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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (5 page)

—Creo que están bastante acostumbrados a quitar manchas de ese tipo, señora —dijo el almirante—. Pero ahora que lo pienso —paseaba la vista por la habitación— es estupendo para sus hijas que esos dos marinos con los bolsillos llenos de guineas estén en tierra y se hayan instalado tan cerca de ustedes. Cualquiera que necesite un marido no tiene más que silbar, y ellos vendrán corriendo. ¡Ja, ja, ja!

La ocurrencia del almirante tuvo una horrible acogida; ninguna de las jóvenes rió con él. Sophia y Diana se pusieron serias, Cecilia echó hacia atrás la cabeza, Frances arrugó el entrecejo y la señora Williams frunció los labios y bajó la mirada tratando de encontrar una réplica aguda.

—Sin embargo —continuó con perplejidad ante la repentina frialdad que había en la habitación—, será inútil hacerlo, completamente inútil, ahora que me acuerdo. El le dijo a Trimble, quien le propuso un encuentro con su cuñada, que
había terminado con las mujeres.
Parece que fue tan desgraciado en su última relación amorosa que ha terminado con las mujeres. Y en verdad es un hombre desafortunado, aunque lo llamen de otro modo: no solamente lo ha perjudicado ese horrible asunto de su ascenso y el maldito matrimonio de su padre, tan inoportuno, sino que también tiene pendiente ante el tribunal del Almirantazgo una apelación con referencia a dos presas neutrales. Creo que esa es la razón de ese fatigoso e incesante ir y venir a Londres. Es un hombre desafortunado, no cabe duda, y tampoco cabe duda de que ha terminado por comprenderlo. Así que muy acertadamente ha abandonado la idea del matrimonio, en el que la suerte lo es todo, en verdad ha terminado con las mujeres.

—Eso es totalmente cierto —dijo Cecilia—. ¡No hay ni una sola mujer en la casa! La señora Burden, que
casualmente pasó por allí,
y Molly, que desde casa de su padre, justo detrás de la de ellos, puede ver todo, dicen que no hay ni una mujer en la casa. Ellos viven con un grupo de marineros que les atienden. ¡Qué extraño! Y sin embargo, la señora Burden, que pudo ver bien la casa, no cabe duda, dice que los cristales de las ventanas brillaban como diamantes y los marcos y las puertas estaban recién pintados de blanco.

—¿Cómo es posible que piensen que pueden arreglárselas solos? —preguntó la señora Williams—. Sin duda, es una actitud obstinada y contra natura. ¡Dios mío! No puedo imaginarme sentada en esa casa. Limpiaría mi asiento con un pañuelo, os lo aseguro.

—Bueno, señora—dijo el almirante—, nosotros nos las arreglamos bastante bien en la mar, ¿sabe?

—¡Ah, en la mar! —dijo la señora Williams con una sonrisa.

—¿Qué hacen si tienen que zurcir, los pobres? —preguntó Sophia—. Supongo que se comprarán ropa nueva.

—Me los imagino remendando las medias —dijo Frances con voz chillona—, moviendo con ahínco las agujas… «Doctor, ¿podría pasarme el estambre azul? Déjeme el dedal cuando acabe, por favor». ¡Ja, ja, ja, ja!

—Seguro que saben cocinar —dijo Diana—. Los hombres pueden asar a la parrilla un filete; y siempre hay huevos y pan con mantequilla.

—¡Pero es tan extraño! —exclamó Cecilia—. ¡Y tan romántico! Tan hermoso como unas ruinas. ¡Qué ganas tengo de verles!

CAPÍTULO 2

La relación no tardó en comenzar. Con prontitud naval, el almirante Haddock invitó a las damas de Mapes a cenar con los recién llegados, y poco después el capitán Aubrey y el doctor Maturin fueron invitados a cenar en Mapes; eran unos jóvenes realmente excelentes, muy bien educados, una compañía agradable en extremo, y su presencia beneficiaba al vecindario. Para Sophia estaba claro, sin embargo, que el pobre doctor Maturin necesitaba alimentarse adecuadamente (había comentado «¡Estaba tan pálido y silencioso!»). Pero ni siquiera la persona de más tierno corazón, la más compasiva, podría haber dicho lo mismo de Jack, que había derrochado vitalidad desde antes del comienzo de la cena, cuando su risa se oía en el camino de entrada, hasta que cesaron los repetidos adioses en el helado pórtico. Desde el principio hasta el final, su rostro marcado por cicatrices de guerra había tenido una expresión franca, dibujándose en él ora una luminosa sonrisa, ora una mirada de satisfacción, y aunque sus ojos azules habían observado con cierta melancolía que la licorera permanecía estacionaria y los restos de pudding desaparecían, su conversación, simple pero muy alegre y agradable, no perdió su fluidez en ningún momento. Con expresión agradecida, y una gran voracidad se había comido todo lo que le habían puesto delante, e incluso la señora Williams sintió cierta inclinación por él.

—Bueno —dijo ella, mientras el ruido de los cascos se alejaba en la noche—, creo que ésta es la cena que más éxito ha tenido de todas las que he dado. El capitán Aubrey se comió dos perdices; la verdad es que estaban muy tiernas. Y la isla flotante quedaba estupendamente bien en el bol de plata; habrá bastante para mañana. Y los restos del cerdo estarán deliciosos en picadillo. Ellos cenaron muy bien, no cabe duda; no creo que tengan a menudo una cena como ésta. Me asombra que el almirante haya dicho que el capitán Aubrey no era un hombre como es debido. Creo que es
sobradamente
un hombre como es debido. Sophie, cariño, dile a John, por favor, que eche en una botella pequeña el oporto que los caballeros dejaron, antes de ponerlo bajo llave; no es bueno dejar la licorera con el oporto.

—Sí, mamá.

—Bien, queridas —susurró la señora Williams tras una prudente pausa, después de cerrarse la puerta—, creo que todas habréis notado el gran interés del capitán Aubrey por Sophia; él fue muy elocuente. No dudo que… Creo que sería bueno que cuando estén juntos todas les dejáramos solos el mayor tiempo posible. ¿Me estás prestando atención, Diana?

—¡Oh, sí, señora! La entiendo perfectamente bien —dijo Diana volviéndose hacia ella desde la ventana. A lo lejos, en la noche de luna, el pálido camino serpenteaba entre Polcary y Beacon Down, y los jinetes subían ágilmente por él.

—Me pregunto… me pregunto —dijo Jack—, si quedará algún ganso en casa o si esos salvajes se los habrán comido todos. En cualquier caso, podemos comer una tortilla y una botella de clarete. Clarete. ¿Has conocido a alguna mujer que sepa de vinos?

—No.

—Y además, son condenadamente tacañas con el pudding. Pero, ¡son unas jóvenes tan encantadoras! ¿Viste cómo la mayor, la señorita Williams, sostenía el vaso de vino y a través de él miraba la luz de la vela? Con una gracia… La finura de su muñeca y su mano, sus dedos tan largos…

Stephen Maturin se estaba rascando con la perseverancia de un perro; no le estaba atendiendo. Sin embargo, Jack continuó:

—Y la señorita Villiers, con su forma tan graciosa de erguir la cabeza y su color tan bello. Tal vez su piel no sea tan perfecta como la de su prima… Ha estado en India, me parece… ¡Qué ojos más azules! ¿Qué edad tendrá, Stephen?

—No llegará a los treinta.

—Recuerdo lo bien que montaba… ¡Dios mío! Si yo tuviera uno o dos años menos… ¡Cómo cambia un hombre! Pero a pesar de todo, me encanta estar rodeado de mujeres, ¡son tan distintas de los hombres! Dijo cosas amables sobre la Armada. Hablaba con mucha sensatez; comprendió perfectamente la importancia de la posición a barlovento. Debe de estar relacionada con marinos. Espero que la veamos de nuevo. Espero que las veamos a todas de nuevo.

Las vieron de nuevo, y antes de lo que esperaban. La señora Williams casualmente pasaba por Melbury y le ordenó a Thomas que tomara el camino de entrada tan bien conocido. Una voz grave y potente cantaba del otro lado de la puerta:

Vosotras, lúbricas mujeres

que moráis en el burdel

¡Ja, ja, ja, ja! Je, je, je, je!

aquí tenéis a vuestro hombre.

Pero las damas entraron en el vestíbulo sin inmutarse, ya que ninguna, excepto Diana, entendía aquellas palabras, y ésta, de todos modos, no se enfadaba con facilidad. Con gran satisfacción observaron que el criado que les abrió la puerta estaba bien peinado, con una coleta que le llegaba a la mitad de la espalda, pero la sala donde fueron conducidas estaba muy desordenada. Probablemente habían hecho limpieza general aquella mañana, pensaba la señora Williams pasando el dedo por la parte superior del friso de madera. Lo único que la distinguía de otra sala cristiana normal y corriente era la alineación de las sillas, colocadas unas junto a otras completamente paralelas, como las vergas de un barco, y el cordón de la campanilla, formado por un cabo de tres brazas, reforzado y forrado, que tenía en la punta una polea con una pieza de bronce.

La potente voz dejó de cantar y Diana pensó que a alguien se le habría puesto la cara colorada. La del capitán Aubrey estaba, en efecto, muy colorada cuando entró apresuradamente, pero él no titubeó al decir:

—¡Vaya, qué agradable recibir esta visita amistosa! Muy buenas tardes, señora. Señora Villiers, señorita Williams, servidor de ustedes… Señorita Cecilia, señorita Frances, me alegro mucho de verlas. Por favor, pasen a…

—Casualmente pasábamos por aquí —dijo la señora Williams—, y pensé que podíamos detenernos un momento para preguntar si va creciendo el jazmín.

—¿El jazmín? —preguntó Jack.

—Sí —dijo la señora Williams esquivando la mirada de sus hijas.

—¡Ah, el jazmín! Por favor, pasen al salón. El doctor Maturin y yo tenemos allí un buen fuego y él es la persona adecuada para hablarle del jazmín.

El salón de invierno de Melbury Lodge era una agradable estancia de cinco lados con dos puertas de cristal que daban al jardín. Al final había un piano de color claro con numerosas partituras alrededor de él y muchas más encima. Stephen Maturin se levantó de la banqueta del piano, saludó con la cabeza y se quedó silencioso mirando a las visitantes. Vestía una chaqueta negra, tan vieja que por algunas partes estaba verdosa, y hacía tres días que no se afeitaba; de vez en cuando se pasaba la mano por la mandíbula rasposa.

—¡Vaya, si son ustedes músicos! —exclamó la señora Williams—. Violines… un violonchelo. ¡Me encanta la música, las sinfonías, las cantatas! ¿Toca usted este instrumento señor? —le preguntó a Stephen.

Por lo general, ella no le prestaba atención a éste, pues el doctor Vining le había dicho que los cirujanos navales solían ser poco instruidos y que estaban mal pagados; sin embargo, hoy se sentía en buena disposición.

—He estado tocando esta pieza, señora —dijo Stephen—, pero el piano está muy desafinado.

—No lo creo, señor —dijo la señora Williams—. Es el instrumento más caro que se pueda tener: un Clementi. Recuerdo como si fuera ayer cuando lo trajeron en un coche.

—Los pianos se desafinan, mamá —murmuró Sophia.

—Los pianos Clementi no, querida —dijo la señora Williams con una sonrisa—. Son los más caros de Londres. Clementi es proveedor de la corte. (Les miró con reproche, como si ellos no fueran súbditos leales.) Además, señor—se volvió hacia Jack—, fue mi hija mayor quien decoró la tapa. Los dibujos son de inspiración chinesca.

—¡No se hable más, señora! —exclamó Jack—. Sería un instrumento muy desagradecido si se estropeara, habiendo sido pintado por la señorita Williams. Esta mañana estábamos admirando el paisaje y la pagoda, ¿verdad, Stephen?

—Sí —dijo Stephen, cogiendo de encima de la tapa el adagio de la sonata en re mayor de Hummel—. Estos son el puente, el árbol y la pagoda que nos han gustado tanto.

Era un dibujo encantador del tamaño de una bandeja de té, de líneas finas y puras y colores suaves que parecían iluminados por la luz de la luna.

Turbada, como casi siempre, por la estridente voz de su madre, y perpleja ante tanta atención, Sophia bajó la cabeza. Luego, con una serenidad que no sentía en realidad, dijo:

—¿Era ésta la pieza que estaba tocando, señor? El señor Tindall me ha hecho tocarla una y otra vez como práctica.

Se apartó del piano con las partituras en las manos, y en ese momento comenzó una gran actividad en el salón. La señora Williams protestaba diciendo que no se sentaría ni tomaría ningún refresco; Preserved Killick y John Witsoever, marineros de primera, traían mesas, bandejas, teteras y más carbón. Frances hizo reír a Cecilia al susurrar:

—¡Eh! ¡Galletas de mar y un trago de ron!

Jack, seguido por la señora Williams y Stephen, salió del salón por una de las puertas de cristal, dirigiéndose hacia lo que él creía que era el jazmín.

El verdadero jazmín, sin embargo, estaba en la pared de la biblioteca; y fue a través de las ventanas de ésta que Jack y Stephen oyeron las conocidas notas del adagio, tan remotas y cristalinas como si salieran de una caja de música. Era absurdo cómo se parecía la interpretación a la pintura; ambas eran suaves, etéreas, delicadas. Stephen Maturin hizo una mueca al oír el desafinado
la
y el estridente
do
y, al principio de la primera variación, miró desasosegado a Jack para ver si a él también le había lastimado los oídos el fraseo equivocado. Pero Jack parecía estar absorbido por la explicación de la señora Williams sobre cómo plantar el arbusto, un relato minucioso, preciso.

Ahora había otra mano en el teclado. Las notas del adagio se dispersaron sobre la fría y escasa hierba en un tono elevado, inexactas, pero fuertes y libres; la primera variación, un fragmento trágico, sonó con aspereza, reflejando una auténtica comprensión de su significado.

—¡Qué bien toca Sophia! —dijo la señora Williams ladeando la cabeza—. Además, la melodía es muy dulce.

—Sin duda, esa no es la señorita Williams, señora —dijo Stephen.

—Claro que sí, señor —dijo la señora Williams—. Sus hermanas tan sólo saben tocar una escala, y sé muy bien que la señora Villiers no puede leer ni una nota. Ella no se dedicaría a hacer un trabajo duro.

Cuando regresaban a la casa a través del barro, la señora Williams les dijo lo que ellos debían saber sobre el trabajo duro, el gusto y la aplicación.

La señora Villiers se levantó de golpe y se separó del piano, pero no lo bastante rápido para evitar que la señora Williams la mirara indignada, tan indignada que su expresión no cambió durante el resto de la visita. Y tampoco cambió cuando Jack le comunicó que daría un baile en conmemoración de la batalla de San Vicente, a pesar de su satisfacción por ser ellas las primeras invitadas.

—Indudablemente, usted recordará, señora, la acción llevada a cabo por sir John Jervis frente al cabo San Vicente. Fue el 14 de febrero de 1797, el día de San Valentín.

—Desde luego que sí, señor. Pero —dijo con afectada sonrisa—, naturalmente, mis hijas son demasiado jóvenes para acordarse de ella. Y dígame, ¿ganamos?

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