Botchan (9 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Mi familia procedía de una estirpe de samuráis principales con orígenes en el emperador Seiwa
[25]
y en el gran Minamoto no Mitsunaka.
[26]
«Yo no soy como estos campesinos», me dije. Tenía que hacer algo, pero no se me ocurría qué. Sabía que la razón estaba de mi parte, pero eso mismo me impedía encontrar una solución. Pensé: «Si en este mundo no puede vencer la honestidad, vencerá en el otro». Si no podía vencer esa noche, vencería al día siguiente, y si no podía al siguiente, lo haría al otro. Y si al otro tampoco podía, yo seguiría esperando en ese mismo lugar, alimentándome con la comida que me haría traer de mi pensión. Con esta decisión, me senté en el suelo del pasillo y me dispuse a esperar a que se hiciera de día.

Al cabo de un rato, los mosquitos comenzaron a zumbar a mi alrededor, pero me daba igual. Entonces sentí un dolor en la pierna con la que me había golpeado antes en la oscuridad, y al tocármela noté algo húmedo y pegajoso. Me imaginé que estaba sangrando. Pero la sangre tampoco iba a torcer mi voluntad de vencer. Empecé a notar el cansancio y caí dormido allí mismo, en el pasillo. Llevaba así un rato cuando me despertó un gran estruendo.

—¡Maldición! —grité mientras me levantaba de un salto. La puerta que había a mi derecha estaba medio abierta, y pude ver a dos estudiantes a mi lado. Me abalancé sobre ellos y, agarrando una pierna del que estaba más cerca de mí, lo arrojé de espaldas al suelo, y tiré de él tan fuerte como pude hasta acercarlo a mí. «¡Toma eso!», me dije. El otro miraba la escena aturdido. Salté sobre él, lo agarré por los hombros y lo zarandeé. Se quedó estupefacto, sin pestañear siquiera.

—¡A mi habitación! —les grité. No opusieron ninguna resistencia, como los perfectos cobardes que eran. El cielo empezaba a clarear.

Una vez en mi habitación, les sometí a un interrogatorio en toda regla pero, ya se sabe, un cerdo no deja de ser un cerdo por muchos palos que se le den. Lo único que respondían a mis preguntas era: «No sé nada», así que no pude arrancarles ninguna confesión. Poco a poco, primero de uno en uno, luego de dos en dos, el resto de los estudiantes comenzó a bajar y a agruparse frente a mi puerta. Ninguno parecía haber dormido nada en toda la noche. Tenían peor aspecto que nunca. ¿Cómo se atrevían a llamarse hombres si tenían esa cara después de haber pasado una sola noche sin dormir?

—¡Id a lavaros la cara! —les dije. Pero ellos no se movieron.

Pasé cerca de una hora interrogando a más de cincuenta estudiantes por lo que había pasado durante la noche, pero no logré sacarles nada. Entonces, repentinamente, apareció el Mapache. Por lo que supe después, el bedel se había acercado a su casa para decirle que en la escuela había un gran alboroto. «¡Menudo cobarde!», pensé. «No es extraño que haya acabado siendo bedel.»

El director escuchó mi versión de lo ocurrido. También oyó a algunos estudiantes. Les dijo que hasta que decidiera qué medidas tomar debían seguir yendo a clase como siempre.

—Lavaos la cara rápidamente y desayunad algo —les dijo—. Si no, llegaréis tarde a clase. ¡Daos prisa!

Dejó que todos se marcharan. Me pareció demasiado blando. Si por mí hubiera sido, los habría expulsado de la escuela inmediatamente. Si aquel era todo el castigo, ¿cómo no iban a burlarse del profesor de guardia? Después el Mapache se dirigió a mí, y me dijo que debía de estar muy cansado por la tensión de la noche y que no hacía falta que me quedara a dar mis clases. Podía irme a casa a descansar.

—¡No, gracias, no estoy cansado! —le contesté—. Aunque me pasara lo mismo todas las noches, seguiría sin estar cansado. Daré todas mis clases del día. Si no dormir una noche me imposibilitara dar mis clases, le juro que devolvería a la escuela la parte proporcional de mi salario sin dudarlo.

Al oírme, el director me miró por unos instantes, y luego me dijo:

—Pero tiene la cara hinchada…

Eso era cierto, me sentía un poco abotargado. Además, me picaba todo el cuerpo. Los mosquitos se habían cebado en mí.

—Aunque tenga la cara hinchada —le respondí—, todavía puedo hablar. ¡Puedo dar clase!

El director se rió y me dijo:

—Es usted un hombre con energía, ¿verdad?

Aunque se trataba de un halago, tuve la sensación de que el director se estaba burlando de mí.

5

—¿T
e apetece ir de pesca? —me preguntó Camisarroja. Me lo preguntó con esa voz suya tan aflautada, que no se sabía si era de hombre o de mujer. Un hombre debe tener una voz masculina, especialmente si es un licenciado universitario. Yo la tengo, y eso que sólo poseo un título de la Escuela Superior de Ciencias. ¿No debería tener una voz aún más masculina alguien licenciado en letras?

Le dije que sí con desgana, y enseguida me preguntó si había ido de pesca antes. «Qué impertinente», pensé. La verdad es que no había practicado mucho la pesca: en una ocasión, de niño, había pescado tres pececillos en una poza del río Koume. Otra vez, en el festival Bishamon en Kagurazaka, estuve a punto de atrapar un carpín de más de veinte centímetros, pero al final se me cayó al agua y escapó. Todavía siento rabia al recordarlo. Cuando se lo conté, Camisarroja se rió con una de sus carcajadas afectadas. No sé qué le hacía tanta gracia.

—Creo que no conoces aún el placer de la pesca. Yo te enseñaré —me dijo con tono de suficiencia. ¡Como si yo se lo hubiera pedido! En primer lugar, siempre he pensado que los pescadores y los cazadores son personas crueles. Si no lo fueran, no se divertirían quitándoles la vida a los animales. No cabe duda de que un pez o un pájaro preferirían seguir vivos a morir. Un caso diferente sería si se pescara o se cazara para ganarse la vida pero, si no lo haces por necesidad y la única razón para ello es no irte a la cama sin haberte divertido, en ese caso no encuentro justificación a quitar la vida a otro ser. Eso es lo que yo pensaba, pero como no tengo tanta labia como Camisarroja, un auténtico licenciado universitario, eludí la discusión y me callé. Sin embargo, Camisarroja debía de estar convencido de que me moría de ganas de irme a pescar con él porque enseguida me dijo:

—Cuanto antes, mejor, ¿eh? ¿Qué tal hoy? A Yoshikawa también le encantará que vengas y nos hagas compañía.

Yoshikawa era el profesor de arte al que yo había apodado el Bufón. El Bufón se pasaba la vida en la casa de Camisarroja, y lo acompañaba dondequiera que éste fuese. Nadie lo hubiera tomado por su colega sino que parecía más bien su criado. Había algo servil en él. Por eso no me extrañó que fueran a pescar juntos. Pero lo que no alcanzaba a entender era por qué querían que les acompañase alguien tan poco sociable como yo. Seguro que querían impresionarme y pavonearse con sus conocimientos. ¡Pues conmigo lo llevaban claro! Aunque pescaran un par de atunes, no iban a lograr impresionarme. Además, yo valía tanto como ellos, y por muy torpe que fuera en el arte de la pesca, con sólo meter el sedal en el agua, algo sacaría. Siendo Camisarroja como era, si le decía que no me apetecía ir, seguro que pensaba que era porque tenía miedo de intentarlo y no porque no me gustara. Así que acepté la invitación.

Una vez acabadas las clases, fui a casa a prepararme. Nos habíamos citado en la estación, y desde allí fuimos los tres hasta la playa, donde nos esperaba un bote de remos con un marinero. El bote era largo y estrecho, muy diferente a los que yo estaba acostumbrado a ver en Tokio. Desde el principio me chocó no ver cañas de pescar por ningún lado. Cuando le pregunté al Bufón cómo íbamos a pescar sin ellas, me dijo con aire de suficiencia que las cañas sólo se usaban cuando se pescaba en la orilla, pero nunca cuando se pescaba mar adentro. No me gustó su tono, y me avergoncé de habérselo preguntado.

El marinero remaba con parsimonia, pero su habilidad era tal que cuando me giré me di cuenta de que la playa era ya una mancha minúscula en la distancia. Entre la masa verde de la ladera se erguía la pagoda del templo de Kohaku como una pequeña aguja. En dirección opuesta se podía ver la isla Azul. Me habían dicho que la isla estaba desierta. Sólo se divisaban en ella pinos y rocas, y me pareció lógico que nadie viviera allí. Camisarroja contemplaba el paisaje con atención:

—¡Bonito paisaje! —exclamó.

—Precioso —añadió el Bufón. A mí me daba igual el paisaje, pero me sentía realmente bien. Flotar en la inmensidad del mar y sentir la brisa fresca era muy agradable. Me di cuenta de que empezaba a tener hambre.

—Mirad aquel pino, ese que tiene el tronco recto y la copa en forma de paraguas. Parece salido de un cuadro de Turner —dijo Camisarroja.

—Sí, del mismísimo Turner. Tiene la misma curvatura. Un auténtico Turner —respondió el Bufón. Yo no tenía ni idea de quién era el tal Turner, pero no me atreví a preguntárselo.

El barco comenzó a virar a la derecha, rodeando la isla. El mar estaba totalmente en calma. Parecía increíble que estuviéramos en un barco en medio del mar. Lo estaba pasando muy bien, gracias a la invitación de Camisarroja. Me entraron ganas de poner el pie en la isla, así que le pregunté:

—¿Cree usted que podríamos desembarcar en esa roca?

Pero Camisarroja objetó diciendo:

—Por poder sí que podríamos acercarnos a la orilla, pero para los entendidos la orilla no es un sitio bueno para pescar.

Yo no respondí. Entonces, el Bufón hizo una sugerencia estúpida:

—Señor jefe de estudios, ¿por qué a esta isla no la llamamos a partir de ahora «la isla de Turner»?

Camisarroja exclamó:

—¡Así la llamaremos nosotros desde hoy!

Me molestó que Camisarroja me incluyera en ese «nosotros»; isla Azul me parecía más que suficiente. A continuación, el Bufón hizo otra de sus propuestas:

—Estaría bien poner una Madonna como las de Rafael en esa roca. Sería un sitio ideal para hacerle un retrato.

Camisarroja se rió de nuevo de ese modo tan desagradable:

—Ja, ja, ja, mejor no hablemos de madonas…

—No hay problema, nadie nos puede oír. —Al decir esto, el Bufón me miró; luego apartó la mirada y se rió también. Me sentía desconcertado. No sabía qué o quién era esa «Madonna» de la que hablaban. Por mi parte, podían hablar de lo que quisieran, pero me parecía de mala educación que lo hicieran delante de mí y se aprovecharan de mi ignorancia. Era algo muy feo. Que el Bufón fuera de Tokio, como yo, hacía que me pareciera aún peor. Me imaginé que la «Madonna» de la que hablaban sería el mote de alguna geisha a la que Camisarroja frecuentaba. Si quería poner a su geisha preferida debajo de un pino en una isla desierta, me parecía fenomenal. Y si el Bufón quería pintar la escena con sus óleos para mandarla a alguna exposición, mejor que mejor.

El marinero dijo que habíamos llegado a un buen lugar para pescar, recogió los remos y echó el ancla por la borda. Camisarroja preguntó qué profundidad había, y el marinero le respondió que unos diez metros.

—Coger un besugo aquí no será fácil —dijo Camisarroja mientras echaba su línea al mar. Así que el gran jefe de la pesca quería pescar nada más y nada menos que un besugo. ¡Qué valiente!

—Seguro que lo hará. Es un maestro —añadió el Bufón mientras echaba su propio sedal al agua. Yo estaba extrañado de que los sedales que había en el bote no tuvieran flotadores, sólo pesos de plomo cerca del anzuelo. Para mí, pescar sin flotador era como intentar tomar la temperatura de alguien sin un termómetro. Camisarroja se dirigió a mí y me dijo:

—Vamos, inténtalo. ¿Has cogido ya tu línea?

Le dije que sí, pero que le faltaba el flotador, a lo que me respondió que los flotadores eran para aficionados.

—Cuando notes que el peso toca el fondo, presiona el sedal contra la borda con tu dedo índice, y cuando sientas un tirón, recógelo lo más rápido que puedas… ¡Mira! ¡Ya están picando!

Camisarroja tiró del sedal y comenzó a recogerlo. Parecía seguro de haber pescado algo, pero al final apareció el anzuelo sin cebo. Al verlo, me alegré. El Bufón dijo:

—¡Qué lástima! Seguro que era uno grande. Si ha sido tan hábil como para escapársele al señor jefe de estudios, los demás tendremos que andarnos hoy con mil ojos. —Y luego siguió, en clara referencia a lo que yo acababa de decir—: Pero es más emocionante que estar esperando con los ojos fijos en un flotador. Los que pescan así son tan inútiles como los que no saben montar en una bicicleta sin frenos. —Luego siguió diciendo más tonterías del mismo estilo. Me entraron ganas de empujarlo al agua. Me sentía fuera de lugar. Parecía que el jefe de estudios hubiera reservado el amplio mar para ellos dos solos y no hubieran dejado espacio para mí. «Pescaré un bonito y les demostraré lo que valgo», me dije mientras arrojaba el sedal al agua con fuerza y lo dejaba correr sobre el dedo.

Enseguida noté una sacudida del sedal, y tiré con fuerza. Estaba seguro de que había pescado algo. Sólo algo vivo podía dar esos tirones. ¡Lo había conseguido! Seguí tirando del sedal tan rápido como podía.

—¿Ha picado algo? La suerte del principiante, sin duda… —dijo el Bufón con tono burlón. Había logrado recoger ya casi todo el sedal. Sólo quedaban unos sesenta centímetros en el agua. Me asomé entonces por la borda, y vi moverse un pez con franjas doradas. Tiré de él, aunque no dejaba de moverse a un lado y a otro, coleando con fuerza. Era divertido. Cuando lo subí a la superficie se movía como un demonio. Como no dejaba de salpicar, me dio un coletazo en la cara y me la empapó. Finalmente logré agarrarlo. Lo metí en el barco e intenté quitarle el anzuelo, pero no había manera. Resbaladizo, se me escurría de las manos, y no podía cogerlo bien. Al final, para simplificar las cosas, decidí golpear el pez contra el fondo del bote sacudiendo el sedal. Entonces dejó de moverse y se murió en el acto. El Bufón y Camisarroja me observaban con ojos de asombro. Me enjuagué las manos en el mar y luego me las acerqué a la nariz. Apestaban a pescado. Había aprendido la lección: decidí que ya no volvería a pescar nunca más. Seguramente al pez tampoco le hacía gracia que lo pescara, así que acabé de enrollar el sedal.

—¡Enhorabuena! ¡Has sido el primero! —dijo el Bufón—. Aunque es una pena que se trate de un simple
goruki
… —añadió después con tono irónico. Camisarroja aprovechó para hacer un juego de palabras:


¿Goruki?
Suena como si fuera un escritor ruso.

—¡Sí, es verdad, exactamente igual que un escritor ruso! —se apresuró a repetir el Bufón.

«De acuerdo», pensé. «Goruki es un novelista ruso, Maruki es un fotógrafo de Shiba, y el arroz es la fuente de la vida.» Camisarroja era así, le encantaba soltarte a la cara una retahíla de nombres extranjeros sólo para impresionarte. La gente que trabaja suele especializarse en algo. Yo soy un hombre de ciencias, mi especialidad son las matemáticas, y no sé si un
goruki
es un tipo de carricoche o qué. ¿No podía tener más consideración? Podía haber mencionado cosas que conozco como la biografía de Benjamín Franklin, o el libro
Pushing to the Front
.
[27]
Creo que las palabras que Camisarroja usaba en las conversaciones las sacaba de una revista llamada
Literatura Imperial
, que solía llevarse a la escuela. La revista tenía una portada roja, y en cuanto tenía oportunidad se ponía a leerla delante de todos aparentando gran interés, para que le viéramos. Puercoespín me dijo más tarde que en efecto Camisarroja sacaba todo lo que luego nos decía de allí. La Literatura Imperial tenía la culpa de todo.

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