Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Y salió de la habitación.
—Y te diré otra cosa —continuó Marino, casi de espaldas—. ¡Sólo porque piloteas helicópteros y programas computadoras y desarrollas tu musculatura y haces todas esas cosas, no significa que eres mejor que yo!
—¡Yo nunca dije que era mejor que tú! —le gritó Lucy.
—¿Cómo que no? —se oyó su voz desde la cocina.
—La diferencia entre nosotros es que yo hago lo que quiero en la vida —exclamó ella—. No acepto limitaciones.
—Estás tan llena de ti misma, agente Lucy.
—Ah, ahora sí que llegamos al fondo del asunto —dijo Lucy cuando él reapareció bebiendo cerveza—. Yo soy una agente federal que lucha contra el crimen en las calles más peligrosas del mundo. Y tú, de uniforme, te pasas la noche alrededor de cadáveres.
—¡Y a ti te gustan los revólveres porque te gustaría tener un pito!
—¿Para ser qué? ¿Un trípode?
—Suficiente —exclamé—. ¡Basta! Los dos deberían tener vergüenza de su conducta. Hacer esto… y justo ahora…
Se me quebró la voz y las lágrimas asomaron en mis ojos. Estaba decidida a no volver a perder de nuevo el control y me aterraba la idea de que, al parecer, no podía conseguirlo. Aparté la vista de ellos. El silencio era pesado y el fuego chisporroteaba. Marino se puso de pie y con el atizador removió las brasas y puso otro leño.
—Detesto la Navidad —dijo Lucy.
A la mañana siguiente, Lucy y Jo debían tomar un vuelo muy temprano y yo no podía soportar la soledad que volvería a sentir cuando les cerrara la puerta. Así que salí con ellas, con el maletín en la mano. Sabía que sería un día espantoso.
—Ojalá no tuvieran que irse —dije—. Pero supongo que Miami no sobreviría otro día si se quedaran aquí conmigo.
—Lo más probable es que Miami sobreviva de todos modos —dijo Lucy—. Pero para eso nos pagan: para librar batallas que ya están perdidas. Ahora que lo pienso, es bastante parecido a Richmond. Dios, qué mal me siento.
Las dos vestían jeans andrajosos y camisas arrugadas y no habían hecho otra cosa que ponerse gel en el pelo. Todas nos sentíamos agotadas allí, de pie, en el sendero de casa. Los faroles de la calle se habían apagado y el cielo tenía un color azul negruzco. No nos veíamos bien unas a otras, sólo nuestras formas, los ojos brillantes y un aliento brumoso. Hacía frío. La escarcha sobre nuestros autos parecía encaje.
—Excepto que los «Ciento sesenta y cinco» no sobrevivirán —dijo Lucy con tono ampuloso—. Y eso es algo que me dará mucha alegría.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Los estúpidos traficantes de armas que perseguimos. ¿Recuerdas que te dije que los llamábamos así por la munición que elegían, que en este caso es Speer Gold Dot 165. Realmente una munición importante. Todo esto además de otras «cositas», como rifles AR 15 de gran calibre, pistolas rusas y chinas totalmente automáticas, importadas de tierras de promisión como Brasil, Venezuela, Colombia, Puerto Rico.
»Lo que ocurre es que algunas de estas cosas son pasadas de contrabando en barcos que transportan contenedores y que no lo saben —prosiguió Lucy—. Llegan a puerto en Los Ángeles. Descargan un contenedor cada minuto y medio. Es imposible que se pueda registrar todo eso.
—Sí, tienes razón. —La cabeza me dolía espantosamente.
—Nos halaga mucho que nos hayan encomendado esa misión —agregó secamente Jo—. Hace un par de meses, el cuerpo de un tipo de Panamá que más tarde se relacionó con ese cartel apareció en un canal del sur de La Florida. Cuando le practicaron la autopsia, le encontraron la lengua en el estómago porque sus compatriotas se la cortaron y lo obligaron a comérsela.
—Me parece que no quiero oír todo esto —dije mientras el veneno volvía a infiltrarse en mi mente.
—Yo soy Terry —me informó Lucy—. Y ella es Brandy. —Le sonrió a Jo. Chicas que no llegaron a terminar sus estudios y ni falta que hacía porque después de tantas drogas y encamadas conseguimos buenas direcciones para realizar asaltos a casas particulares. Hemos entablado una buena relación social con un par de muchachos de los «Ciento sesenta y cinco» que realizan esos asaltos a cambio de armas, dinero en efectivo y drogas. En este momento estamos instalando en la Fisher Island a un tipo que tiene suficientes armas para abrir una armería y suficiente cocaína como para hacer nevar.
Yo no podía soportar oírla hablar así.
—Por supuesto, también la víctima es un agente encubierto y trabaja para nosotros —continuó Lucy, mientras enormes cuervos negros comenzaban a hacer ruidos groseros y las luces se encendían en la calle.
Noté velas en las ventanas y guirnaldas en las puertas. Casi no había pensado en la Navidad y esa festividad estaría entre nosotros en menos de tres semanas. Lucy extrajo su billetera del bolsillo de atrás del jean y me mostró su permiso para conducir. La fotografía era suya, pero no así todo lo demás.
—Terry Jennifer Davis —me leyó—. Sexo femenino, blanca, veinticuatro años, un metro sesenta y siete, cincuenta y cuatro kilos ochocientos. Es muy raro ser otra persona. Deberías ver todo lo que me dieron, tía Kay. Una casita agradable en South Beach y un Benz deportivo V-12, confiscado en una redada antidrogas en San Pablo. De una especie de color plateado un poco ahumado. Y deberías ver mi revólver. Es un modelo de coleccionista. Calibre cuarenta, guía de acero inoxidable, pequeño. Una preciosura.
El veneno comenzaba a sofocarme. Me llenaba la parte de atrás de los ojos de una tonalidad morada y hacía que mis manos y pies empezaran a insensibilizarse.
—Lucy, ¿por qué no la cortas con los detalles? —dijo Jo al percibir la manera en que todo eso me afectaba—. Es como si ella te hiciera presenciar una autopsia. Creo que posiblemente es más de lo que a usted le gustaría saber, ¿verdad?
—Ella me ha dejado estar presente —se ufanó Lucy—. Creo que debo de haber visto como media docena de autopsias.
Ahora Jo empezaba a enojarse.
—Fueron demostraciones de la academia de policía —aclaró mi sobrina y se encogió de hombros—. No de homicidios con hacha.
Me impresionó su falta de sensibilidad. Era como si estuviera hablando de restaurantes.
—Por lo general, de personas que murieron por causas naturales o suicidio. Las familias donan los cuerpos a la división anatomía.
Sus palabras flotaron alrededor de mí como un gas nocivo.
—De modo que no les molesta si al tío Tim o la prima Beth les hacen una autopsia frente a un grupo de policías. De todos modos, la mayor parte de las familias no pueden costearse un entierro, y en cambio puede que reciban algo de dinero por la donación de esos cuerpos. ¿No es así, tía Kay?
—No, no es así. Y los cuerpos donados por familias a la ciencia no son utilizados para autopsias de demostración —respondí pasmada—. Por el amor de Dios, ¿qué te sucede? —le dije.
Las siluetas de los árboles desnudos resaltaban contra un amanecer nublado; dos Cadillacs pasaron frente a casa. Sentí que la gente comenzaba a mirarnos.
—Espero que no pienses convertir esto en hábito —fueron las palabras heladas que le arrojé a la cara—. Ya suena bastante estúpido cuando lo hacen las personas ignorantes y lobotomizadas. Y, para ser exacta, Lucy, te he permitido presenciar tres autopsias, y aunque las demostraciones de la academia de policía no fueron tal vez de asesinatos realizados con hacha, eran casos con seres humanos. Alguien amaba a esas tres personas muertas que tú viste. Esas tres personas muertas tenían sentimientos. De amor, de felicidad, de tristeza. Cenaban, se dirigían en auto al trabajo, se iban de vacaciones.
—No fue mi intención… —comenzó a decir Lucy.
—Puedes tener la seguridad de que cuando esas tres pobres personas estaban con vida, en ningún momento pensaron que terminarían en una morgue con veinte policías novatos y una chiquilina como tú con la vista fija en su cuerpo desnudo y abierto —continué—. ¿Te gustaría que ellos oyeran lo que acabas de decir?
En los ojos de Lucy brillaron lágrimas. Las tragó con fuerza y apartó la vista.
—Lo siento, tía Kay —se disculpó en voz baja.
—Porque siempre he sostenido que uno debería imaginar que las personas muertas escuchan lo que se dice. Tal vez escuchan las bromas que hacen los novatos. Y, por cierto, nosotros las escuchamos. ¿Qué efecto te produce a ti cuando te oyes o cuando oyes que otra persona hace esos comentarios lesivos?
—Tía Kay…
—Te diré cuál es el efecto —continué con furia creciente—. Terminas justo como en este momento.
Extendí una mano como para presentarle al mundo, mientras Lucy me miraba, perpleja.
—Terminas haciendo lo que yo hago ahora —dije—. De pie, frente a la casa, mientras sale el sol. Imaginando a alguien que uno ama en una maldita morgue. Imaginando que la gente se burla de él, hace chistes y comentarios sobre el tamaño de su pene o el hedor que despide. Es posible que lo hayan golpeado demasiado sobre la mesa. Tal vez en la mitad de ese maldito trabajo arrojaron una toalla sobre su cavidad torácica vacía y se fueron a almorzar. Y quizás algunos policías hicieron comentarios sobre «cuerpos bien crocantes» o «un poco demasiado tostados» o que están «FBI
flambé».
Lucy y Jo me miraban con expresión azorada.
—No creas que yo no lo he oído todo ya —continué, puse la llave en la cerradura de la puerta de mi automóvil y la abrí—. Una vida que pasa por diferentes manos, aire frío y agua. Y todo es tan, tan frío. Aunque él hubiera muerto en su cama, al final todo es tan helado. Así que no me hables a mí de autopsias.
Me deslicé detrás del volante.
—No te atrevas a tener de nuevo esa actitud conmigo, Lucy. —No podía parar.
Mi voz parecía proceder de otra habitación. Hasta pensé que me estaba volviendo loca. ¿Acaso no era eso lo que les ocurría a las personas cuando perdían el juicio? Estaban fuera de sí y se veían hacer cosas que en realidad no eran propias de ellas, como matar a alguien o caminar por la cornisa de un edificio.
—Estas cosas siguen resonando para siempre en la cabeza de uno —le advertí—. Golpeando contra los costados del cráneo. No es verdad que las palabras no pueden hacer daño. Porque las tuyas me han lastimado muchísimo —le dije a mi sobrina—. Ahora vuélvete a Miami.
Lucy quedó paralizada cuando yo puse en marcha el motor del auto, arranqué a toda velocidad y un neumático trasero saltó por encima del borde de granito del sendero. Las vi a ella y a Jo por el espejo retrovisor. Se dijeron algo y después subieron a su automóvil alquilado. Las manos me temblaban tanto que no pude encender un cigarrillo hasta que tuve que frenar por el tráfico.
No permití que Lucy y Jo se me pusieran a la par. Doblé en la salida de la calle Nueva y las imaginé avanzando a toda velocidad por la I-64 en dirección al aeropuerto y a sus vidas encubiertas para luchar contra el crimen.
—Maldita seas —farfullé, pensando en mi sobrina.
El corazón me golpeó con fuerza, como si quisiera liberarse de mí.
—Maldita seas, Lucy. —Y me eché a llorar.
El nuevo edificio donde yo trabajaba era el ojo de una feroz tormenta de desarrollo que jamás imaginé cuando me mudé allí en la década de los 70. Recordé haberme sentido más bien traicionada cuando arremetí desde Miami, justo en el momento en que los negocios de Richmond decidieron trasladarse a los condados y centros comerciales vecinos. La gente dejó de hacer compras y de cenar en el centro, en especial durante la noche.
El carácter histórico de la ciudad se convirtió en una víctima del descuido y de la delincuencia hasta mediados de la década de los 90, cuando la Universidad Estatal de Virginia comenzó a reclamar y a revitalizar lo que había sido relegado a la ruina. Pareció que hermosos edificios se levantaban casi de la noche a la mañana, todos de diseño y materiales similares: ladrillos y vidrio. Mi oficina y la morgue compartían espacio con los laboratorios y el recientemente creado Instituto de Ciencia Forense y Medicina de Virginia, que era la primera academia de entrenamiento de este tipo en el país, si no en el mundo.
Hasta se me dio la oportunidad de elegir el lugar de estacionamiento cerca de la puerta del lobby, en el que ahora me encontraba, sentada en mi auto, reuniendo mis pertenencias y mis pensamientos. Con actitud infantil había desconectado el teléfono del auto para que Lucy no pudiera comunicarse conmigo. Lo encendí ahora con la esperanza de que sonara. Lo miré fijo. La última vez que había actuado de esa manera fue después de que Benton y yo tuvimos nuestra peor pelea y yo le ordené que se fuera de casa y no volviera jamás. Recuerdo que desenchufé los teléfonos y volví a enchufarlos una hora más tarde, y morí de pánico cuando él no me llamó.
Miré mi reloj. Lucy abordaría su vuelo en menos de una hora. Barajé la posibilidad de comunicarme con USAir y hacerla llamar por los altoparlantes. Me sentí humillada y asustada por la forma en que me había portado. Me sentí también impotente por no poder disculparme ante una persona llamada Terry Davis, que no tenía una tía Kay ni un número telefónico accesible y vivía en alguna parte de South Beach.
Mi aspecto era bastante lamentable cuando entré en el lobby. Jake, que trabajaba en el mostrador de seguridad, lo notó enseguida.
—Buenos días, doctora Scarpetta —me saludó con su habitual nerviosismo en ojos y manos—. No tiene muy buena cara.
—Buenos días, Jake —respondí—. ¿Cómo estás?
—Como siempre. Excepto que parece que el tiempo va a empeorar, y eso no me gusta nada.
Al decirlo, abría y cerraba una lapicera.
—No me puedo sacar de encima este dolor de espalda, doctora Scarpetta. Lo siento justo entre los omóplatos.
Movió los hombros y el cuello.
—Es como si algo me pinchara allá atrás. Me sucedió el otro día, después de levantar pesas. ¿Qué cree que debo hacer? ¿O tengo que pedírselo por escrito?
Pensé que trataba de hacerse el gracioso, pero él no sonreía.
—Aplicarse calor húmedo. Y no levantar pesos durante un tiempo —respondí.
—Bueno, gracias. ¿Cuánto le debo?
—Mis honorarios son demasiado altos para ti, Jake.
Él sonrió. Pasé mi tarjeta por la cerradura electrónica que había en la parte exterior de la puerta de mi oficina y ésta se abrió. Oí que mis empleadas Cleta y Polly conversaban y tipeaban. Ya sonaban las campanillas de los teléfonos y eso que todavía no eran las siete y media.
—…realmente es un espanto.