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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (2 page)

La situación no estaba aún definida, era más potencial que real. No obstante, cualquier decisión que se tomara ahora la definiría, y a partir de ese momento se sucederían los acontecimientos de forma inevitable, unos como consecuencia de otros, primero lentamente y luego cada vez más rápido, sin posibilidad de volver atrás. Y debía tomarse una decisión, debía tomarse sin tardar, ya que la
Charwell,
a la velocidad que navegaba, estaría al alcance de los cañones del navío de dos puentes en menos de diez minutos. Sin embarco, había tantos factores… La
Dee
no era muy rápida navegando de bolina y, por otra parte, al cambiar la marea, las olas de través reducirían su velocidad; tal vez tendría que dar otra bordada. En media hora aquel navío francés de cañones de treinta y seis libras podría destrozar la
Charwell,
desarbolarla y llevársela a Brest, pues había viento favorable para navegar en esa dirección. ¿Por qué no habían visto ninguno de los barcos de la escuadra que trataba de romper el bloqueo? No habrían podido alejarse con aquel viento. Aquello era muy raro. Todo era muy raro, empezando por el comportamiento del navío francés. El ruido de los cañonazos haría que la escuadra se reuniera…Una táctica dilatoria…

El capitán Griffiths estaba enfurecido porque se sentía observado por aquellos ojos a sus espaldas. Lo observaban más ojos de lo habitual, porque en la
Charwell
viajaban como pasajeros dos civiles, uno procedente de Gibraltar y otro de Puerto España, y varios oficiales. Uno de ellos era el belicoso general Paget, un hombre influyente, y el otro el capitán Aubrey, Jack Aubrey
el afortunado,
que hacía poco tiempo había atacado y apresado un jabeque-fragata español de treinta y seis cañones, el
Cacafuego,
con un bergantín de catorce cañones, la
Sophie.
Este hecho, que había sido el tema de conversación en la flota durante algunos meses, hacía más difícil tomar una decisión.

El capitán Aubrey estaba de pie junto a la última carronada de babor y tenía en su rostro una expresión abstraída, totalmente indefinida. Desde ese lugar, como era alto, podía ver la posición de los tres barcos y cómo cambiaba con facilidad y rapidez el triángulo que formaban entre ellos. Muy cerca de él había dos figuras más bajas, una era el doctor Maturin, que había sido su cirujano en la
Sophie,
y la otra era un hombre vestido de negro —traje negro, sombrero negro y una capa negra chorreando agua—de frente estrecha, en la que podría haber llevado escrito
agente de los servicios secretos
o, simplemente, la palabra
espía,
dado el poco espacio que había en ella. Hablaban en una lengua que algunos creían que era latín. Hablaban animadamente, y Jack Aubrey, cruzándose con una furiosa mirada del otro lado de la cubierta, se inclinó y le susurró al oído a su amigo:

—Stephen, ¿por qué no bajas? A partir de ahora, en cualquier momento podrán necesitarte en la enfermería.

El capitán Griffiths se volvió desde el pasamanos y con forzada tranquilidad dijo:

—Señor Berry, haga la señal que indique. Voy a…

En ese momento, el navío de línea disparó un cañonazo, e inmediatamente lanzó tres bengalas azules que se elevaron y lanzaron destellos de aspecto irreal a la luz del alba. Luego, antes de que el viento se llevara los últimos destellos, lanzó una serie de cohetes, como si se estuviera celebrando la noche de Guy Fawkes
1
en alta mar.

Jack Aubrey, frunciendo el entrecejo pensó: «¿Qué demonios quiere decir con esto?». Y un murmullo de asombro, haciéndose eco de su propia perplejidad, recorrió las cubiertas de la fragata.

—¡Cubierta! —gritó el serviola desde la cofa del trinquete—. Hay un cúter cerca del navío, a sotavento.

El capitán Griffiths giró en redondo el telescopio.

—Recoged esas velas —dijo.

Se cargaron los puños de las velas mayor y trinquete con los chafaldetes para que él pudiera ver mejor. Entonces observó cómo el cúter, un cúter inglés, guindó la verga, la giró, ganó velocidad y comenzó a acercarse rápidamente a la fragata a través del grisáceo mar.

—Nos acercaremos al cúter —dijo—. Señor Bowes, dispare un cañonazo.

Por fin, después de todas aquellas horas de tensa espera, llegaban las órdenes, y enseguida el cañón de doce libras fue colocado cuidadosamente. Luego hubo un estallido, un remolino de humo acre se dispersó en el aire con rapidez, y se oyeron los vítores de la tripulación cuando la bala pasó ante la proa del cúter. En respuesta, en el cúter se dieron vítores y se lanzaron los sombreros al aire. Los dos barcos se acercaban a diferentes velocidades, y la suma de ambas era de quince millas por hora.

El cúter, rápido y bien gobernado —sin duda una buena embarcación para el contrabando—, se aproximó a la
Charwell
por sotavento y aminoró la marcha hasta detenerse junto a ella y quedarse como una gaviota sobre el mar, moviéndose al vaivén de las olas. Desde su cubierta, una fila de rostros bronceados y sonrientes miraban con perspicacia hacia los cañones de la fragata.

«Yo reclutaría enseguida a media docena de marineros de primera entre ellos», pensó Jack mientras el capitán Griffiths llamaba al capitán del cúter, separado sólo por una franja de mar.

—Suba a bordo —dijo el capitán Griffiths, receloso—. Momentos después de que el cúter facheara y le pusieran las defensas para evitar chocar, y tras oírse los gritos «¡Con cuidado ahora! ¡Que Dios os condene!», su capitán subió por la escala de popa con un fajo de papeles bajo el brazo. Saltó ágilmente por encima del coronamiento y tendió la mano diciendo:

—Le deseo que disfrute de la paz, capitán.

—¿Paz?

—Sí, señor. Sabía que le sorprendería. Se firmó hace apenas tres días. Ningún navío en misión por el extranjero lo sabe todavía. El cúter está lleno de periódicos de Londres y París, y de provincias. Todos los artículos, caballeros —miraba a su alrededor—, y hasta el último detalle. Una información que vale media corona.

No había motivos para dudar de él. Todos en el alcázar se quedaron perplejos. De los animados artilleros de las carronadas, la palabra fue pasando en un murmullo de un lado a otro de la cubierta, y ahora en el castillo pudo escucharse un viva. El capitán dijo automáticamente:

—Anote el nombre de ese hombre, señor Quarles.

Pero a pesar de ello, los vivas se propagaron hasta el palo mayor y luego a toda la fragata, convirtiéndose en agudos gritos de alegría ante la idea de la libertad, el reencuentro con esposas y novias, la seguridad y los placeres de tierra firme.

En cualquier caso, el tono del capitán Griffiths no era realmente feroz; y en lo más profundo de sus ojos tan juntos, alguien que lo mirara de cerca podría descubrir el éxtasis, por una parte, porque sus preocupaciones habían desaparecido, se habían desvanecido como una bocanada de humo, y por otra, porque nadie en este mundo sabría nunca qué señal había estado a punto de hacer. Y a pesar de que controlaba mucho la expresividad de su rostro, su tono era excepcionalmente cortés cuando invitó a comer con él esa tarde a los pasajeros, el oficial y el guardiamarina de la guardia y el primer oficial.

* * *

—Es estupendo comprobar lo sensible que es la tripulación, cómo aprecia las ventajas de la paz —dijo Stephen Maturin al reverendo Hake en tono afable.

—¡Ah, sí! Las ventajas de la paz. Sí, claro —dijo el capellán, que en tierra no recibiría una pensión, ni tenía fortuna privada de la cual vivir, y que sabía que en cuanto la
Charwell
llegara a Portsmouth la tripulación sería despedida.

Inmediatamente abandonó la sala de oficiales, dejando solos al capitán Aubrey y al doctor Maturin, y comenzó a pasearse por el alcázar, silencioso y pensativo.

—Pensé que se mostraría más satisfecho —dijo Stephen Maturin.

—Eres un caso raro, Stephen —dijo mirándolo afectuosamente—. Has estado navegando durante bastante tiempo, y nadie podría decir que eres tonto, pero sabes tanto de la vida de un marino como un niño nonato. Recordarás que todos en esta guerra siempre se han puesto tristes ante el peligro de una paz inminente. Y en la comida habrás notado, sin duda, que Quarles, Rodgers y todos los demás estaban taciturnos.

—Lo atribuí a la angustiosa noche que habían pasado, muy tensos, vigilantes, faltos de sueño y, sobre todo, temerosos del peligro. Sin embargo, el capitán Griffiths tenía un excelente estado de ánimo.

—¡Oh! —dijo Jack, guiñando un ojo—. Eso es muy diferente, desde luego: él es un capitán de navío. Tiene sus diez chelines diarios e independientemente de lo que ocurra seguirá subiendo en la lista de capitanes a medida que los más viejos mueran u obtengan un buque insignia. Es bastante viejo, tendrá cuarenta años o incluso más, pero con suerte morirá siendo almirante. En realidad, los que me dan pena son los otros: los tenientes con media paga, que tienen muy pocas probabilidades de enrolarse y ninguna de obtener un ascenso, y también los pobres guardiamarinas que, desafortunadamente, no han recibido un nombramiento ni lo recibirán nunca y que no tienen esperanza de participar en una misión ni tendrán ninguna paga, por supuesto. Sólo les queda la marina mercante o limpiar zapatos a la entrada del parque Saint James. ¿No has oído esta vieja canción? Te cantaré una estrofa.

Tarareó la melodía y luego cantó en tono bastante grave:

Dice Jack: «Hay buenas noticias, hay paz en tierra y mar, los cañones ya no se usarán, pues desmantelados están».

Dice el almirante: «Esas son malas noticias». Dice el capitán:«Mi corazón se va a partir».

El teniente grita: ¿Qué voy a hacer? No sé qué camino seguir». Dice el doctor: «También yo soy un caballero, un caballero de gran categoría;

Me iré a alguna feria de pueblo y allí ejerceré de charlatán».

Eso va por ti, Stephen. Ja, ja, ja!

Dice el guardiamarina: «No tengo oficio; algún oficio tengo que escoger».

Me iré a la entrada del parque Saint James y allí zapatos limpiaré, y allí todo el día me quedaré para atender a todos los que me quieran llamar,

y a quienes pasen por allí les diré: «¿Quiere que le saque a sus zapatos un brillo sin igual?»

El señor Quarles se asomó a la puerta, reconoció la canción y aspiró aire profundamente. Y puesto que Jack era un invitado, un oficial superior, nada menos que un capitán de corbeta con una charretera en su hombro y, además, alto y corpulento, el señor Quarles exhaló el aire en un suspiro y cerró la puerta.

—Debería haber cantado más bajo —dijo Jack.

Aproximó la silla a la mesa y continuó en voz más baja:

—En verdad, son esos hombres los que me dan pena. También estoy apenado por mí mismo, naturalmente, pues hay pocas posibilidades de que pueda conseguir un barco y, desde luego, aunque lo lograra, no hay ningún enemigo que capturar; pero eso no es nada en comparación con lo suyo. Nosotros hemos tenido suerte con el dinero de los botines, y si no fuera por ese condenado retraso en nombrarme capitán de navío, me sentiría muy contento de pasar seis meses en tierra. Cazaría, escucharía buena música, iría a la ópera. ¡Podríamos incluso ir a Viena! ¿Eh? ¿Qué te parece, Stephen? Pero debo reconocer que esa tranquilidad me irrita profundamente, aunque eso no es nada en comparación con lo suyo, y no dudo que se solucionará muy pronto.

Cogió el ejemplar de
The Times y
echó un vistazo a la
London Gazette
por sí se hubiera saltado su nombre al leerla las tres veces anteriores. Luego, dejándolo a un lado dijo:

—¿Te importaría pasarme el que está encima de la taquilla? El
Sussex Courier.

Y añadió cinco minutos más tarde:

—Esto está bien, Stephen. El señor Savile reunirá su jauría el miércoles 6 de noviembre de 1802, a las diez, en Champflower Cross. Yo fui con ellos una vez cuando era niño; el regimiento de mi padre estaba acampado en Rainsford. Una zona de caza de siete millas, un lugar extraordinario si uno tiene un buen caballo. Escucha esto: elegante residencia para caballero, en terreno calizo, se alquila por años a precio moderado. Dice que tiene capacidad para diez personas.

—¿Tiene salones?

—Por supuesto que sí. ¡Qué cosas tienes Stephen! No sería una
elegante
residencia para caballero si no los tuviera. Y diez dormitorios. ¡Dios! Es una casa de excelentes características, no demasiado lejos del mar, en un buen lugar.

—¿No habías pensado ir a Woolhampton, a casa de tu padre?

—Sí…sí. Pienso hacerle una visita, desde luego. Pero estará mi madrastra, ya sabes. Y si te digo la verdad, no creo que salgan bien las cosas.

Hizo una pausa tratando de recordar el nombre del personaje clásico que lo había pasado tan mal con la segunda mujer de su padre. Y es que el general Aubrey se había casado hacía poco con la lechera, una hermosa joven de ojos negros y manos húmedas que Jack conocía muy bien. ¿Era Acteón, Ajax, Arístides? Le parecía que su caso y el de ese personaje eran muy similares, y que nombrándolo daría a entender cuál era la situación; pero el nombre no acudía a su mente, y después de unos instantes volvió a los anuncios.

—Tiene muchas ventajas estar en las proximidades de Rainsford: hay tres o cuatro jaurías en la zona, Londres está a un día de camino y hay docenas de elegantes residencias para caballeros, todas en terreno calizo. Podríamos compartir los gastos, Stephen, y traer a Bonden, Killick, Lewis y, tal vez, a uno o dos hombres más de la antigua tripulación de la
Sophie,
y también podríamos pedirle a algunos de los cadetes que vinieran a quedarse con nosotros. Nos divertiremos mucho, será como estar en
Fiddler's Green
2
.

—Ese es, precisamente, el lugar que me gusta —dijo Stephen—. No importa lo que digan los anuncios, el caso es que el suelo de la zona es calizo y en los
downs
3
hay algunas plantas y escarabajos muy curiosos. Y estoy ansioso por ver una charca formada por el rocío.

* * *

Polcary Down bajo el cielo de invierno; un penetrante viento del norte pasaba sobre las vegas, atravesaba el terreno arado y subía hasta la amplia pradera flanqueda en la parte más baja por un bosquecillo que llamaban el tojal de Rumbold. Una veintena de figuras con chaqueta roja se encontraban cerca del tojal; y mucho más abajo, en medio de la ladera, inmóvil tras su yunta de bueyes de Sussex al final de un surco, un labrador miraba cómo los perros de caza del señor Savile se abrían paso entre los tojos y los restos parduzcos de los helechos.

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