Codigo negro (Identidad desconocida) (10 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—¿Crees que las personas de otros países tienen un olor diferente cuando entran en descomposición?

—Oh, vamos, Polly. No digas disparates.

Estaban en el interior de sus compartimientos grises, revisaban fotografías de autopsias e ingresaban datos en las computadoras, mientras los cursores saltaban de un campo al otro.

—Será mejor que se consiga un café mientras pueda —me saludó Cleta con una expresión de censura en el rostro.

—Si ésa no es la pura verdad… —dijo Polly y apretó una tecla.

—Lo oí —dije.

—Bueno, yo no pienso abrir la boca —dijo Polly, quien no podría hacerlo aunque lo intentara.

Cleta se pasó un dedo por los labios como para indicar que los tendría sellados, y lo hizo sin saltearse una tecla.

—¿Dónde están todos?

—En la morgue —respondió Cleta—. Hoy tenemos ocho casos.

—Has adelgazado mucho, Cleta —dije y me puse a recoger certificados de defunción del buzón de mi oficina.

—Cinco kilos y medio —exclamó ella mientras distribuía fotografías sangrientas como si fueran naipes y las ordenaba por número de caso—. Gracias por notarlo. Me alegra que por lo menos alguien de aquí se diera cuenta.

—Maldición —dije al mirar el certificado de defunción que estaba en la parte de arriba de la pila—. ¿Podremos convencer algún día al doctor Carmichael de que «paro cardíaco» no es una causa de muerte? A todo el mundo se le detiene el corazón cuando muere. La cuestión es por qué dejó de funcionar. Bueno, a este certificado hay que corregirlo.

Hojeé más certificados mientras caminaba por el largo vestíbulo alfombrado hacia mi oficina. Rose trabajaba en un espacio abierto con muchas ventanas, y no era posible llegar a mi puerta sin pasar por su oficina. Se encontraba de pie frente al cajón abierto de uno de sus muebles-archivo, y con los dedos iba pasando con rapidez un señalador tras otro.

—¿Cómo está? —me preguntó, con una lapicera sujeta en la boca—. Marino la está buscando.

—Rose, necesito que me consigas al doctor Carmichael.

—¿Otra vez?

—Me temo que sí.

—Ese hombre tiene que jubilarse.

Hacía años que mi secretaria lo decía. Cerró el cajón y abrió otro.

—¿Para qué me busca Marino? ¿Me llamó desde su casa?

Ella se sacó la lapicera de la boca.

—Está aquí. O estaba. Doctora Scarpetta, ¿recuerda esa carta que recibió el mes pasado de aquella mujer abominable?

—¿Qué mujer abominable? —pregunté y miré en todas direcciones en busca de Marino, pero no vi señales de él.

—La que está en la cárcel por asesinar a su marido después de sacarle un seguro de vida por un millón de dólares.

—Ah, ésa —dije.

Me saqué la chaqueta, entré en mi oficina y puse el maletín en el piso.

—¿Para qué me busca Marino? —repetí.

Rose no me contestó. Yo había notado que se estaba poniendo un poco sorda y cada nuevo indicio de sus flaquezas me asustaba. Puse los certificados de defunción sobre una pila de otros cien que todavía no había encontrado tiempo para revisar y colgué la chaqueta en el respaldo de la silla.

—La cuestión es —continuó Rose en voz alta— que desde entonces le escribió otra carta. Esta vez la acusa de latrocinio.

De la parte de atrás de la puerta tomé mi guardapolvo.

—Alega que usted conspiró con la compañía de seguros y cambió la forma de muerte de su marido de accidente a homicidio, para que ellos no tuvieran que pagarle el dinero de la póliza. Y que, por ello, usted recibió una buena cantidad, razón por la cual, en su opinión, puede darse el lujo de tener un Mercedes y ropa costosa.

Me puse el guardapolvo sobre los hombros y metí los brazos en las mangas.

—¿Sabe? doctora Scarpetta, ya no puedo luchar contra los chiflados. Algunos realmente me asustan, y creo que Internet no hace sino empeorar las cosas.

Rose espió por la puerta.

—No escuchó nada de lo que le dije —protestó.

—Yo compro mi ropa en las liquidaciones —contesté—. Y tú le echas a Internet la culpa de todo.

Probablemente ni me molestaría en salir a comprarme ropa si Rose no me obligara cada tanto a hacerlo cuando las tiendas tienen liquidaciones de fin de temporada. Yo detestaba salir de compras, a menos que se tratara de buen vino o comida. Odiaba las aglomeraciones. Odiaba los centros comerciales. Rose detestaba Internet y estaba convencida de que el mundo llegaría un día a su fin por culpa de esa red. Yo tuve que obligarla a utilizar el correo electrónico.

—Si Lucy llama, asegúrate de que yo reciba el llamado, no importa dónde esté —dije en el momento en que Marino entraba en la oficina de Rose—. E intenta ubicarla también en su oficina de campo.

El solo hecho de pensar en Lucy me hizo un nudo en el estómago. Yo me había enojado y le había dicho cosas que no sentía. Rose me miró. De alguna manera, lo supo.

—Capitán —le dijo a Marino—, lo veo muy elegante esta mañana.

Marino lanzó un gruñido. Se oyó ruido a vidrio cuando abrió un frasco de caramelos de limón que había sobre el escritorio y se sirvió algunos.

—¿Qué quiere que haga con la carta de esa mujer loca? —Rose me espió por la puerta abierta, con sus anteojos de ver de cerca montados sobre la nariz mientras revisaba otro cajón del archivo.

—Creo que es tiempo de que enviemos la carpeta de la señora, si es que alguna vez la encuentras, a la oficina del Fiscal General —dije—. Por si esa mujer me inicia juicio. Que supongo será su siguiente paso. Buenos días, Marino.

—¿Hablas de esa loca suelta que metí en la cárcel? —preguntó él mientras chupaba un caramelo.

—Así es —dije al recordarlo—. Esa loca fue uno de tus casos.

—De modo que supongo que también me querellará a mí.

—Es probable —murmuré, de pie frente a mi escritorio, mientras revisaba los llamados telefónicos del día anterior—. ¿Por qué llama todo el mundo cuando yo no estoy aquí?

—Creo que empiezo a acostumbrarme a que me hagan juicio —afirmó Marino—. Me hace sentir una persona especial.

—Lo que es yo, no puedo acostumbrarme a verlo de uniforme, capitán Marino —dijo Rose—. ¿Debería hacerle la venia?

—No se burle de mí, Rose.

—Creí que tu turno no empezaba hasta las tres —dije.

—Lo bueno de ser querellado es que es la ciudad la que tendrá que pagar. Ja, ja. A la mierda con ellos.

—Ya veremos cuánto se ríe cuando uno de estos días termine teniendo que pagar y pierda su camioneta y su pileta de natación. O todos esos adornos de Navidad y cajas de fusibles adicionales, Dios no lo permita —le comentó Rose cuando yo abría y cerraba los cajones de mi escritorio.

—¿Alguien vio mis lapiceras? —pregunté—. No tengo ni una. ¿Rose? El viernes tenía aquí por lo menos una caja. Lo sé porque yo misma la compré la última vez que estuve en Ukrops. ¡Y también falta mi Waterman!

—No diga que no le advertí que no dejara por aquí nada de valor —me dijo Rose.

—Tengo que fumar —me aclaró Marino—. Estoy harto de los malditos edificios en los que no se puede fumar. Tienes aquí tanta gente muerta y al Estado le preocupa que la gente no fume. ¿Qué hay de los vapores de la formalina? Aspirarlos un par de veces puede hacer que un caballo caiga al suelo.

—¡Maldición! —Cerré un cajón con rabia y abrí otro—. ¿Saben qué? Tampoco encuentro Advil, ni polvo de BC ni Sudafed. Ahora me estoy enojando en serio.

—Primero el dinero para el café, el teléfono celular de Cleta, almuerzos, y ahora sus lapiceras y aspirina. Las cosas han llegado a un punto en que yo me llevo la billetera a todas partes adonde voy. En la oficina se empieza a hablar del «Ladrón de cadáveres» —dijo Rose con furia—. Y a mí no me parece nada gracioso.

Marino se le acercó y le pasó un brazo por los hombros.

—Querida, no puede culpar a un hombre por querer robarse su cuerpo —le dijo al oído con dulzura—. Yo he querido hacerlo desde la primera vez que la vi, por la época en que tenía que enseñarle a la Doc todo lo que ella sabe.

Con timidez, Rose le pellizcó una mejilla y le apoyó la cabeza sobre un hombro. De pronto parecía derrotada y muy vieja.

—Estoy cansada, capitán —murmuró Rose.

—Yo también, mi amor. Yo también.

Miré mi reloj.

—Rose, por favor, avísale a todo mi equipo que la reunión se iniciará con algunos minutos de retraso. Marino, hablemos.

El salón para fumar se encontraba en un rincón del playón, donde había dos sillas, una máquina expendedora de refrescos y un cenicero sucio y desportillado que Marino y yo pusimos entre los dos. Cada uno encendió un cigarrillo y yo volví a sentir un poco de culpa.

—¿Por qué estás aquí? —pregunté—. ¿No te causaste suficientes problemas ayer?

—Estuve pensando en lo que Lucy dijo anoche —explicó Marino—. Sobre mi situación actual, ¿sabes? Cómo estoy prácticamente fuera de servicio, liquidado, Doc. Si quieres que te diga la verdad, no lo aguanto. Soy detective. Lo he sido durante casi toda mi vida. No puedo seguir con esta mierda del uniforme. No puedo trabajar para taradas como Diane «Borrica» Bray.

—Para eso diste el año pasado el examen de investigación de campo —le recordé—. No tienes por qué quedarte en el departamento de policía, Marino. En ningún departamento. Tienes suficientes años de trabajo para jubilarte. Puedes pautar tus propias reglas.

—No te ofendas, Doc, pero tampoco quiero trabajar para ti —dijo—. No, ni siquiera unas horas por día o en algún caso en particular.

El Estado me había dado dos cupos para investigadores de campo, que yo todavía no había cubierto.

—Lo cierto es que tienes opciones —le contesté, un poco dolida pero decidida a no demostrarlo.

Él permaneció callado. Benton entró en mi mente y en sus ojos vi lo que sentía. Después desapareció. Percibí la sombra de Rose y temí perder a Lucy. Pensé que me volvería vieja y la gente se esfumaría de mi vida.

—No me abandones, Marino —le pedí.

No me contestó enseguida y, cuando lo hizo, había furia en sus ojos.

—Mándalos a todos a la mierda, Doc —dijo—. Nadie me va a decir qué debo hacer. Si quiero trabajar en un caso, vaya si lo haré.

Sacudió la ceniza de su cigarrillo y pareció sentirse muy complacido consigo mismo.

—No quiero que te despidan ni que te degraden —dije.

—No pueden degradarme más de lo que estoy —replicó él con otro arranque de furia—. No pueden hacerme menos que capitán, y no hay ninguna designación peor que la que yo tengo. Y deja que me despidan. ¿Sabes una cosa? No lo harán. ¿Y quieres que te diga por qué? Porque yo podría ir a Henrico, Chesterfield, Hanover, cualquier parte. No tienes idea de la cantidad de veces que me pidieron que tomara a mi cargo investigaciones en otros departamentos.

De pronto recordé que tenía en la mano un cigarrillo sin encender.

—Algunos de ellos hasta querían que yo fuera el jefe —dijo, dejándose llevar aún más por su optimismo.

—No te engañes —le advertí y sentí el primer golpe del mentol—. Dios, no puedo creer que esté haciendo esto de nuevo.

—No trato de engañar a nadie —dijo él, y percibí cómo su depresión iba avanzando como un frente de baja presión—. Es como si yo estuviera en el planeta equivocado. No conozco a las Bray y las Anderson de este mundo. ¿Quiénes son estas mujeres?

—Personas ávidas de poder.

—Tú tienes poder. Eres mucho más poderosa que ellas o que cualquier otra persona que conozco, incluyendo a muchos hombres, y tú no eres así.

—Te confieso que en estos días no me siento muy poderosa. Esta mañana ni siquiera pude controlar mi mal humor en la puerta de casa, frente a mi sobrina, su amiga y, probablemente, algunos vecinos. —Solté un poco de humo—. Y eso me hace sentir muy mal.

Marino se inclinó hacia adelante en su silla.

—Tú y yo somos las únicas dos personas a las que les importa ese cadáver descompuesto que está allá adentro.

Movió el pulgar hacia la puerta que daba a la morgue.

—Apuesto a que Anderson ni siquiera se presentará esta mañana —continuó Marino—. Una cosa es segura: no la tendrás cerca cuando hagas esa autopsia.

La expresión de su cara provocó un descalabro en mi ritmo cardíaco. Marino estaba desesperado. Lo que había hecho durante toda su vida era, en realidad, lo único que le quedaba, salvo una ex esposa y un hijo llamado Rocky al que no veía nunca. Marino estaba atrapado en un cuerpo maltratado por él mismo que algún día se vengaría. Carecía de dinero y tenía un gusto espantoso con respecto a las mujeres. Era políticamente incorrecto, desaliñado y mal hablado.

—Bueno, en una cosa tienes razón —acepté—. No deberías estar de uniforme. De hecho, eres una deshonra para el departamento. ¿Qué es eso que tienes en la camisa? ¿De nuevo mostaza? Tu corbata es demasiado corta. Déjame ver tus medias.

Me agaché y espié por debajo de las botamangas de sus pantalones de uniforme.

—No hacen juego. Una es negra y la otra, azul marino —dije.

—No dejes que yo te meta en problemas, Doc.

—Ya estoy metida en problemas, Marino.

11

Uno de los aspectos más despiadados de mi trabajo era que los restos de personas desconocidas se convertían en «El Torso» o «La Señora del Baúl» o «El Hombre Superman». Eran apelativos que le robaban a la persona su identidad y todo lo que había sido o hecho en la tierra, tanto como se lo había quitado la muerte.

Para mí, era una dolorosa derrota personal no poder descubrir la identidad de alguien que me había sido encomendado. Entonces yo guardaba los huesos en cajas y las almacenaba en el armario de esqueletos, a la espera de que algún día me dijeran a quién pertenecían. Guardaba durante meses y años cuerpos intactos o sus partes en cámaras refrigeradoras, y no los entregaba a las tumbas para pobres hasta que ya no quedaba esperanza ni espacio. Porque no teníamos lugar suficiente para mantener a alguien eternamente.

El caso de esta mañana había sido bautizado «El Hombre del Contenedor». Estaba en muy mal estado y yo confiaba en no tener que conservarlo demasiado tiempo. Cuando la descomposición estaba tan avanzada, ni la refrigeración podía detenerla.

—A veces no sé cómo lo aguantas —gruñó Marino.

Estábamos en el vestuario, al lado de la morgue, y ninguna puerta cerrada ni pared de cemento lograba bloquear por completo el hedor.

—Tú no necesitas estar aquí —le recordé.

—No me lo perdería por nada en el mundo.

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