Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Cuídese mucho, doctora Scarpetta —continuó—. Su voz no me gusta nada. ¿Por qué, por una vez, no deja que Jack vaya a la escena del crimen y usted se queda en su casa?
—Llevaré mi auto —dije, mientras una oleada de tristeza me embargaba y se me notaba en la voz.
Rose lo advirtió, pero no dijo nada. La oí hojear una serie de papeles que había sobre su escritorio. Yo sabía que, de alguna manera, ella quería consolarme pero que yo nunca se lo permitía.
—Bueno, procure cambiarse antes de volver a meterse en el auto —me recomendó por último.
—¿Cambiar qué?
—Cambiarse de ropa, antes de meterse de nuevo en su auto —dijo, como si fuera la primera vez que yo tenía que vérmelas con un cadáver en descomposición.
—Gracias, Rose —dije.
Activé la alarma contra ladrones, cerré con llave la puerta de la casa y encendí la luz en el garaje, donde abrí un amplio armario de cedro con orificios de ventilación arriba y abajo. Adentro había botas resistentes, altas e impermeables, guantes gruesos de cuero y un chaquetón con un revestimiento impermeable especial que me recordaba la cera.
Allí yo guardaba medias, ropa interior larga, overoles y otros artículos que jamás verían el interior de mi casa. Después de ser usados, siempre terminaban en un piletón de acero inoxidable tamaño industrial y en una lavadora y secadora nada adecuadas para mi ropa normal.
Arrojé en el baúl del auto un overol, un par de zapatillas Reebok de cuero negro y una gorra de béisbol con la inscripción Oficina de la Jefa de Médicos Forenses u OJMF. Revisé mi amplio maletín de aluminio para las escenas del crimen para asegurarme de que tuviera suficientes guantes de látex, bolsas de residuos gruesas, sábanas descartables, cámara y película. Emprendí el camino en el coche con tristeza en el corazón mientras las palabras de Benton seguían flotando en mi mente. Traté de bloquear su voz, sus ojos, su sonrisa y el roce de su piel. Quería olvidarlo y, más que nada, no hacerlo.
Encendí la radio y avancé por la Autopista del Centro hacia la I-95, y vi que la línea de edificación de Richmond refulgía al sol. Reducía la marcha cerca de la cabina de peaje de Lombardy Plaza cuando sonó la campanilla del teléfono del auto. Era Marino.
—Pensé que debía avisarte que me daré una vuelta por allá —le informó.
Una bocina sonó con estrépito cuando cambié de carril y casi rocé un Toyota plateado. El conductor me pasó y se puso a gritar obscenidades que no alcancé a oír.
—Vete al diablo —le grité cuando se alejaba.
—¿Qué? —saltó Marino.
—Le hablaba a un maldito conductor idiota.
—Ah, bueno. ¿Alguna vez oíste hablar de la furia de los conductores en las rutas, Doc?
—Sí, y me ha atacado.
Tomé la salida de la calle Nueve, enfilé hacia mi oficina y le avisé a Rose que llegaría en dos minutos. Cuando entré en el estacionamiento, Fielding me esperaba con el estuche rígido y el cable prolongador.
—Supongo que el Suburban todavía no volvió —dije.
—Así es —contestó él mientras cargaba el equipo en el baúl de mi auto—. Se armará todo un revuelo cuando se aparezca allá en este auto. Ya me imagino cómo mirarán todos esos estibadores a una mujer rubia y bonita en su Mercedes negro. Tal vez sería mejor que le prestara mi auto.
Mi atlético subjefe acababa de divorciarse y lo celebró cambiando su Mustang por un Corvette rojo.
—En realidad, es una buena idea —dije secamente—. Siempre que no le importe, y que sea un V-8.
—Sí, sí. Ya la oí. Llámeme si me necesita. Ya conoce el camino, ¿verdad que sí?
—Sí, lo conozco.
Sus indicaciones me llevaron al sur y casi estaba en Petersburg cuando doblé y pasé frente a la parte de atrás de la planta de Philip Morris y sobre las vías del tren. El camino angosto me llevó a través de un baldío lleno de yuyos y árboles que terminaba abruptamente en una garita. Tuve la sensación de estar cruzando la frontera hacia un país nada cordial. Más allá había un playón de ferrocarril y cientos de contenedores color naranja del tamaño de un furgón de carga apilados de a tres o cuatro. Un guardia que se tomaba muy en serio su trabajo salió de la garita. Yo bajé la ventanilla del auto.
—¿En qué puedo servirla, señora? —preguntó con tono militar.
—Soy la doctora Kay Scarpetta —contesté.
—¿Y se puede saber a quién viene a ver?
—Estoy aquí porque ha habido una muerte —le expliqué—. Soy la médica forense.
Le mostré mis credenciales. Él las tomó y las estudió con mucha atención. Me pareció que no tenía la menor idea de lo que era un médico forense, pero que no estaba dispuesto a preguntarlo.
—De modo que usted es el jefe —dijo y me devolvió la gastada billetera de cuero negro—. ¿Jefe de qué?
—Soy la jefa de médicos forenses de Virginia —respondí—. La policía me está esperando.
Entró en la garita y tomó el teléfono mientras mi impaciencia aumentaba. Cada vez que yo tenía que entrar en un sector restringido, pasaba por lo mismo. Solía pensar que se debía al hecho de que era mujer, y hace años tal vez esto habría sido así, al menos por un tiempo. Ahora creía que la explicación radicaba en las amenazas del terrorismo, el crimen y los juicios. El guardia realizó una descripción de mi auto y anotó el número de la patente. Me dio una tablilla con sujetador para que firmara y me entregó un pase de visitante, que no me puse.
—¿Ve aquel pino que está allá? —dijo y señaló en una dirección.
—Lo que veo son bastantes pinos.
—Me refiero al más chico y torcido. Allí doble a la izquierda y siga en dirección al agua, señora —indicó—. Que tenga un buen día.
Yo seguí, pasé frente a enormes neumáticos apilados aquí y allá y varios edificios de ladrillo rojo con carteles al frente que los identificaban como Servicio de Aduanas de los Estados Unidos y Terminal de la Marina Federal. En sí mismo, el puerto era una serie de hileras de enormes galpones con contenedores color anaranjado alineados junto a dársenas de carga como animales que se alimentan en comederos. Amarrados en el río James, cerca del muelle, había dos barcos de carga con contenedores, el
Euroclip
y el
Sirius,
cada uno medía casi el doble que una cancha de fútbol. Había grúas altísimas ubicadas sobre enormes escotillas abiertas del tamaño de piletas de natación.
Cintas plásticas amarillas —de las usadas para rodear la escena del crimen— sujetas a conos de tránsito, rodeaban un contenedor montado sobre un chasis. No había nadie cerca. De hecho, no vi señales de policías salvo por un Caprice azul sin marcas estacionado al borde de la explanada del muelle, cuyo conductor, ubicado detrás del volante, al parecer hablaba por la ventanilla con un hombre de camisa blanca y corbata. El trabajo había terminado. Los estibadores, con cascos y chalecos fluorescentes, se veían aburridos mientras bebían gaseosas o agua mineral o fumaban.
Marqué el número de mi oficina y contestó Fielding.
—¿Cuándo nos notificaron de la existencia de este cuerpo? —le pregunté.
—Un momento. Lo verificaré en la hoja de registro. —Se oyó ruido a papel—.Exactamente a las diez y cincuenta y tres.
—¿Y cuándo fue encontrado?
—Bueno, Anderson no lo sabía.
—¿Cómo demonios no sabía una cosa así?
—Ya le dije, creo que es nueva.
—Fielding, aquí no hay ningún policía a la vista excepto ella, o al menos supongo que ésa es ella. ¿Qué fue exactamente lo que le dijo cuando lo llamó por este caso?
—Que el individuo ya estaba muerto al llegar, en estado de descomposición, y me pidió que usted fuera a la escena.
—¿Pidió específicamente por mí? —pregunté.
—Bueno, sí. Usted siempre es la primera elección de todos. Eso no es nada nuevo. Pero ella dijo que Marino le recomendó que la hiciera ir a la escena.
—¿Marino? —pregunté sorprendida—. ¿Él le dijo que pidiera por mí?
—Sí, y confieso que me pareció bastante valiente de su parte.
Recordé que Marino me había dicho que se daría una vuelta por la escena del crimen, y me enojé todavía más. ¿Hace que una novata prácticamente me dé una orden y después se aparece para ver cómo andan las cosas?
—Fielding, ¿cuándo fue la última vez que habló con Marino? —pregunté.
—Hace semanas. Y debo decir que él no estaba de muy buen humor.
—Yo estaré mucho más furiosa cuando él finalmente decida presentarse aquí —prometí.
Los estibadores me observaron cuando bajé del auto y abrí el baúl. Tomé mi maletín con cosas para la escena, el overol y las zapatillas, y sentí que los ojos me escrutaban cuando caminé hacia el automóvil sin marcas y mi furia aumentaba con cada paso, mientras el pesado maletín me golpeaba una pierna.
El hombre de camisa y corbata parecía acalorado y nada contento cuando se protegió los ojos para mirar hacia donde dos nuevos helicópteros con equipos de televisión sobrevolaban lentamente el puerto a unos ciento veinte metros de altura.
—Malditos reporteros —murmuró y me miró.
—Busco a la persona que está a cargo de este crimen —dije.
—Soy yo. —Escuché una voz de mujer desde el interior del Caprice.
Me agaché y por la ventanilla miré a la mujer joven sentada al volante. Estaba muy bronceada, llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás como si estuviera engominado, y tenía nariz y mandíbulas fuertes. Su mirada era dura y vestía jeans desteñidos, botas de cuero negro acordonadas hasta arriba y camiseta blanca. Usaba su arma contra la cadera y su placa policial colgaba de una cadena al cuello. El aire acondicionado estaba al máximo y música de rock suave brotaba de la radio por encima de la conversación policial del scanner.
—Supongo que usted es la detective Anderson —dije.
—René Anderson. La única. Y usted debe de ser la forense de quien tanto he oído hablar —dijo con una arrogancia que yo asociaba con personas que, en su gran mayoría, ni siquiera sabían qué demonios estaban haciendo.
—Y yo soy Joe Shaw, el director del puerto —se presentó el hombre—. Usted debe de ser la persona sobre la que acaban de hablarme los de seguridad.
Tenía más o menos mi edad, pelo rubio, ojos azules y piel surcada por arrugas por muchos años de demasiado sol. Por la expresión de su cara me di cuenta de que detestaba a Anderson y a todo lo que tuviera que ver con ese día.
—¿Tiene algo que decirme que pueda servirme de ayuda antes de que ponga manos a la obra? —le pregunté a Anderson por entre el estruendo de las palas de helicópteros y el viento arrasador que provocaban—. Por ejemplo, ¿por qué no hay aquí policías que vigilen la escena?
—No hacen falta —contestó Anderson, abrió la puerta y la empujó con una rodilla—. No es que cualquiera puede entrar aquí como si fuera su casa, como usted misma comprobó cuando lo intentó.
Apoyé el maletín de aluminio en el suelo. Anderson rodeó el auto y se me acercó, y me sorprendió lo diminuta que era.
—No es mucho lo que puedo decirle —agregó—. Lo que usted ve es lo que tenemos. Un contenedor con algo que huele muy mal adentro.
—No, hay mucho más que usted puede decirme, detective Anderson —repliqué—. ¿Cómo se descubrió el cuerpo y a qué hora fue? ¿Usted lo ha visto? ¿Alguien más se ha acercado a él? ¿La escena ha quedado contaminada de alguna manera? Y más vale que la respuesta a esta última pregunta sea no, porque de lo contrario la haré responsable de ello.
Se echó a reír. Yo empecé a ponerme el overol sobre la ropa.
—Nadie se ha acercado siquiera —respondió—. No hubo voluntarios para esto.
—No hace falta meterse en el contenedor para saber qué hay adentro —agregó Shaw.
Me puse las Reebok negras y la gorra de béisbol. Anderson tenía la vista fija en mi Mercedes.
—Creo que me convendría más trabajar para el Estado —acotó.
Yo la miré de arriba abajo.
—Le sugiero que se cubra si piensa entrar allí —le aconsejé.
—Tengo que hacer un par de llamados —dijo y se alejó.
—No es mi intención decirle a la gente cómo realizar su trabajo —me aclaró Shaw—, pero ¿qué demonios está pasando? ¿Tenemos allí un cadáver y la policía manda a una inservible como ésa?
Tenía las mandíbulas apretadas, la cara roja y sudaba a más no poder.
—¿Sabe?, en este trabajo, no se gana ni un centavo a menos que las cosas se muevan —prosiguió—. Y aquí, hace más de dos horas y media que todo está inmóvil.
Me di cuenta de que se esforzaba mucho por no proferir una serie de palabrotas.
—No es que no lamente la muerte de una persona —continuó—, pero sí me gustaría que ustedes hicieran lo suyo y se fueran de aquí. —Volvió a mirar hacia el cielo—. Y eso incluye a los periodistas.
—Señor Shaw, ¿qué venía dentro de ese contenedor? —le pregunté.
—Equipo fotográfico alemán. Es importante que usted sepa que los sellos que había sobre la cerradura del contenedor estaban intactos. De modo que todo parece indicar que nadie metió mano en el cargamento.
—¿Esos sellos fueron puestos por el que envió este embarque?
—Así es.
—Lo que significa que lo más probable es que el cuerpo, con o sin vida, estuviera ya dentro del contenedor cuando le colocaron los sellos —dije.
—Eso parece. El número coincide con el que figura en el registro del agente aduanero, algo nada fuera de lo común. De hecho, este cargamento ya pasó sin problemas por la aduana. Fue hace cinco días —me dijo Shaw—. Razón por la cual se lo cargó directamente sobre un chasis. Entonces comenzamos a percibir el hedor y ya no fue posible que saliera de aquí.
Paseé la vista por el lugar para captar bien toda de la escena. Una suave brisa hacía que pesadas cadenas golpearan contra las grúas que habían estado descargando vigas de acero del
Euroclip,
de a tres a la vez, antes que toda actividad cesara en el puerto. Los elevadores de carga y los camiones con remolque plano habían sido abandonados. Los estibadores y los hombres de la tripulación no tenían nada que hacer y nos observaban desde el asfalto.
Algunos miraban desde la proa de sus barcos y a través de las ventanas de las casetas sobre cubierta. El calor ascendía desde el asfalto cubierto con manchas de aceite, en el que había diseminados armazones, separadores y correas de madera, y un tren matraqueó con estruendo metálico en un cruce más allá de los galpones. El olor a creosota era muy intenso pero no lograba tapar el hedor a carne humana en descomposición que flotaba en el aire como humo.