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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Aquella algarabía era demasiado para mí. En medio del barullo, sólo un invitado seguía sentado con la mirada baja, sumido en sus pensamientos: el Calabaza. No habían organizado este banquete porque estuvieran tristes por su partida: lo habían hecho para tener una excusa para divertirse y emborracharse. Lo habían hecho para que el Calabaza se sintiera peor, totalmente solo, sin saber qué hacer. Si esto era en realidad un banquete de despedida, mejor habría sido no celebrarlo.

Los borrachos no tardaron en ponerse a cantar con berridos desafinados. Una de las geishas se acercó a mí con su
shamisen
[38]
y me dijo:

—¡Venga, cántanos algo!

Le respondí que no sabía cantar. Entonces ella entonó lo siguiente:

Contando el dinero

Tocando el tambor

Al niño perdido

Buscamos al son

Del chanchikirín

Del dondokodón.

Sigue tocando

Sigue bailando

Que si lo encuentras

Lo quiero saber

Al chanchikirín

Al dondokodón.

Sigue tocando

Sigue bailando

Que si tú lo encuentras

Yo también lo haré.

—Estoy agotada —dijo al terminar. No me extrañó, porque había cantado toda la pieza cogiendo aire sólo una vez. Podía haber cantado algo más fácil, si sabía que iba a acabar tan cansada.

El Bufón se sentó a su lado y le dijo con el tono afectado de siempre:

—Pobre Suzu-chan, justo cuando se encuentra con un viejo conocido, éste va y se vuelve a su casa.

Ella le respondió con un tono seco:

—No sé de qué me habla.

Sin hacerle caso, el Bufón empezó a recitar de forma burlesca una balada de estilo
gidayu
:
[39]


Se conocieron por casualidad cuando entonces…

La geisha le dijo que se callara y le dio un fuerte manotazo en la rodilla. El Bufón se rió con gusto. Era la misma geisha que antes se había dirigido a Camisarroja. Sólo alguien tan bobo como el Bufón podía reírse cuando una geisha le daba semejante manotazo.

—¡Quiero bailar Kiinokuni!
[40]
Acompáñame con el
shamisen
, Suzu-chan —dijo el Bufón.

En el otro extremo de la sala, el profesor de literatura clásica china gesticulaba con su boca desdentada mientras recitaba algo:

—¿Qué dices, Denbei?
Ahora que estamos juntos

Después de pronunciar esas palabras se volvió hacia la geisha que estaba junto a él:

—¿Y ahora qué sigue? —Por desgracia los viejos suelen tener mala memoria. Otra de las geishas estaba con el profesor de ciencias:

—Hay una canción que está muy de moda… Voy a cantarla —dijo. Entonó una canción que hablaba de una chica que llevaba el pelo a la última, con un lazo blanco, que montaba en bicicleta, tocaba el violín y chapurreaba en inglés a todos:
I am glad to see you…

—¡Muy bien! —exclamó el profesor de ciencias, obviamente impresionado—. Hasta había una parte en inglés, ¿verdad?

Luego le tocó a Puercoespín. Gritando, anunció que iba a ejecutar la danza de la espada con el acompañamiento de las geishas tocando el
shamisen
. Las mujeres, asustadas por la forma violenta en que hizo su anuncio, no reaccionaron. Sin inmutarse, Puercoespín agarró un bastón y avanzó hasta el centro de la sala donde empezó a declamar los versos clásicos:


A través de la niebla que cubre mil montañas busco mi camino
… —Lo hacía con un gran talento.

Mientras tanto, el Bufón seguía bailando. Después de Kiinokuni, bailó Kappore y «El Darma sobre el armario», y luego comenzó a desfilar por la habitación casi desnudo y con una escoba a modo de espada. Había perdido la razón.

El Calabaza seguía sentado en una postura muy incómoda sin atreverse a arrugar su kimono de gala. Me daba mucha pena. No podía comprender que alguien tuviera que aguantar, en su fiesta de despedida y ataviado con ropas formales, el espectáculo de un invitado paseándose en calzoncillos delante de sus narices, así que me acerqué a él y le dije que se volviera a casa conmigo. Rechazó mi invitación.

—Es mi fiesta de despedida —dijo—, y no es correcto que me vaya antes de los demás. Por favor, vuelva usted solo.

—No se preocupe por los demás —le dije—. Si esto fuera una fiesta de despedida de verdad, estarían comportándose en consecuencia. Mírelos, ¡parecen un puñado de lunáticos! Creo que es mejor que nos vayamos los dos.

Al final logré convencerlo, pero justo cuando íbamos a salir, el Bufón nos atacó blandiendo su espada con furia y gritando:

—¿Qué es esto? ¿Nuestro anfitrión se va antes que nosotros? ¡Es un ultraje! ¡En plena negociación chino-japonesa! No dejaré que se vaya. —Y mientras decía esto, colocó su escoba a modo de barrera para bloquear la salida. Yo no pude aguantar más y estallé:

—¡Con su anterior ataque, usted ha roto las negociaciones chino-japonesas, sucio chino! —Y sin pensármelo dos veces le propiné un puñetazo en la cabeza. El Bufón se quedó estupefacto durante dos o tres segundos, y luego pronunció unas palabras inconexas:

—¡Esto es inadmisible…! Darme a mí… ¡Golpear a este Yoshikawa, a mí! ¡Es el final de las negociaciones chino-japonesas!

Puercoespín se dio cuenta de que algo raro había ocurrido e interrumpió su danza de la espada para acercarse por detrás. En cuanto vio cómo estaba la cosa, agarró al Bufón por el cuello y lo zarandeó.

—De las negociaciones chino-japone… ¡Ay, eso duele! ¡Bestias! —exclamó el Bufón. Intentó soltarse, pero Puercoespín le hizo una llave y lo lanzó al suelo como una tabla, con gran estrépito. No sé lo que pasó después. Acompañé a Calabaza parte del camino hasta su casa, y luego me fui a la mía. Cuando llegué a mi habitación ya eran más de las once.

10

E
l día en que acabó la guerra con Rusia, se suspendieron todas las clases para celebrar la victoria japonesa. El ayuntamiento organizó un gran desfile. Todos los estudiantes participarían en la celebración, con el Mapache a la cabeza, y yo desfilaría en el grupo de los profesores.

Cuando llegamos al punto de partida, miraras donde miraras había colgadas banderas japonesas. Era tal la algarabía, que producía auténtico mareo. En la explanada, había congregados unos ochocientos estudiantes. Habían encargado al profesor de gimnasia que los ordenase en grupos según la clase a la que pertenecieran, y se colocó a un profesor para que desfilara entre cada uno de los grupos. En teoría, se trataba de un plan muy bien pensado, pero cuando se puso en práctica, se demostró que el tiro les había salido por la culata.

Y es que los estudiantes no sólo eran unos inmaduros —algo lógico dada su edad—, sino también unos caraduras, y enseguida se las ingeniaron para sabotear toda la organización del desfile. Daba igual cuántos profesores hubiera intentando hacerlos marchar en fila. No había manera. Tan pronto se arrancaban a cantar marchas militares sin que nadie se lo ordenara como a entonar gritos de guerra que les hacían parecer como una banda de samuráis renegados aterrorizando una ciudad. Los intervalos entre los cantos y los gritos los llenaban con una ruidosa cháchara. Todos nuestros intentos por hacer que caminaran en línea recta y en silencio eran inútiles. Como buenos japoneses, aquellos díscolos muchachos eran sordos a nuestras palabras, y no dejaban de parlotear entre ellos. Y no era sólo que hablaran: ¡se dedicaban a burlarse de los profesores con gracias e insultos! Cualquiera hubiera pensado que después del incidente de los saltamontes y de la posterior reprimenda del director las cosas se habrían calmado, pero en el desfile quedó claro que la realidad era otra. Como mi vieja casera me habría dicho, estaba claro que me habían tomado el pelo. Era cierto que los estudiantes me habían pedido perdón, pero ahora comprendía que no habían sido sinceros. Tal como el director les había ordenado, habían venido a verme y se habían inclinado ante mí para disculparse, pero el suyo había sido un gesto vacío, como el de esos tenderos que te reciben amablemente en su tienda y luego, en cuanto te das la vuelta, te engañan. Los estudiantes podían pedir todas las disculpas del mundo, pero eso no significaba que fueran a cambiar de actitud. Quizá la raza humana, considerada en su conjunto, fuera como estos estudiantes. Quizá el que acepta una disculpa y la cree sincera es en realidad un idiota y un ingenuo. Si las disculpas de la gente no son sinceras, el perdón no puede ser duradero. Es posible que la única forma de obtener una disculpa sincera de alguien sea hacer que realmente se arrepienta de lo que ha hecho.

A mí, como ya dije, me tocaba desfilar entre dos grupos de estudiantes. De vez en cuando, mientras marchábamos, escuchaba a algunos reírse y pronunciar las palabras «
tempura
», y «
dango
», entre cuchicheos. Como los estudiantes eran tantos, me resultaba imposible saber exactamente quiénes hacían los comentarios. Por otra parte, aunque los hubiera podido identificar, ellos seguramente me habrían dicho que no eran más que imaginaciones mías, que no estaban haciendo nada, y que si creía haberlos oído hablar de mí sería porque era un malpensado o porque estaba enfermo de los nervios. Se ve que este comportamiento mezquino estaba tan arraigado en la región desde tiempos del feudalismo que no había forma de cambiarlo se hiciera lo que se hiciera. Después de un año en un lugar así, incluso alguien como yo corría el peligro de acabar convirtiéndose en alguien parecido a ellos. Me era difícil tolerar que hicieran algo similar conmigo, que se burlaran de mí pensando que se iban a librar del castigo gracias a cualquier excusa estúpida. ¿Acaso merecía yo menos respeto que ellos? Ciertamente eran estudiantes, pero no es menos cierto que la mayoría de aquellos muchachos eran más corpulentos que yo. No estaba bien que hiciera la vista gorda y evitara reprenderlos. Aun así, temía que si usaba con ellos los métodos de costumbre, se volverían en mi contra. Si les daba una reprimenda y les decía que era porque habían hecho algo malo, seguro que me respondían que ellos no habían hecho nada, y luego usarían toda clase de excusas y argumentos para demostrar su inocencia. Y después de hacerse pasar por unos inocentes, y de acusarme de que les trataba injustamente, pasarían al ataque. Como mi objetivo era que recibieran un castigo, tenía que demostrar que en realidad habían hecho algo malo. Si no, al final yo quedaría como el que había empezado todo, y eso era algo peligroso. Por otro lado, si me hacía el indiferente y actuaba como si no me diera cuenta de sus burlas o como si me dieran igual sus insinuaciones, lo único que conseguiría sería envalentonarlos, lo que no contribuiría a hacer del mundo un lugar mejor. Así que sólo me quedaba adoptar las tácticas de mis adversarios e intentar alcanzar mi objetivo sin darles ninguna oportunidad de respuesta. Pero esas tretas no eran dignas de un tokiota. Aunque si quería aguantar un año entero allí, algo se me tendría que ocurrir. A menos que me volviera a Tokio para reunirme con Kiyo. Si seguía más tiempo en aquel agujero, me iba a degradar completamente. Antes de que eso ocurriera estaba dispuesto a hacerme repartidor de periódicos.

Iba yo absorto en estos pensamientos cuando de repente en la cabeza del desfile pasó algo que me sacó de mi ensimismamiento. Sin razón aparente, los que desfilaban en las primeras filas se habían detenido bruscamente. Dejé mi lugar en la marcha, y me adelanté para ir a ver qué ocurría. Algunos estudiantes se habían parado unos metros por delante de nosotros, en el cruce entre Otemachi y Yakushimachi. Desde donde yo estaba pude divisar a unos cuantos de los nuestros, que estaban enzarzados en una pelea con otro grupo de estudiantes a los que trataban de apartar a empujones de su camino. Los otros estudiantes no se andaban con chiquitas, y se dedicaban a repeler los empujones de nuestros chicos con parecida intención. Entonces apareció el profesor de gimnasia, que corría pidiendo a gritos que mantuviéramos la calma. Cuando le pregunté qué pasaba, me dijo que nuestros estudiantes debían de haberse topado en el cruce con otro desfile de estudiantes de la Escuela de Magisterio.

Ya me habían comentado que en provincias, por lo general, los estudiantes de los institutos y los de las Escuelas de Magisterio se solían llevar como el perro y el gato.
[41]
Vete a saber por qué, pero lo cierto es que unos y otros andaban continuamente a la gresca, y cualquier tontería les servía para iniciar un altercado. Siendo tan aburrida la vida provinciana, aquella debía de ser una forma más de divertirse. Yo también soy muy aficionado a las peloteras, así que en cuanto oí que se estaban peleando, corrí a ver qué pasaba con la esperanza de divertirme un poco. Podía escuchar los gritos que se repetían aquí y allá:

—¡Apartaos, parásitos sociales!

—¡Empujad, empujad! —gritaban desde atrás. Cuando estaba cerca del cruce, tratando de abrirme paso entre los estudiantes, oí una fuerte voz que gritó:

—¡Adelante! —Y los estudiantes de la Escuela de Magisterio comenzaron a avanzar. El problema de quién pasaría antes por el cruce se había resuelto; era evidente que habían ganado los de magisterio. Luego me explicaron que eso había sido porque el rango de su escuela era ligeramente superior al de la nuestra.

La ceremonia de celebración de la victoria fue muy sencilla. Un comandante de la brigada local leyó un discurso, el gobernador leyó otro, la multitud se deshizo en vivas, y eso fue todo. También anunciaron que por la tarde se ofrecería un espectáculo, así que decidí regresar a casa y aprovechar el tiempo libre para escribir a Kiyo, algo que llevaba pensando hacer desde hacía tiempo. En su última carta, Kiyo me había pedido que le escribiera dándole todos los detalles sobre mi vida allí, y eso me proponía hacer.

Cuando me senté delante del papel en blanco, vi que tenía tantas cosas que contar que no sabía por dónde empezar. Pero cuando pensaba en algo, descubría que me parecía difícil expresarlo; y si pensaba en otra cosa, me parecía aburrida. Me estrujé el cerebro intentando dar con alguna historia que me resultara fácil e interesante, y que también lo fuera para Kiyo, pero pasó un rato y no se me ocurría nada. Diluí la tinta en la piedra, mojé el pincel, y me quedé mirando el papel en blanco. Luego volví a diluir la tinta, a mojar el pincel y a mirar otra vez el papel en blanco, que seguía igual de blanco que al principio. Después de repetir varias veces el mismo proceso, llegué a la conclusión de que sencillamente me era imposible escribirle nada, así que volví a meter el pincel y los demás artilugios de escritura en su caja, y me olvidé del asunto. ¡Qué difícil es escribir una carta! Habría sido mucho más sencillo irme a Tokio y contarle todo a Kiyo en persona. No es que me diera igual que estuviera preocupada, pero en aquellos momentos escribirle algo adecuado a Kiyo me resultaba tan difícil como ayunar durante tres semanas seguidas.

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