Calabaza, que aguanta allí sin marcharse porque cree que es su deber, dado que la fiesta, al menos en teoría, es en su honor.

Nos resulta fácil reírnos a carcajadas de las desdichas de Botchan sobre todo porque no es un personaje simpático, aunque su ingenuidad y su infelicidad acaban por hacerle entrañable. Los alumnos le espían continuamente y luego se ríen de él, escribiendo en el encerado lo último que ha hecho ese día. Botchan se desespera. Se va a unos baños, y como está solo, se pone a nadar en la piscina. Al día siguiente, regresa a los baños y ve que han puesto un cartel de «prohibido nadar en los baños». De modo que alguien le ha visto, ha dado el aviso y los dueños de los baños han decidido poner el cartel. Pero su sorpresa es mayúscula cuando al llegar a clase se encuentra escrito en el encerado: «prohibido nadar en los baños» Pero ¿cómo han podido enterarse de eso los alumnos? Nada es privado en esta pequeña comunidad rural donde la vida de los demás es continua materia de escrutinio y escarnio. Es posible que los alumnos sean, como el propio Botchan repite una y otra vez, un puñado de «paletos», pero estos paletos pueden con él y le toman el pelo a gusto.

El colmo de sus desdichas tiene lugar cuando Botchan y otro profesor intervienen en una reyerta entre estudiantes de dos pueblos para poner orden y al día siguiente en el periódico local se les acusa públicamente de haber iniciado la pelea (a Botchan le llaman «cierto imberbe presuntuoso recientemente llegado de Tokio») y se exige, en los términos más insultantes y ofensivos, la expulsión inmediata de ambos profesores. Como en tantos otros episodios de la novela, la realidad parece de pronto iluminada por los colores de la pesadilla, y el mundo dominado por una
(in)
justicia irrisoria y ciega contra la que parece inútil rebelarse.

Uno se pregunta si las cosas sucederían realmente así en el Japón de hace cien años, pero la pregunta, seguramente, no es correcta. La pregunta debería ser si la vida humana es realmente así, tan ridícula, tan absurda, tan miserable, tan irrisoria. Porque eso es, precisamente, lo que logra
Sōseki
en
Botchan
: a través del relato humorístico de las desventuras de un joven profesor en una escuela rural, traza un mapa del mundo. Y si nos hace reír tanto es, sin duda, porque también está hablando de nosotros.

A
NDRÉS
I
BÁÑEZ

N
OTA
D
EL
T
RADUCTOR

A
unque la condición natural del traductor (por mucho que se discuta desde presupuestos teóricos) es la invisibilidad fingida y forzada, el editor de este libro ha creído conveniente que diga algunas palabras sobre Botchan desde mi punto de vista. Y como comparto con él la opinión de que se trata de un libro cuanto menos peculiar para el lector occidental, he aceptado esta corporeidad breve y excepcional que espero sirva al lector para algo.

Si estuviera hablando de vinos, diría que
Botchan
es un libro áspero al paladar, con tonos alegres de cítricos y aromas finales de castañas y té verde. En otras palabras, su lectura produce a veces sensación de cierto descuido estilístico, aunque es divertida y tiene sabor local (japonés, naturalmente). Esto ha llevado a algunos críticos a lo largo de la historia a tratar el libro como una obra menor de Natsume
Sōseki
, una especie de farsa humorística, lógica continuación de su primera novela
Wagahai neko de aru
. Sin embargo, algo tendrá cuando se ha convertido en un
best seller
histórico de la novela japonesa, con especial éxito entre el público joven. Por esta razón, se la ha comparado en ocasiones con
The catcher in the rye
, aunque esta comparación puede desconcertar a un lector demasiado aplicado.
Botchan
es
Botchan
, y sus claves descansan más en ella misma, en su autor y en su época que en reflejos en otras culturas.

Botchan
apareció como novela en entregas en la revista
Hototoguisu
(
El Cuclillo
) en 1906. Natsume
Sōseki
acababa de publicar en esa misma revista y también por entregas
Wagahai neko de aru
(
Soy un gato
), relato en el que el protagonista es un gato que va cambiando de amos, obra de fino humor que fue un éxito inmediato. El hecho de que
Botchan
sea una novela por entregas determina su estructura, y el lector notará la regularidad de sus capítulos, así como su notable autonomía. Es de notar que en sus dos primeras novelas los protagonistas —el gato y Botchan— sean claramente antihéroes, perdedores que en sus peripecias ponen de manifiesto el mundo imperfecto que los rodea, que no pueden cambiar, y del que son en el fondo víctimas. Este esquema heredero de la novela picaresca española llega en parte a
Sōseki
a través de la literatura inglesa. No en vano pasó dos infaustos años para él (1900-1902) en Londres estudiando inglés y literatura inglesa.

Quizá por ese contacto con Inglaterra y su literatura, algunos críticos han querido ver a
Sōseki
como un autor occidentalizado, frente a Kawabata o Tanizaki, por ejemplo. Nada más lejos de la realidad.
Sōseki
fue un amante de la poesía japonesa de tradición china, y antes que novelista fue escritor de
haikus
(a pesar de lo que dice en
Botchan
). Fue un cultivador del Zen, y su lema de vida,
«Sokuten Kyoshi»
(«Sigue a los cielos, abandona el yo») adquiere su sentido pleno en la tradición budista y confucianista japonesa. En un periodo en el que Japón comienza a abrirse y a emular (de forma inicialmente forzada, no hay que olvidarlo) los principios y las formas de vida occidentales,
Sōseki
sigue este cambio pero a la vez ve en él una corrupción de las esencias personales. No nos estamos refiriendo a aspectos históricos o de costumbres; lo que resiente
Sōseki
y refleja en todas sus obras es la pérdida de la autenticidad personal. La desaparición del
makoto kokoro
o corazón sincero. Lo que critica es una suerte de fingimiento intelectual que seguramente va aparejado a querer ser lo que en el fondo no se es. Éste es seguramente uno de los problemas medulares de la cultura japonesa desde la era Meiji hasta nuestros días. Ha fascinado y obsesionado a sus estudiosos y fascina, obsesiona y entretiene a los propios japoneses.

Pero tampoco debemos caer en la tentación de ver
Botchan
como una reacción histórica puramente coyuntural. Botchan no sólo se rebela contra un mundo externo, sino también contra un mundo interno. Y esto es una tradición japonesa que viene de muy antiguo. Simplificando y siguiendo a gran parte de la exégesis botchiana, podemos definir a Botchan como alguien simple, inocente, en ocasiones estúpido, falto de sofisticación, enemigo de la pretenciosidad, ajeno a la pedantería, sincero, y crítico con los rasgos externos de la inteligencia. En ocasiones se ha considerado que Botchan es un alter ego de
Sōseki
, quizá seguramente porque el mismo
Sōseki
pasó un año enseñando en el instituto de Masuyama, en Shikoku, la ciudad que no es nombrada a lo largo de la obra, pero en la que transcurre la historia. Parece, sin embargo, que la vida de
Sōseki
en Matsuyama (donde conoció a su mujer) fue apacible y feliz, muy diferente a lo que refleja
Botchan
. Preguntado alguna vez por qué había aceptado un destino tan remoto (corrían rumores que lo había hecho por un desengaño amoroso), respondió que lo hizo por afán de renuncia. Por abandono del yo, podríamos interpretar. Y eso sí que es
botchiano
. Aunque esta rebelión contra el yo forma parte de la cultura japonesa desde antiguo.

En la tradición filosófica, religiosa y estética japonesa encontramos esta tendencia por doquier. El budismo zen, mediante los
koan
, la meditación sentada, la repetición de fórmulas, el humor, y en último extremo la violencia física (conviene recordar la escena final de
Botchan
con los golpes y los huevos propinados a Camisarroja y al Bufón) aspira a vaciar la mente, a abandonar el yo. Si prestamos atención a los principios estéticos japoneses (esa clase de duende y ángel que Lorca aplicó aquí con una curiosa similitud a métodos nipones), vemos que el
iki
o
sui
se define por ser el arte de vivir con elegancia pero con sobriedad y renuncia; por el abandono de la trascendencia; por ser cultura sin solemnidad; por abrazar el momento y la impulsividad; por la exclusión de la trascendencia; por la aceptación de la duda y la imperfección; por la no separación de placer y dolor. El
iki
define la elegancia personal; es algo así como el dandismo japonés, con principios más codificados en la cerámica, el dibujo, la arquitectura y el arte en general. En este sentido, Botchan es un dandy japonés. Es alguien no elegante, pero de vida elegante, simplemente porque en todo momento intenta ser él. Si lo logra o no es otra cosa, pero no hay otro principio que regule su horizonte y ese es su valor y su ejemplo. Bajo esta luz, no es extraño que, a pesar de unas características que a nosotros occidentales nos lo convierten en una especie de
Forrest Gump
, para un joven japonés Botchan siga siendo un modelo personal de algo mejor, un igual incorruptible, un compañero siempre sincero que nunca lo traicionará. Un dandy de la vida moderna e industrial. Alguien que al final pierde y huye, pero sin alterar ni un ápice su integridad.

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