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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Tres días después, por la tarde, el Puercoespín vino a visitarme. Visiblemente enojado, me dijo que había llegado la hora de poner en marcha nuestro plan. Yo me ofrecí a ayudarle, naturalmente, pero él me dijo que era mejor que me quedara al margen por el momento. Aquello me extrañó. Entonces él me preguntó si había recibido una llamada del director pidiéndome que dimitiera de mi puesto.

—No —le respondí, más extrañado aún—. ¿Acaso te ha llamado a ti?

Esa misma mañana el Mapache le había convocado a su despacho y le había dicho que a pesar de lo desafortunado del caso, y debido a circunstancias inexcusables, se veía obligado en nombre de la escuela a pedirle que presentara su dimisión.

—¡Pero qué injusticia! ¡Han perdido completamente la cabeza! Tú y yo fuimos juntos a la celebración, juntos vimos el baile de los espadachines, y juntos intentamos detener la pelea, ¿no es cierto? Si quiere que tú dimitas, lo lógico sería pedírmelo a mí también. En estas escuelas de provincias todo es de lo más absurdo. Y de lo más exasperante.

—Estoy convencido de que Camisarroja está detrás de la decisión. Después de lo que ha pasado, en esta escuela sobraba uno de los dos. Si le da igual que tú sigas es porque no debe de considerarte una amenaza.

—Si no hay sitio para ti, tampoco lo hay para mí. Además, cómo se atreve a pensar que no soy una amenaza…

—Seguro que piensa que eres demasiado ingenuo, y que puede aprovecharse cuanto quiera de ti.

—¡Pues peor me lo pones! ¿Quién va a aguantar algo así?

—Además, ¿no te has dado cuenta de que aún no ha llegado el profesor que debía reemplazar a Koga? No podrían echarnos a los dos ahora mismo. Necesitan que alguien se quede para dar la clase.

—¿O sea que me mantienen sólo por eso? ¡No voy a ser cómplice de sus planes…!

Y así nos separamos.

Lo primero que hice nada más llegar a la escuela a la mañana siguiente fue dirigirme al despacho del director.

—¡Vengo a presentar mi dimisión irrevocable! —le dije.

—¿Cómo? —exclamó el Mapache, que parecía realmente sorprendido.

—¿Qué sentido tiene obligar a Hotta a presentar su dimisión, y no a mí?

—Amigo mío, la escuela tiene sus razones…

—Sean cuales sean esas razones, no pueden ser justas. Si no dimito yo, no hay ninguna razón para que Hotta lo haga.

—Ahora no le puedo comentar los detalles del caso… La dimisión de tu colega es inevitable, pero no hay necesidad de que también tú dimitas.

Según era su costumbre, evitó responder y se quedó tan fresco. ¡Qué se le iba a hacer!

—En ese caso, yo también presentaré mi dimisión. Quizá piense que aceptaré sin rechistar que eche a Hotta, pero soy incapaz de ser cómplice de algo tan injusto.

—Actuando así nos creas un problema —dijo palideciendo—. Si tú y Hotta dejáis la escuela, ¿quién dará entonces las clases de matemáticas?

—Eso no es de mi incumbencia —le respondí dignamente.

—Es un rasgo de egoísmo por tu parte —explotó—. ¡Lo único que harás será perjudicar a la escuela! Además, ¿crees que te va ayudar en tu carrera dejar el trabajo antes de que se haya cumplido el primer mes? Creo que debes pensártelo dos veces.

—¿A quién le importa mi carrera? Me importa más ser justo.

—Estoy de acuerdo con que quieras serlo, pero no actuar de un modo tan impulsivo. Si insistes en presentar tu dimisión no habrá nada que podamos hacer para impedirlo, es cierto. Pero al menos te pediría que no te marcharas hasta que te hayamos encontrado un sustituto. ¿Por qué no te vuelves a casa y te lo piensas dos veces?

No había nada que tuviera que pensar dos veces. Las razones de mi dimisión eran tan claras como la luz del día. Pero en el fondo soy una persona sensible, y verlo palidecer, y luego ponerse rojo y palidecer de nuevo hizo que me inspirara lástima. Así que antes de irme le prometí que me lo pensaría una vez más. Decidí, sin embargo, no ir a hablar con Camisarroja. Si finalmente íbamos a ir a por él, cuanto menos habláramos antes, mejor.

Cuando puse al tanto al Puercoespín de mi charla con el Mapache, me dijo que él ya sabía lo que éste me iba a decir, y también que debía esperar al momento adecuado para presentar mi dimisión. Pues perfecto entonces, me dije. El Puercoespín sabía planear las cosas mucho mejor que yo, así que estaba dispuesto a dejar que a partir de entonces fuera él quien tomara las decisiones.

Finalmente el Puercoespín presentó su dimisión, como se esperaba de él, se despidió oficialmente del resto de los profesores en una reunión y se mudó a vivir a la posada Minato, cerca del puerto. Pero, sin decírselo a nadie, alquiló también una habitación en el primer piso de la posada Masu, frente al balneario, hizo un pequeño agujero en el
shoji
y dio comienzo a su labor de acecho. Puede que yo fuera el único que supiera lo que el Puercoespín hacía en secreto.

Lo más normal era Camisarroja entrara en el local de noche. Y más en concreto, pasadas las nueve, ya que si lo hacía antes se arriesgaba a que alguien lo viera, incluido algún estudiante. Así que me aposté con Puercoespín en su pequeña habitación de la posada Masu, y nos pusimos a esperar. Las dos primeras noches esperé con él hasta las once, pero Camisarroja no apareció. La tercera aguantamos hasta las diez y media, pero tampoco ese día dio señales de vida. Yo me sentía como un imbécil volviendo a medianoche a casa con el rabo entre las piernas después de haber pasado varias horas perdiendo el tiempo.

La cuarta noche y la quinta, la vieja casera empezó a mostrarme su inquietud, y a decirme que no era conveniente para un hombre casado pasar las noches fuera, como yo acostumbraba a hacer últimamente. Pero mis diversiones nocturnas eran de otra índole: sin saber muy bien cómo, me había convertido en el brazo ejecutor de la justicia divina. En cualquier caso, tras una semana sin conseguir resultados, empecé a perder el interés en aquel extraño pasatiempo consistente en ir de la pensión a mi habitación y viceversa en plena noche, y pasarme las horas muertas mirando por un agujero, y todo para nada. Dado mi carácter impulsivo, no me resulta complicado pasar una noche en vela si es por algo inesperado o excepcional, pero reconozco que me aburro pronto. Estaba empezando a cansarme de tener que impartir justicia divina.

La sexta noche, mi cansancio se transformó en hastío; a la séptima le dije al Puercoespín que quería dejarlo. Pero ahí es cuando entró en juego la tenacidad de mi compañero de desvelos. Desde el atardecer hasta pasadas las doce y media se mantuvo con el ojo pegado al agujero, que le ofrecía una magnífica vista de la puerta de la posada Kado. Cuando yo llegaba cada tarde, me enseñaba una lista en la que había ido apuntando la gente que había entrado, indicándome cuántos habían llegado para pasar la noche, cuántas mujeres había entre los visitantes, y otros datos que a mí me parecían intrascendentes. Cuando yo le espetaba que quizás Camisarroja no vendría nunca, y que estaríamos perdiendo el tiempo, él cruzaba los brazos, suspiraba y respondía, con gran aplomo:

—Estoy seguro de que acabará viniendo tarde o temprano. —¡Pobre Puercoespín! Si Camisarroja no aparecía, no le iba a ser posible cumplir su misión divina.

Al octavo día dejé mi puesto sobre las once, y me fui a dar un baño reparador al balneario. A la vuelta me hice con ocho huevos en una pequeña tienda que encontré por el camino. Había que defenderse de las batatas de la vieja casera, y los huevos eran una buena opción. Así que con cuatro huevos metidos en cada manga, la toalla roja de costumbre echada sobre uno de mis hombros, y las manos metidas en la parte frontal de mi kimono, subí como cada noche a la habitación de Puercoespín en la posada Masu. En cuanto descorrí la puerta, enseguida vi que algo había sucedido mientras yo no estaba. Los ojos del Puercoespín chispeaban como lo solían hacer antaño, y de nuevo refulgían como los brillantes ojos del dios Idaten.

—¡Lo tenemos, lo tenemos! —Hasta ese momento, Puercoespín había ido encerrándose poco a poco en sí mismo, como una flor que se marchitara. Estar a su lado era cada vez más deprimente. Pero ahora que volvía a mostrarme su vieja cara astuta, me animé al instante, y antes de que me dijera nada, lancé un grito de júbilo.

—Sobre las siete y media, la geisha de la fiesta, Kosuzu creo que se llama, ha entrado en la posada —me explicó.

—¿Con Camisarroja?

—Bueno, en realidad no…

—Entonces no nos vale —dije medio desanimado.

—Pero había otra geisha con ella. ¡Esto pinta bien!

—¿Por qué va a pintar bien?

—¿Que por qué? Ya sabes lo astuto que es Camisarroja. Quizá esté mandando a las dos geishas por delante para inspeccionar el terreno.

—Podría ser, no te digo que no… ¿Son ya las nueve y media? —Puercoespín sacó su reloj de níquel de debajo del cinturón de su kimono.

—Todavía son las nueve y diez pasadas. Mejor apaga la luz. Si llega y ve dos siluetas en la habitación de enfrente podría sospechar.

Apagué de un soplido la lámpara que había sobre la mesa lacada. La luz de las estrellas iluminaba tenuemente el
shoji
. Todavía no había salido la luna. Puercoespín y yo permanecimos con las caras pegadas a la ventana, conteniendo la respiración. Oímos cómo el reloj del piso de abajo daba las nueve y media.

—No sé si vendrá… —susurré—. Si no viene hoy, lo dejo.

—Yo me quedaré hasta que se me acabe el dinero.

—¿Cuánto te queda?

Puercoespín hizo un rápido cálculo:

—Les he pagado cinco yenes con sesenta, y eso me da derecho a ocho noches. Pero pago por noche, o sea que lo puedo dejar cuando quiera.

—Buena idea. Aunque los de la posada a estas alturas estarán ya con la mosca detrás de la oreja.

—Eso me da igual. No pienso bajar la guardia.

—Pero dormirás algo durante el día, ¿no?

—Sí, aunque no puedo salir de aquí. Creo que estar encerrado aquí me está volviendo loco.

—¡No tiene ninguna gracia eso de ser el brazo ejecutor de la justicia divina! Pero menos gracia tendría que Camisarroja se nos escapara después de todo lo que nos hemos esforzado.

—No. Algo me dice que aparecerá esta noche… ¡Pero, mira! ¡Mira! —susurró de repente. Yo contuve la respiración. Un hombre ataviado con un sombrero negro se detuvo un instante bajo la luz de la farola de gas en la puerta de la posada Kado, y luego desapareció en la oscuridad. «No era él», pensé. El reloj de abajo no tardó en dar las diez de forma estridente. Parecía que aquella noche nuestra prisa tampoco iba a dar señales de vida.

La calle estaba sumida en el mayor de los silencios. Sólo se oía el ruido de un tambor proveniente del barrio de los prostíbulos. Parecía que el tambor sonaba muy cerca. La luna asomaba por detrás del balneario e iluminaba la calle. De repente se oyeron voces en la distancia. Como no podíamos asomarnos por la ventana no podíamos saber quién era el que hablaba, pero estaba claro que el que lo hacía se estaba acercando cada vez más. Podíamos oír el ruido de las
guetas
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al golpear el suelo. Al fin pudimos distinguir dos siluetas a través del agujero practicado en la ventana.

—Todo irá bien… Ahora que nos hemos deshecho de él… —¡No cabía duda: se trataba de la voz del Bufón!

—Era todo músculo y nada de cerebro. ¿Qué se podía esperar de él? —Esta era la voz de Camisarroja.

—El otro es un auténtico gallito, siempre hablando con ese horrible acento de Tokio. Pero tiene madera de valiente el chiquillo. Me cae simpático…

—Sí, ja, ja.
No quiero que me suban el sueldo… Vengo a presentar mi dimisión…
¡Debe de faltarle algún tornillo!

Me entraron ganas de abrir la ventana, saltar y liarme a mamporros con aquellos dos ignorantes, pero afortunadamente me contuve a tiempo. Pasaron bajo la luz del farol riéndose a carcajada limpia y entraron en la posada Kado.

—¡Eh! —me susurró el Puercoespín.

—¿Has visto?

—Eran ellos.

—Por fin.

—¡Han venido!

—¿Has oído lo que dijo el Bufón? —estallé—. Me ha llamado chiquillo. ¿Cómo se atreve?

—Con que se han deshecho de mí… —repuso él—. Miserables y mil veces miserables.

Nuestro plan era sorprenderlos mientras volvían a casa. Pero no sabíamos a qué hora saldrían de la casa de citas, así que el Puercoespín bajó a recepción para decirle al conserje que aquella noche saldríamos tarde y que por favor dejaran la puerta abierta. Ahora que lo pienso, me sorprende que no levantáramos sospechas. Podríamos haber sido perfectamente dos ladrones a punto de cometer alguna fechoría.

Había sido duro esperar a que Camisarroja acudiera a la posada, pero más duro todavía fue esperar a que saliera de ella. No podíamos despistarnos ahora, aunque era muy incómodo mantener la cara pegada al agujero todo el rato. Sugerí al Puercoespín que entráramos en la posada Kado y los sorprendiéramos allí mismo, pero rechazó mi propuesta con rotundidad. Si lo hacíamos, la gente de la posada podría ver algo sospechoso en nosotros y no dejarnos subir a las habitaciones. Y si insistíamos con alguna excusa, podían llevarnos a una habitación diferente a la de Camisarroja y el Bufón para que estos pudieran huir mientras tanto. Y si lográbamos entrar sin que nos vieran, no sabríamos a qué habitación dirigirnos. Había doce habitaciones y cualquiera sabía en cuál de ellas se habían metido. Sólo nos quedaba esperar, y eso fue lo que hicimos. Y nada ocurrió hasta que dieron las cinco de la mañana. Fue entonces cuando Camisarroja y el Bufón aparecieron por la puerta.

En cuanto les vimos salir a la calle nos pusimos en marcha. Todavía faltaba un rato para que saliera el primer tren que iba al centro, así que dedujimos que necesariamente tendrían que regresar caminando. Los primeros cien metros de la carretera que atravesaba el barrio de los balnearios estaban flanqueados por hileras de cedros y arrozales. Después, la carretera atravesaba algunas granjas con sus casas con tejado de paja y subía hasta el fortín. Decidimos que los sorprenderíamos fuera de la ciudad, en un lugar en el que no hubiera viviendas y en el que pudiéramos verlos a cierta distancia sin temor a que ellos nos descubriesen. Nos decidimos por un tramo del camino a cuya vera había multitud de cedros. En cuanto salvamos las últimas casas de la ciudad, nos echamos a correr detrás de ellos y los embestimos por la espalda. Camisarroja se dio la vuelta estupefacto, sin saber qué era lo que le había golpeado tan violentamente. Conseguimos sujetarlo por los hombros y le ordenamos que no se moviera. El Bufón, aturdido, intentó huir, pero me planté delante de él y logré impedírselo.

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