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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (3 page)

Avanzaban lentos, inseguros, rastreando de forma irregular, de modo que los cazadores tenían mucho tiempo para beber de los frascos, soplarse las manos y observar el paisaje a sus pies: el río que serpenteaba a través de un mosaico de campos, las torres o los campanarios de Hither, Middle, Nether y Savile Champflower, las seis o siete casonas diseminadas por el valle, la hilera de colinas calizas redondeadas, como lomos de ballena y, a lo lejos, el plomizo mar.

Era un campo pequeño, y casi todos se conocían. Había media docena de agricultores, algunos caballeros de Champflower y las parroquias vecinas, dos oficiales del ejército procedentes del campamento de Rainsford; estaba el señor Burton que, con la esperanza de ver a la señora Saint John, había salido de casa a pesar de su terrible resfriado, y también el doctor Vining, con el sombrero prendido a la peluca y ambas cosas sujetas por un pañuelo que llevaba atado debajo de la barbilla. Él se había desorientado en las primeras vueltas —no podía resistir el sonido del cuerno— y se sentía molesto cada vez que veía desaparecer poco a poco la pista. En medio del gélido viento, miraba de vez en cuando hacia la distante Mapes Court, donde la señora Williams le estaba esperando, mientras pensaba: «No le ocurre nada. Mis conocimientos médicos no servirán de nada; pero como verdadero cristiano debería hacerle una visita. Y voy a hacérsela, por supuesto, a menos que ellos encuentren de nuevo la presa antes de que cuente cien». Se puso el dedo sobre el pulso y empezó a contar. Al llegar a noventa se detuvo y miró a su alrededor tratando de retrasarse, y al otro lado del bosquecillo vio a una figura que no conocía.

—Ese es el médico del que me han hablado, no cabe duda —dijo—. Lo más correcto sería ir a su encuentro y saludarlo. Un tipo raro. ¡Ya lo creo que es raro!

El tipo raro estaba subido a una jaca, algo insólito en un terreno de caza. Pero aparte de que llevara la jaca, él mismo tenía un aspecto extraño por el color pizarra de su ropa, la palidez de su rostro y, sobre todo, de su cabeza rapada (su sombrero y su peluca estaban atados a la silla de montar), y el modo en que mordía un trozo de pan frotado con ajo. Le gritaba a su compañero, en quien el doctor Vining reconoció al nuevo inquilino de Melbury Lodge.

—Te lo digo, Jack —gritaba—, te digo que…

—¡Eh, señor! ¡El de la jaca! —gritó furioso el señor Savile—. ¿Quiere dejar que los endemoniados perros sigan con su trabajo? ¿Eh? ¿Cree que esto es un maldito café? Dígame, ¿es ésta una condenada sociedad que organiza debates?

El capitán Aubrey frunció los labios con expresión grave y montado en su caballo recorrió las veinte yardas que los separaban.

—Dímelo después, Stephen —dijo en voz baja, llevándose a su amigo hacia un lugar del bosque donde el dueño no pudiera verlo—. Dímelo después, cuando ellos hayan encontrado el zorro.

Aquella expresión grave resultaba extraña en la cara de Jack —ahora roja como su chaqueta a causa del tiempo— y tan pronto como estuvieron al amparo de un espino que el viento azotaba, se volvió animosa y alegre, como era habitual en él. Entonces Jack observó atentamente los tojos, desde donde se escuchaban jadeos y crujidos indicando la presencia de la jauría.

—¿Es un
zorro
lo que están buscando? —dijo Stephen Maturin como si los hipogrifos fueran las piezas de caza más corrientes en Inglaterra. Luego volvió a quedarse ensimismado y continuó comiéndose el pan lentamente.

El viento seguía soplando hacia lo alto de la colina; nubes remotas cruzaban por el cielo con regularidad. De tanto en tanto, el enorme caballo de caza de Jack, una reciente adquisición, levantaba las orejas en actitud atenta. Era un caballo bayo, de constitución fuerte, muy adecuado para las doscientas veinticinco libras de Jack, pero le gustaba poco cazar y, como muchos otros caballos castrados, se sentía descontento y pasaba mucho tiempo lamentándose de la pérdida de sus testículos. Si los pensamientos que se sucedían en su cabeza se hubieran transformado en palabras, éstas habrían sido: «Pesa demasiado; se sienta demasiado adelante cuando saltamos una cerca; ya he cargado con él bastante tiempo por hoy; me lo voy a quitar de encima enseguida, ya verá. Estoy oliendo una yegua. ¡Una yegua! ¡Oh!». Le temblaron las anchas aletas de la nariz y comenzó a piafar.

Jack miró a su alrededor y vio a unas personas que llegaban al campo. Una joven y un mozo de cuadras subían apresuradamente por la parte donde estaba el terreno arado, el mozo iba montado en una jaca y la joven en una pequeña yegua alazana de raza. Cuando ya estaban cerca de la valla que separaba el terreno de caza del resto de la colina, el mozo comenzó a cabalgar a medio galope y se aproximó a un portillo para abrirlo, pero la joven dirigió la yegua hacia la valla y saltó por encima con gran habilidad. Justo en ese momento, en el bosque se oyó un quejido y luego un intenso clamor, presagiando algo importante.

El ruido cesó; un perro pasó al campo, buscando algo con los ojos. Stephen Maturin salió de atrás del tupido espino para seguir con la vista el vuelo de un halcón, y la yegua alazana calzada de blanco, al ver la jaca, empezó a mover nerviosamente las patas y a sacudir la cabeza.

—Tranquila —dijo la joven con voz dulce y clara. Nunca antes Jack había oído una voz como aquella, y con gran interés se volvió para observar a la joven. Ella estaba ocupada en controlar la excitada yegua, pero poco después sus ojos se encontraron con los de él y ella frunció el ceño. Él desvió la vista y sonrió pensando en que era muy bella, realmente hermosa, con aquel color intenso en las mejillas y la espalda muy recta, llevando las riendas de su yegua con gracia y naturalidad, lo mismo que un guardiamarina llevaba la caña del timón en plena marejada. Ella tenía el pelo negro y los ojos azules, y un aire insolente que resultaba gracioso a la vez que conmovedor en una persona tan menuda. Vestía un gastado traje de montar azul con las solapas y los puños blancos, como el uniforme de los tenientes de marina, y un llamativo tricornio con una pluma de avestruz formando un gran rizo. Llevaba el pelo recogido debajo del sombrero y de un modo ingenioso, probablemente utilizando peinetas, se había dejado sólo una oreja al descubierto; y esa oreja perfecta, como Jack pudo observar cuando la yegua se acercó a él reculando, era rosada como…

—Ahí está el zorro que buscaban —señaló Stephen, en tono despreocupado—. Ahí está el zorro de que tanto hemos oído hablar. Aunque, en verdad, es una zorra, estoy seguro.

El zorro, de color pardo rojizo, descendió rápidamente por uno de los surcos del terreno y, pasando entre ellos, se dirigió hacia el campo arado. Los caballos y la jaca levantaron las orejas indicando su dirección, como si usaran un sistema de señales. Cuando el zorro era bien visible, Jack se puso de pie en los estribos y, sujetándose el sombrero, comenzó a sonar el cuerno tan fuerte que casi podían oírlo en alta mar; y al escuchar aquel estruendo, un cazador acudió corriendo como un loco y llegaron perros desde todas partes del tojal. Estos encontraron la pista en la abrigada hondonada y se alejaron en medio de terribles aullidos. Cruzaron rápidamente la cerca y llegaron hasta la mitad del campo de rastrojos; formaban un grupo compacto —y muy musical— y el cazador iba con ellos. Desde el bosque fue propagándose un ruido ensordecedor por el terreno de caza; alguien abrió el portillo, y un momento después una ansiosa multitud trataba de pasar a empujones al otro lado. Jack se sujetaba fuerte y no quería empujar, pues esa era su primera salida en aquel lugar desconocido, pero el corazón le saltaba dentro del pecho y ya había decidido qué línea de actuación seguiría una vez que la presión hubiera disminuido.

Jack era un apasionado cazador; amaba todo lo relacionado con la caza, desde el sonido del cuerno, al comienzo, hasta el olor rancio de la carne desgarrada del zorro. Sin embargo, a pesar de algunos desafortunados periodos sin tener barco, había pasado dos tercios de su vida en el mar y, por tanto, no tenía tanta destreza para la caza como creía.

Todavía los cazadores estaban agolpados junto al portillo abierto, y no habría posibilidad de pasar hasta que todo el grupo no estuviera en el otro campo. Jack hizo girar su caballo y se dirigió hacia la valla gritando:

—¡Vamos, Stephen!

Vio de reojo, fugazmente, la yegua alazana entre su amigo y la multitud. Cuando el caballo castrado se elevaba, sintió desplazarse el peso que llevaba encima, pues Jack se había vuelto para ver qué hacía la joven; pasó por encima de la valla con un salto muy alto y rápido y cayó del otro lado con la cabeza baja. Luego, con una hábil sacudida de los hombros y un empujón de la grupa hacia arriba, desmontó a su jinete.

Éste no cayó de golpe. Fue deslizándose de forma lenta e ignominiosa por el resbaladizo hombro izquierdo, con un puñado de pelos de la crin en la mano derecha, y al caballo, que se había adueñado de la situación, le bastaron veinte yardas para quedarse con la silla vacía.

No obstante, la satisfacción del caballo no duró. A Jack se le había trabado la bota en el estribo izquierdo y no podía sacarla, de modo que su corpulenta figura iba dando trompicones y recibiendo golpes junto al caballo castrado, entre horribles rugidos y maldiciones. El caballo comenzó a mostrarse inquieto y asustado, resoplando y abriendo desmesuradamente los ojos, y atravesaba cada vez más rápido los oscuros, pedregosos e interminables surcos.

El labrador dejó los bueyes y empezó a subir torpemente por la colina agitando el aguijón. Un joven alto con chaqueta verde, del grupo de a pie, corría hacia el caballo con los brazos abiertos, gritando:

—¡So!¡So!

La jaca, la última del grupo que salía del campo, se volvió y se apresuró a pasar al otro lado para cortarle el paso al caballo castrado. Pasó casi arrastrándose por el suelo entre la multitud, dejándola atrás, se cruzó en el camino del caballo y se mantuvo firme, recibiendo el impacto. Entonces, como un héroe, Stephen desmontó rápidamente, cogió las riendas del caballo y permaneció allí hasta que, con gran ruido de pasos, llegaron el hombre de la chaqueta verde y el labrador.

Los bueyes, abandonados en medio del surco, estaban tan excitados por este jaleo que se habían animado a hacer ellos también una travesura. Pero antes de que se decidieran a hacerla, ya todo había terminado. El labrador llevaba el avergonzado caballo hacia la orilla del campo, mientas los otros dos hombres sostenían al jinete magullado y con la cabeza ensangrentada y escuchaban muy serios sus explicaciones. La jaca iba detrás.

* * *

Mapes Court era una casa enteramente femenina: no había ni un solo hombre en ella, aparte del mayordomo y el mozo de cuadras. La señora Williams era una mujer por su propia naturaleza; pero lo era de un modo tan marcado, tan rotundo, que carecía de personalidad propia. Era, además, una mujer vulgar, aunque procedía de una de las familias importantes del lugar, que se había establecido allí desde los tiempos de Guillermo el Taciturno.

Era difícil encontrar un parecido, un aire de familia, entre ella y sus hijas y su sobrina, quienes componían el resto de la familia. En realidad, la casa distaba mucho de ser un lugar donde pudiera apreciarse un aire de familia, pues por un lado, los borrosos retratos parecían haber sido comprados en distintas subastas y, por otro, las tres hijas eran tan diferentes en su forma de pensar como en su aspecto, a pesar de que se habían educado juntas, con las mismas personas alrededor, en el mismo ambiente de veneración al dinero y veneración a la posición social, en el que abundaban las muestras de indignación, una indignación cuya existencia no tenía necesariamente un motivo concreto sino cualquiera que se encontrara de repente; por ejemplo, el hecho de que una criada llevara hebillas de plata los domingos provocaba comentarios indignados durante toda una semana.

Sophia, la mayor, era una joven alta, de grandes ojos grises y frente ancha y sin arrugas, con una expresión muy dulce. Tenía el pelo suave, de un rubio casi dorado, y una piel exquisita. Era reservada y vivía soñando en su mundo interior, sin contarle a nadie sus sueños. Tal vez la rectitud sin principios de su madre era la que había provocado su aversión a la edad adulta; pero de todos modos, ella parecía tener mucho menos de veintisiete años. Esto no provocaba en ella afectación ni coquetería sino que le daba un aire sublime, como el de una víctima para el sacrificio. Parecía otra Ifigenia. Era muy admirada por su belleza; siempre vestía con elegancia y sus maneras eran encantadoras. Hablaba poco, tanto en casa como fuera de ella, pero era capaz de hacer de repente una aguda observación o un comentario que demostraban que era mucho más inteligente y reflexiva de lo que cabía esperar por su rudimentaria educación y su tranquila vida provinciana. Sus comentarios tenían un gran impacto, al proceder de una persona amable, dócil, lánguida y reservada como ella, y siempre sorprendían a los hombres que no la conocían bien, hombres que hablaban animadamente de banalidades, conscientes de la superioridad de su sexo. De forma imprecisa, ellos advertían en sus palabras una fuerza subyacente y la relacionaban con la expresión de secreto regocijo que ella tenía en ocasiones, como si disfrutara de algo que no quería compartir.

Cecilia era la hija que más se parecía a su madre: un poco regordeta, de cara redonda, rubia y de ojos azules, siempre con adornos y rizos en el pelo, superficial y tonta casi hasta la simplicidad, pero feliz, llena de una alegría estrepitosa, y sin ninguna malicia. Le encantaba la compañía de los hombres, hombres de cualquier tamaño y edad. No así a Frances, su hermana más pequeña; le resultaba indiferente la admiración de ellos. Era una graciosa joven de largas piernas, a quien todavía le gustaba silbar y tirar piedras a las ardillas que vivían en los nogales. Aún tenía la falta de piedad de la juventud y era realmente fascinante, como un espectáculo. Tenía el pelo negro y los ojos grandes, de color azul grisáceo como su prima Diana, pero la diferencia con sus hermanas era tan grande como la que existe entre personas de diferente sexo. Todo lo que tenían en común era gracia juvenil, mucha alegría, una estupenda salud y diez mil libras cada una.

Con todos estos atractivos resultaba extraño que ninguna de ellas se hubiera casado, sobre todo porque el enlace matrimonial siempre estaba presente en la mente de la señora Williams. Esto se debía, en buena medida, a la escasez de hombres, de solteros elegibles, en la vecindad, los perjudiciales efectos de diez años de guerra y el rechazo de Sophia (había tenido varias proposiciones), pero también al afán de la señora Williams de conseguir un buen compromiso matrimonial y al hecho de que los lugareños no desearan tenerla como suegra.

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