Mientras estaba allí, en el porche, absorto en mis pensamientos, con la carta meciéndose en el aire delante de mí, la señora Hagino descorrió una puerta y me trajo una bandeja con la cena.
—¡Vaya! —me dijo—. Todavía leyendo la carta.
—Sí —le respondí—. Es importante, así que primero dejo que el viento la meza, luego leo un trozo, luego vuelvo a dejar que el viento la meza y vuelvo a leer otro trozo, y así. —No sabía por qué estaba diciéndole todas esas cosas que no tenían ningún sentido.
Como de costumbre, la cena consistía en batatas hervidas. Los Hagino me trataban mucho mejor que los Ikagin, con más cortesía. Pero desgraciadamente la comida era horrible. Batatas aquella noche, batatas la noche anterior, batatas la siguiente. Era verdad que les había dicho que me gustaban las batatas, pero veía difícil aguantar por mucho tiempo aquella dieta a base de batatas y más batatas. Me reía de mi colega el Calabaza, pero a ese paso yo mismo me convertiría en una batata el día menos pensado. Si Kiyo hubiera estado allí, me habría preparado
sashimi
de atún, o
kamaboko
,
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pero en esta casa de samuráis de economía frugal y tacaña no había lugar para algo así. Fuera como fuera, era cada vez más necesario que Kiyo estuviese a mi lado. Si me quedaba en la escuela y me asentaba allí, tenía que lograr que Kiyo se viniera conmigo desde Tokio. No podía comer
tempura
, ni
soba
, ni
dango
, y me veía obligado a vivir en una pensión en la que me alimentaban exclusivamente con batatas hasta que me volviera amarillo… Ser profesor era más duro de lo que yo pensaba. Hasta los bonzos, comparados conmigo, comían como reyes. Me zampé la batata, y después saqué de un cajón dos huevos crudos, los casqué en el borde del bol y me los tragué. Necesitaba algún alimento nutritivo para tener energía suficiente. ¿Cómo iba a poder impartir veintiuna clases a la semana si no me alimentaba bien?
Como tardé bastante rato en leer la carta de Kiyo, aquel día salí para los baños más tarde de lo normal. Me había acostumbrado a visitar los baños cada tarde, y no me sentía bien si no lo hacía. Se me ocurrió que podía ir en tren, así que cogí mi toalla roja y salí corriendo para la estación, pero cuando llegué el tren se acababa de ir. Me senté entonces en un banco, decidido a esperar al siguiente tren que pasara.
Mientras estaba allí sentado fumando tranquilamente un cigarrillo, vi venir hacia mí al Calabaza. Después de lo que me había contado la señora Hagino, había empezado a caerme más simpático. La verdad es que siempre me había caído bien, puede que por su carácter reservado y triste, pero aquella noche era diferente. Si hubiera estado en mi mano le habría doblado el sueldo, habría hecho que se casara con la señorita Toyama enseguida, y los habría mandado a Tokio con un mes de vacaciones. Cuando llegó junto a mí lo saludé y le pregunté si también iba a los baños, a lo que me respondió afirmativamente. Le invité entonces a sentarse junto a mí. Calabaza, seguramente por delicadeza, rechazó mi invitación:
—Gracias, no se moleste —me dijo, y se quedó de pie a mi lado. Yo volví a insistir:
—El tren tardará en llegar. Será mejor que se siente. —Me daba pena, y quería que se sentara fuera como fuera. Al final cedió, y susurró un delicado: «Le pido disculpas» mientras se sentaba. En el mundo hay personas como el Bufón, a quienes les gusta meter las narices donde nadie les llama; hay otros como el Puercoespín, que piensan que Japón estaría perdido si ellos no estuvieran allí para salvarlo; algunos, como Camisarroja, que dominan como nadie la gomina y la galantería; y otros, como el Mapache, que se comportan como si fueran el vivo espíritu de la educación vestido con sus mejores galas. Todos ellos aderezados con la adecuada cantidad de vanidad. Frente a ellos estaba el Calabaza, tan educado y tan dócil que parecía un muñeco, siempre fuera de lugar. Algunas veces me preguntaba si de verdad era posible que un ser así existiera sobre la tierra. Era verdad que tenía cara de calabaza pocha, pero dejar a alguien tan excepcional como él por un tipo como Camisarroja, era una auténtica estupidez. La Madona no sabía lo que hacía. Ni siquiera una docena de Camisarrojas bastarían para hacer un buen marido…
—¿Se encuentra bien? Parece pachucho.
—No. Me encuentro bastante bien… Gracias.
—Me alegro mucho. Estar enfermo no es agradable que se diga…
—Usted, en cambio, tiene muy buen aspecto.
—Sí, aunque esté delgado me encuentro bien de salud. No me gusta nada estar enfermo.
Al oír mis palabras, el Calabaza sonrió ligeramente. Desde la entrada de la estación nos llegó entonces el eco de una risa femenina. Volví la cabeza y vi, junto a la taquilla, a una chica muy guapa, alta, con la piel blanca y delicada y un peinado elegante, acompañada por una señora mayor, que por su aspecto, debía de tener poco menos de cincuenta años. No se me da nada bien describir la belleza de una mujer, pero ésta era realmente hermosa. Al verla, me embargó una sensación extraña, como si tuviera en la mano una bola de cristal perfumada. La mujer mayor era bastante más baja que su acompañante, pero por el parecido de las caras deduje que debían de ser madre e hija. Nada más verlas, me olvidé del Calabaza. No podía apartar mis ojos de la más joven. De repente me di cuenta de que el Calabaza se había incorporado y se dirigía hacia las dos mujeres. Entonces se me ocurrió que aquella chica debía de ser la famosa Madona de la que todos hablaban. Los tres se saludaron y empezaron a hablar junto a la taquilla, pero como estaban lejos no pude oír lo que decían.
Miré el reloj de la estación y vi que todavía faltaban cinco minutos para que llegara el siguiente tren. Como ya no tenía con quien hablar, estaba ansioso esperando que el convoy llegara cuanto antes. Entonces, por la puerta de la estación entró un hombre a toda prisa. Se trataba de Camisarroja. Iba vestido con un kimono de seda con un obi de seda gruesa anudado descuidadamente y, como siempre, llevaba colgando la cadena de oro de su reloj. La cadena era de oro falso. Él pensaba que la gente no se daba cuenta, y no paraba de hacer ostentación de ella, pero a mí no me engañaba. Al entrar, miró nerviosamente a su alrededor, y cuando vio al Calabaza y a las dos mujeres hablando junto a la taquilla, los saludó con una inclinación de cabeza e intercambió dos o tres palabras con ellos. Luego se giró con rapidez y se aproximó hasta donde yo estaba arrastrando los pies con pequeños pasos gatunos.
—Vaya, ¿también tú vas a los baños? Creía que iba a perder el tren así que he venido corriendo. Pero faltan todavía tres minutos… ¿Irá bien ese reloj? —me dijo mientras sacaba el suyo. —Hay una diferencia de dos minutos. —Luego se sentó a mi lado. Adoptó una mirada perdida mientras apoyaba la barbilla en el pomo del bastón, sin fijarse ni una sola vez en las mujeres. La mujer más mayor miró varias veces hacia donde estábamos nosotros, pero en cambio la joven no lo hizo ni una sola vez. Ahora sí que estaba seguro de que aquella era la Madona.
Por fin se oyó un pitido y el tren entró en la estación. La gente que había en el andén corrió a los vagones. Camisarroja se encaminó hacia el vagón de primera clase. No es que fuera nada raro: el billete de primera clase hasta los baños de Sumita costaba cinco céntimos, mientras que en segunda costaba tres, así que sólo había una diferencia de dos céntimos. Incluso alguien como yo podía permitirse pagar a diario dos céntimos más por uno de esos blancos billetes de primera. Sin embargo, la mayoría de esos tacañones provincianos prefería viajar en segunda y ahorrarse la diferencia. La Madona y su madre siguieron a Camisarroja al vagón de primera. El Calabaza, sin embargo, no era hombre de viajar en primera clase. Se dirigió al vagón de segunda y lo vi dudar por un instante entre entrar o dirigirse al de primera, pero luego me miró y entró en el de segunda clase. No sé por qué, pero me dio pena, así que en vez de dirigirme a mi asiento de primera, decidí hacerle compañía al Calabaza. Me imaginé que aunque hubiera comprado un billete de primera, podría viajar en segunda sin problema.
Ya en los baños, tras desvestirme y ponerme un yukata, me dirigí a las piscinas, y allí estaba el Calabaza de nuevo. Aunque no se me da nada bien hablar en público, y sufro mucho en las reuniones, soy de natural hablador, así que mientras estábamos los dos medio sumergidos en el agua caliente intenté entablar una conversación con mi compañero. No soportaba verlo tan alicaído. Pensé, quizá en otro arranque de impulsividad de los míos, que lo menos que podía hacer con un hombre tan triste era darle conversación. Pero el Calabaza no tenía muchas ganas de hablar. Dijera lo que dijera, él sólo respondía con monosílabos, e incluso ni eso lograba sacarle la mayoría de las veces, así que al final lo dejé por imposible.
Al que no había visto por ninguna parte era a Camisarroja. Había varias salas de baño y, aunque hubiéramos llegado en el mismo tren, era perfectamente posible que no nos encontráramos. Al salir, miré al cielo y vi que la luna estaba preciosa. Sauces llorones se alineaban a ambos lados de la calle, y sus ramas proyectaban sombras en el suelo. Decidí dar un pequeño paseo. Saliendo de la ciudad, a mi izquierda, se hallaba la Puerta del Norte. Más allá de la puerta nacía una carretera que llevaba a un templo budista. A ambos lados de la carretera había varios prostíbulos. Me parecía escandaloso que hubiera ese tipo de locales en el recinto de un templo. Me dieron ganas de entrar en alguno de ellos y echar una ojeada, pero tenía miedo de que en la siguiente reunión de profesores el Mapache me lo recriminara, así que desistí de mi idea y pasé de largo. Al lado de la puerta se alzaba un pequeño edificio con ventanas de celosía y una cortina oscura en la puerta. Se trataba del famoso restaurante de
dango
que tantos problemas me había traído en el pasado. La luz de una linterna de papel en la que estaba escrito «Sopa dulce de judías» y «Sopa de pastel de arroz» se proyectaba sobre el tronco de uno de los sauces que crecía junto a uno de los aleros. Me moría de ganas de entrar, pero supe contenerme y seguí mi camino.
¡Me parecía inhumano no poder comer
dango
cuando tenía tantas ganas de hacerlo! Pero luego pensé que más inhumano era lo que le había pasado al Calabaza, y que tu prometida te dejara por otro. Bien mirado, no comer dango carecía de importancia en realidad. Comparado con lo del Calabaza, lo mío no era nada. No me sentiría tan desgraciado como debía de sentirse él aunque no pudiera probar bocado en tres días. La verdad es que no hay nada tan engañoso como la naturaleza humana. Juzgándola sólo por su apariencia, era difícil de creer que algo tan bello pudiera ser a la vez tan cruel. En cambio, el señor Koga, a pesar de su aspecto enfermizo, de ser un calzonazos y alguien tan pocho como la más pocha de las calabazas, era una bellísima persona. No puede uno fiarse de las apariencias. Te imaginas al Puercoespín como a un tipo sencillo y sincero, pero luego te das cuenta de que se dedica a sembrar cizaña entre los estudiantes y tú… Entonces, cuando te enteras, descubres además que se dedica a aconsejar al director que los castigue por lo que han hecho. Camisarroja, que al principio te parece la antipatía personificada, se revela de repente como un aliado tuyo al ponerte en guardia ante los peligros que te acechan… Y es entonces cuando te enteras de sus jueguecitos con la Madona, con la que, según él, no hará nada mientras ella siga prometida. Ikagin, por su parte, se inventa excusas para echarme de su casa, y acto seguido toma al Bufón como inquilino sin pensárselo dos veces. ¡Lo mirara como lo mirara, las cosas no eran lo que parecían! De lo que sí estaba seguro era de que si se me ocurría contarle todo esto a Kiyo en una carta, lo más seguro es que se quedara de piedra. Y a continuación diría que es normal, que más allá de Hakone no hay más que monstruos.
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Siempre he sido una persona afable, y hasta ese momento nada me había preocupado demasiado, pero había bastado un mes en aquella ciudad para hacerme comprender que el mundo no era tan apacible como yo creía. No me había ocurrido nada terrible, pero sentía como si hubiese envejecido cinco o seis años. Quizá lo mejor que podía hacer era irme de allí y regresar a Tokio. Embebido en estos pensamientos, crucé un puente y seguí por la orilla del río Nozeri. Llamar a aquello «río» era subirlo de categoría inmerecidamente; en realidad no era más que un riachuelo de apenas dos metros de ancho. Un kilómetro río abajo, en esa misma orilla, se encontraba una aldea llamada Aioi. En la aldea, había un templo dedicado a Kannon, la diosa de la misericordia.
Me di la vuelta para admirar la ciudad, llena de las linternas rojas que brillaban bajo la luna. Se oía el retumbar de un tambor gigante que debían estar tocando en el barrio de los prostíbulos y las casas de té. El arroyo era poco profundo pero su corriente era muy rápida, y centelleaba en la oscuridad. Deambulé sin rumbo fijo por la orilla y, cuando llevaba recorridos unos trescientos metros, pude adivinar unas figuras que surgían de la oscuridad delante de mí. La luz de la luna iluminaba lo suficiente para ver que se trataba de dos personas. Pensé que debían de ser jóvenes que volvían a la aldea tras pasar un rato en los baños. Pero, si hubiera sido así, lo normal es que hubieran vuelto cantando mientras caminaban en la oscuridad. Aquellas dos personas, en cambio, caminaban en silencio.
Yo caminaba más rápido que ellos, y las sombras se iban haciendo cada vez más grandes. Una de ellas era una figura femenina. Cuando estuve a unos veinte metros, vi como la otra figura, un hombre, se volvía de repente. Yo tenía la luna detrás, así que pude ver sus rasgos con total claridad. «¡Toma ya!», me dije. La pareja siguió andando unos metros delante de mí. Se me había metido una idea en la cabeza, así que aceleré el paso. La pareja continuaba mientras tanto caminando con paso lento, sin cambiar de ritmo. Ahora los oía tan cerca de mí que tenía la sensación de poder tocarlos si estiraba el brazo. El camino tenía poco menos de dos metros de ancho, la distancia justa para que cupieran tres personas. Cuando los alcancé, pasé al lado del hombre rozando la manga de su kimono. Di dos pasos más, y me volví súbitamente. Entonces pude mirar al hombre de frente. La luz de la luna iluminó mi cara, desde el pelo rapado hasta la barbilla. El hombre, al verme, apenas pudo emitir una leve exclamación en voz baja, y luego se dirigió a su pareja:
—Quizá será mejor que regresemos. —Y una vez dicho esto, ambos se encaminaron hacia el balneario.