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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (7 page)

—¿Dónde está su mozo de cuadra, señor? —preguntó—. ¿Está en la cocina?

—No hay ningún mozo de cuadra en esta tripulación, señora —dijo Babbington mirándola ahora con franca admiración—. Conduzco yo mismo. ¿Puedo ayudarla a subir? Apoye el pie en este pequeño estribo y suba. Y esta manta… podemos atarla atrás con estas vinateras. ¿Todo listo? ¡Allá vamos! —le gritó al jardinero y salieron precipitadamente del patio, dándole un duro golpe al poste pintado de blanco al pasar.

Al ver cómo el señor Babbington llevaba las riendas y usaba el látigo, Diana se sintió aún más asustada; se había criado entre soldados de caballería y nunca había visto algo igual en su vida. Se preguntaba cómo era posible que él hubiera hecho todo el viaje desde Arundel sin volcar. Iba pensando en su baúl, que estaba atrás; y cuando dejaron el camino principal, después de un recorrido sinuoso, a veces subiendo las colinas y otras rozando el borde de las cunetas, ella se dijo: «Esto no saldrá bien. Habrá que relevar a este joven».

El camino subía recto por la colina, arriba y arriba, y del otro lado, sólo Dios lo sabía, tal vez descendiera vertiginosamente. El caballo refrenó para ir al paso; había comido judías, lo cual se hizo patente por un largo, largo y estruendoso pedo.

—Discúlpeme —dijo el guardiamarina rompiendo el silencio.

—¡Oh! No se preocupe. Pensé que había sido el caballo —dijo Diana secamente.

Luego le miró de soslayo y advirtió que esto le había turbado.

—Déjeme mostrarle cómo lo hacemos nosotros en India —dijo tomando las riendas y quitándole el látigo.

Pero en cuanto tuvo contacto con el caballo y lo hizo seguir dócilmente el sendero que debía, Diana pensó en el modo de lograr que el señor Babbington recuperara su actitud amable y su buena disposición. ¿Le explicaría cuáles eran la escuadra azul, la roja y la blanca? ¿La posición a barlovento? ¿Le hablaría, en general, de la vida en la mar? Sin duda, servir en la Marina comportaba peligros y exigía mucho, pero también era un gran honor, significaba ser la salvaguarda al país. ¿Acaso él había tomado parte en la famosa batalla con el
Cacafuego?
Diana no podía recordar ninguna disparidad de fuerzas tan notable. El capitán Aubrey debía de parecerse mucho a lord Nelson.

—¡Oh, sí, señora! —exclamó Babbington—. Aunque dudo que incluso Nelson hubiera conseguido eso tan astutamente. Es un hombre extraordinario. Sin embargo, en tierra es muy diferente, ¿sabe? Uno le tomaría por una persona corriente, no es frío ni distante en lo más mínimo. Vino a nuestra casa para ayudar a mi tío en las elecciones y tenía la alegría y la agilidad de un grillo. Pegó con una vara a dos
Whigs,
que cayeron como un par de bolos; los dos eran cazadores furtivos y, por supuesto, metodistas. ¡Oh, fue tan divertido! Y en Melbury nos dejó a Pullings y a mí elegir nuestros caballos para echar una carrera con él. Tres vueltas al potrero y subir a caballo los escalones hasta la biblioteca, apostando cada uno una guinea y una botella de vino. Todos lo queremos mucho, señora, aunque sea tan duro en la mar.

—¿Quién ganó?

—Bueno —dijo Babbington—, nos caímos todos, uno tras otro. Pero en mi opinión, él lo hizo a propósito, para no quitarnos nuestro dinero.

Se detuvieron a comer en una posada, y con la comida y una jarra grande de cerveza dentro del cuerpo, Babbington dijo:

—Creo que es usted la joven más bella que he visto. Usted ocupará mi sitio ahora, y eso me complace; pero si hubiera sabido que era usted, habría traído una almohadilla y un gran frasco de perfume.

—Usted es también un hombre de buena presencia, señor —dijo Diana—. Estoy muy contenta de viajar bajo su protección.

A Babbington se le levantó el ánimo hasta un nivel alarmante; había sido educado en la Marina, donde actuar con decisión contaba para todo, y ahora era necesario que fijara su atención en el caballo. Ella sólo quería dejarle las riendas en la subida, pero, en realidad, él las llevó todo el camino desde Newton Priors hasta la puerta de Melbury Lodge. Y allí la ayudó a bajar, hecho un manojo de nervios, ante los admirados ojos de una docena de marinos.

Diana tenía algo, tal vez la actitud franca y un empuje semejante al de los piratas, que resultaba muy atractivo para los oficiales de marina. Pero ellos también se sentían atraídos por la belleza de muñeca de las dos señoritas Simmons, por la forma de bailar de Frances, que en el centro de la sala sacaba la punta de la lengua a la vez que llevaba el compás, por las facciones vulgares y el aspecto saludable de Cecilia y por otras cualidades que veían a la luz de las velas en la alargada y elegante sala de baile. Y se quedaron impresionados por la belleza de Sophia cuando ella y el capitán Aubrey abrieron el baile. Sophia llevaba un vestido rosa con una banda dorada, y Diana le dijo a Stephen Maturin.

—Está preciosa. No hay ninguna mujer en la sala que pueda comparársele. Ese es el color más traicionero del mundo, pero con la piel que ella tiene queda perfecto. Daría un ojo de la cara por tener una piel como esa.

—El color dorado y las perlas la favorecen —dijo Stephen—. El dorado se asemeja a su pelo, las perlas a sus dientes. Voy a decirle una cosa: las mujeres son superiores a los hombres en que admiran muy sinceramente la buena apariencia de otras mujeres y la valoran con objetividad. La belleza de otras les produce un auténtico placer. Su vestido también es muy elegante y otras mujeres lo admiran; lo he notado, y no sólo por las miradas sino porque he estado detrás de ellas escuchando su conversación.

Era un bonito vestido, de un azul un poco más claro que el marino combinado con blanco. Nada de negro, no había hecho concesiones a la señora Williams, pues se sobreentendía que en un baile a toda mujer le estaba permitido realzar lo mejor de sí misma; sin embargo, cuando el gusto, la figura y el porte son iguales, una mujer que puede gastar cincuenta guineas en su vestido tiene mejor aspecto que una que sólo puede gastar diez libras.

—Debemos ocupar nuestros puestos —dijo Diana un poco más alto cuando los segundos violines empezaron a tocar y la sala de baile se llenó de sonido.

La sala era un regalo para la vista, con las banderas colgadas al estilo naval —formaban la señal de
Aproximarse más para entablar combate con el enemigo,
entre otros mensajes que sólo entendían los marinos— y el brillo de la cera de abejas y la luz de las velas, llena hasta los topes y con la hilera de figuras bailando. Había lindos vestidos, hermosas chaquetas, guantes blancos, todo reflejado en las puertas de cristal y en el alto espejo detrás de la orquesta. Toda la vecindad estaba allí, junto con una veintena de caras nuevas de Portsmouth, Chatham, Londres o cualquier lugar en tierra adonde la paz los hubiera enviado. Todos vestían sus mejores galas; todos tenían el propósito de divertirse y, hasta ahora, lo habían logrado admirablemente. Todo el mundo se sentía complacido, no sólo porque aquel baile era algo raro (por aquellos lugares no había más de tres en cada estación, aparte de algunas reuniones sociales) sino también por celebrarse con un estilo elegante e inusual, por los marineros con chaquetas azules y coletas, tan diferentes a los grasientos camareros contratados que solían verse, y por el hecho de que por vez primera había más hombres que mujeres; había gran cantidad de hombres, y todos ansiosos por bailar.

La señora Williams estaba sentada con otros padres y chaperonas junto a una de las puertas que daba al comedor, desde donde podía abarcar con la mirada toda la fila de los que bailaban. Tenía el rostro enrojecido, sonreía y asentía con la cabeza —sonreía con perspicacia y asentía enérgicamente— mientras le decía a su prima Simmons que ella había apoyado aquello desde el principio. Al pasar bailando ante ella, Diana vio su cara triunfante, y enseguida, justo enfrente, vio la cara de Jack, que se le aproximaba para sacarla a bailar.

—¡Qué maravilloso baile, Aubrey! —dijo con una radiante sonrisa. Jack vestía de escarlata, con galones dorados, y su corpulenta figura tenía un aire imponente; le sudaba la frente y los ojos le brillaban por la emoción y el placer que sentía. El la rodeó con el brazo, mostró su benevolente aprobación y le dijo algo sin importancia pero agradable y comenzó a darle vueltas.

—Vamos a sentarnos —dijo Stephen al final del segundo baile—. Está usted pálida.

—¿Ah, sí? —dijo ella mirándose en un espejo—. ¿Tengo mal aspecto?

—No, pero no debe fatigarse demasiado. Vamos a sentarnos donde el aire sea más fresco. Vamos al invernadero de naranjos.

—He prometido al almirante James que le acompañaría. Iré después de la cena.

Tres marinos, incluyendo el almirante James, desertaron de su puesto a la mesa y siguieron a Diana hasta el invernadero de naranjos, pero se retiraron al ver a Stephen, que la esperaba allí con el chal de ella en la mano.

—No pensé que el doctor fuera capaz de una cosa así —dijo Mowett—. En la
Sophie
siempre lo consideramos una especie de monje.

—Maldito sea —dijo Pullings—. ¡Me parecía que me iba tan bien!

—¿No tiene frío? —preguntó Stephen poniéndole el chal por encima de los hombros. Y como si el contacto físico de su mano con la piel desnuda sirviera de conexión para enviar un mensaje sin necesidad de palabras, él sintió el cambio de corriente. Sin embargo, a pesar de lo que había intuido dijo:

—Diana…

—Dígame —dijo con voz áspera, cortando sus palabras—, ¿es casado el almirante James?

—Sí.

—Lo suponía. Se puede oler al enemigo a gran distancia.

—¿Enemigo?

—Desde luego. No sea tonto, Maturin. Usted debe saber que los hombres casados son los peores enemigos de las mujeres. Tráigame algo de beber, por favor. Estoy bastante mareada a causa de ese aire cargado.

—Este ponche helado está hecho con vino de Sillery.

—Gracias. Te ofrecen lo que ellos llaman amistad o algo parecido —el nombre no importa— y lo que quieren a cambio de ese gran favor es tu corazón, tu vida, tu futuro, tu… no quisiera ser grosera, pero usted sabe muy bien lo que quiero decir. No existe la amistad de los hombres, sé muy bien lo que le digo, créame. No hay ninguno aquí, desde el viejo almirante Haddock hasta ese joven mocoso del coadjutor que no lo haya intentado, por no hablar de los de India. ¿Quién diablos se creen que soy? —dijo tamborileando con los dedos en el brazo de la silla—. El único honesto fue Southampton, que mandó una vieja de Madrás a decirme que él estaría muy contento de que yo estuviera a su cuidado, y si yo hubiera sabido lo que iba a ser mi vida en Inglaterra, en este fangoso agujero donde no hay más que paletos bebedores de cerveza, habría estado tentada de aceptar. ¿Cómo cree usted que es mi vida, sin un céntimo y dominada por una mujer vulgar, pretenciosa e ignorante que me detesta? ¿Cómo cree que me siento al pensar en el futuro que me espera, sabiendo que estoy perdiendo la belleza, lo único que tengo? Mire, Maturin, le hablo abiertamente porque usted me gusta, me gusta mucho, y creo que me tiene afecto. Usted es casi el único hombre en Inglaterra a quien puedo tratar como amigo, en quien puedo confiar como amigo.

—Soy su amigo, por supuesto —dijo Stephen abatido. Y después de una larga pausa, continuó en un esforzado intento de aclarar las cosas—. No es usted del todo justa. Está usted tan deseable como pueda soñar. Ese vestido, especialmente el escote de ese vestido, encendería de pasión a San Antonio, como usted sabe muy bien. Es injusto provocar a un hombre y luego quejarse de que es un sátiro si la provocación ha dado resultado. Usted no es una señorita que trata de mejorar su posición movida por instintivos e inconscientes…

—¿Me está usted diciendo que soy provocativa? —gritó Diana.

—Sí, así es. Eso es exactamente lo que le estoy diciendo. Pero no creo que usted sepa cuánto hace sufrir a los hombres. En cualquier caso, está argumentando desde lo particular a lo general: ha conocido a algunos hombres que han querido aprovecharse de usted y ha ido demasiado lejos. No todos los hombres son iguales.

—No lo serán, pero tienen en común determinadas actitudes que, tarde o temprano, se ponen de manifiesto. Sin embargo, estoy convencida de que usted es diferente, Maturin, y no puede imaginarse cómo me consuela esto. Me eduqué entre hombres inteligentes; en Madrás eran todos libertinos y en Bombay aún peor, pero
eran
inteligentes y los echo mucho de menos. Y es un gran consuelo poder hablar libremente después de haber estado rodeada por tantas personas insípidas.

—Su prima Sophia es inteligente.

—¿De veras lo cree así? Bueno, puede decirse que tiene cierta agudeza, sin duda; pero es una niña, no hablamos el mismo lenguaje. Reconozco que es hermosa. Es realmente hermosa, pero no sabe nada —¿cómo podría saberlo?— y no puedo perdonarle que tenga una fortuna. ¡Eso es tan injusto! ¡La vida es tan injusta!

Stephen, sin responderle, le alcanzó más ponche.

—Lo único que un hombre puede ofrecerle a una mujer es el matrimonio —continuó ella. Un matrimonio que tenga en cuenta la igualdad de posición social. Aún me quedan unos cuatro o cinco años, y si no encuentro un marido para entonces, tendré…

Pero ¿dónde se puede encontrar uno en este lugar lúgubre y solitario? ¿Le parezco repugnante? Quiero desengañarlo, ¿sabe?

—Sí, me doy cuenta de sus intenciones, Villiers. No me parece usted repugnante en absoluto, me está hablando como amiga. Usted está cazando y tiene una presa a la vista.

—Así es, Maturin.

—¿Insiste usted en un matrimonio con alguien de la misma posición social?

—Como mínimo. Despreciaría a cualquier mujer que fuera tan pobre de espíritu y de tan poco valor que accediera a un casamiento desigual. Un abogado de Dover, listo pero terriblemente insensato, se tomó la libertad de hacerme una proposición. Nunca en mi vida me he sentido más molesta. Preferiría ir a la hoguera o cuidar de mi primo que se cree una tetera durante el resto de mis días.

—Descríbame a su presa.

—No soy difícil de contentar. Debe tener cierta cantidad de dinero, desde luego; el amor en una choza sería algo horrible. Debe tener inteligencia y no ser deforme ni demasiado viejo. El almirante Haddock, por ejemplo, está fuera de los límites que pongo. No quiero insistir en ello, pero me gustaría un hombre que supiera montar bien a caballo y no se cayera con demasiada frecuencia y también que no se le subiera el vino a la cabeza. Usted no se emborracha, Maturin, y esa es una de las cosas que me gusta de usted. Al capitán Aubrey y a media docena de los hombres que están aquí esta noche tendrán que llevarlos a la cama.

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