Codigo negro (Identidad desconocida) (12 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

La mención del nombre de Lucy me apretó el corazón con una mano dura y helada. Ella siempre fue una chica difícil y complicada. Eran muy pocas las personas que la conocían bien, aunque creyeran conocerla. Acurrucada detrás de su bunker de inteligencia, proezas y actitud temeraria, había una pequeña herida que perseguía dragones que el resto de nosotros temíamos. La aterraba el abandono, real o fantaseado. Por eso, Lucy era la que siempre rechazaba a los demás.

—¿Notó alguna vez cómo la mayor parte de las personas no parecen estar muy bien vestidas cuando mueren? —dijo Chuck—. Me pregunto por qué será.

—Mira, me pondré guantes limpios y me quedaré parado en el rincón —me avisó Marino—. Necesito desesperadamente un cigarrillo.

—Excepto la primavera pasada, cuando esos chicos murieron cuando regresaban a su casa del baile de promoción —continuó Chuck—. Estaban vestidos con esmoquin azul y llevaban una flor en la solapa.

La cintura de los jeans estaba arrugada debajo del cinturón.

—Los pantalones le quedaban demasiado grandes en la cintura —dije, y lo registré en un formulario—. Tal vez uno o dos talles. Debe de haber sido más corpulento en algún momento.

—Es difícil saber cuál era su tamaño —agregó Marino—. En este momento tiene un abdomen más grande que el mío.

—Está lleno de gas —expliqué.

—Una pena que ésa no es su excusa. —Ruffin se estaba poniendo más insolente.

—Mide un metro setenta y dos y pesa cuarenta y cinco kilos trescientos, lo cual significa, si consideramos la pérdida de fluidos, que cuando vivía probablemente pesaba entre sesenta y tres y sesenta y ocho kilos —calculé—. Un hombre de tamaño corriente quien, como acabo de decir, puede haber sido más corpulento en algún momento anterior, según su ropa. Tiene cabellos extraños en la ropa. De quince a dieciocho centímetros, color amarillo claro.

Di vuelta el bolsillo izquierdo del jean y encontré más pelos, un alicate para cigarros de plata sellada y un encendedor. Los puse sobre una hoja limpia de papel blanco, procurando no arruinar posibles huellas dactilares. En el bolsillo derecho había dos monedas de cinco francos cada una, una libra inglesa y muchos billetes extranjeros plegados con los que yo no estaba familiarizada.

—No llevaba billetera, pasaporte ni joyas —dije.

—Decididamente parece un robo —conjeturó Marino—. Salvo por lo que tenía en los bolsillos. Eso no tiene demasiado sentido. Cualquiera diría que, si alguien lo robó, también se habría llevado esas cosas.

—Chuck, ¿llamaste ya al doctor Boatwright? —le pregunté.

Era uno de los odontólogos, o dentistas forenses, que habitualmente pedíamos prestado a la Facultad de Medicina de Virginia.

—Lo haré ahora.

Se sacó los guantes y se acercó al teléfono. Lo oí abrir cajones y armarios.

—¿No vio el índice telefónico? —preguntó.

—Tú eres el que debe ocuparse de esas cosas —respondí, irritada.

—Enseguida vuelvo. —Ruffin estaba impaciente por desaparecer de nuevo por un rato.

Se fue, y Marino lo siguió con la vista.

—Es un tarado —dijo.

—No sé qué hacer con respecto a él —comenté—. Porque en realidad no es tonto, Marino. Ésa es parte del problema.

—¿Intentaste preguntarle qué demonios le pasa? ¿Si, por ejemplo, tiene lagunas mentales, trastornos de falta de atención o algo por el estilo? Quizá se golpeó la cabeza contra algo o se ha estado masturbando demasiado.

—No le pregunté específicamente esas cosas.

—No olvides que el mes pasado dejó que una bala se fuera por el desagüe de la pileta, Doc. Y que después actuó como si fuera culpa tuya, que fue la mentira del siglo. Quiero decir, yo estaba allí.

Yo luchaba con los jeans mojados y viscosos del muerto, y trataba de deslizarlos por debajo de sus caderas y muslos.

—¿Podrías darme una mano? —le pedí.

Con cuidado le pasamos los jeans por las rodillas y los pies. Después le quitamos los calzoncillos negros, las medias y la camiseta y puse todo en la camilla cubierta con una sábana. Examiné cuidadosamente esa ropa en busca de desgarros o agujeros y cualquier tipo de prueba. Noté que la parte de atrás de los pantalones, en especial el asiento, estaba mucho más sucia que el resto. Y la parte de atrás de los zapatos mostraba raspones.

—Los jeans, los calzoncillos negros y la camiseta son Armani y Versace. Los calzoncillos están puestos al revés. —Seguí haciendo inventario—. Los zapatos, el cinturón y las medias son Armani. ¿Ves la suciedad y los raspones? —Se los señalé a Marino—. Podría significar que fue arrastrado desde atrás, si alguien lo sostenía por las axilas.

—Eso es lo que estoy pensando —dijo Marino.

Unos quince minutos más tarde, las puertas se abrieron y Ruffin entró con el índice telefónico en la mano. Lo sujetó a la puerta de un armario.

—¿Me perdí algo? —preguntó con tono animado.

—Le echaremos un vistazo a la ropa con la Luma-Lite y después la dejaré secar y los de huellas dactilares pueden ocuparse de ella —instruí a Ruffin con un tono nada cordial—. Seca sus demás efectos personales con secador y después mételos en una bolsa.

Enseguida él se puso guantes.

—Diez-cuatro —dijo, con irritación.

—Parece que ya estás estudiando para entrar en la academia de policía —lo aguijoneó más Marino—. Bien por ti, muchacho.

13

Me concentré totalmente en lo que estaba haciendo y mi mente se zambulló en un cuerpo que estaba autodigerido por completo y putrefacto, casi no reconocible como humano.

La muerte había convertido a ese hombre en un ser indefenso, y las bacterias escapadas del tracto gastrointestinal invadieron su cuerpo a voluntad, fermentando y llenando cada espacio con gas. Destruyeron las paredes de las células y transformaron la sangre de venas y arterias en un líquido color negro verdusco: hicieron así que la totalidad del sistema circulatorio fuera visible a través de la piel decolorada, como ríos y tributarios en un mapa.

Los sectores del cuerpo que habían estado cubiertos con ropa se encontraban en mucho mejor estado que la cabeza y las manos.

—Dios, qué terrible sería tropezar con él cuando uno anda desnudo por la noche —comentó Ruffin con la vista fija en el muerto.

—El pobre no puede evitarlo —dije.

—Y, ¿sabes qué, Chuckie-querido? —agregó Marino—. Algún día, cuando estés muerto, tu aspecto será igualmente horrible.

—¿Sabemos con exactitud en qué lugar de la bodega del barco estaba el contenedor? —le pregunté a Marino.

—Un par de hileras al fondo.

—¿Y qué me dices de las condiciones climáticas durante las dos semanas en que el barco navegaba en alta mar?

—En general, fueron buenas. Un promedio de quince grados, con una máxima de veintiuno. Gracias a El Niño, la gente hace sus compras de Navidad en pantalones cortos.

—¿De modo que usted piensa que es posible que este hombre haya muerto a bordo y que alguien lo metiera en el contenedor? —preguntó Ruffin.

—No, eso no es lo que estoy pensando, Chuckie-querido.

—Mi nombre es Chuck.

—Depende de quién es la persona que habla contigo. De modo que éste es el problema, Chuckie-querido. Si en una bodega hay toneladas de contenedores apretados como sardinas, dime cómo harías para meter un cadáver en uno —dijo Marino—. No se podría siquiera abrir la puerta. A lo cual se suma que los precintos estaban intactos.

Acerqué una lámpara quirúrgica y con fórceps y una lupa o, en algunos casos, un hisopo, recogí fibras y residuos.

—Chuck, tenemos que verificar cuánta formalina tenemos —pedí—. El otro día había poca. ¿O ya te ocupaste de conseguir más?

—Todavía no.

—No inhales demasiados vapores de esa sustancia —dijo Marino—. Ya ves lo que le hace a todos esos cerebros que tienes por aquí.

La formalina es un formaldehído diluido, una sustancia química muy reactiva que sirve para preservar o «fijar» secciones u órganos quirúrgicos o, en el caso de donaciones anatómicas, cuerpos enteros. Mata los tejidos y es extremadamente corrosiva para con las vías respiratorias, la piel y los ojos.

—Iré a verificar la existencia de formalina —informó Ruffin.

—No, no lo harás ahora —dije—. No hasta que terminemos aquí.

Él le quitó la tapa a un marcador con tinta indeleble.

—¿Qué tal si alguien llama a Cleta para ver si Anderson ya se fue? —sugerí—. No quiero que ande dando vueltas por aquí.

—Yo lo haré —dijo Marino.

—Tengo que reconocer que todavía me cuesta hacerme a la idea de que mujeres policías persigan a asesinos —le dijo Ruffin a Marino—. Seguro que cuando usted empezó, lo único que hacían ellas era revisar los parquímetros.

Marino se acercó al teléfono.

—Quítate los guantes —le grité, porque él siempre olvidaba hacerlo, por muchos carteles que yo pusiera de «Manos limpias, por favor».

Moví con lentitud la lupa y me detuve. Las rodillas se veían escoriadas y manchadas, como si el hombre hubiera estado arrodillado sobre una superficie áspera y sucia, y sin los pantalones puestos. Le revisé los codos. También estaban escoriados y sucios, pero era difícil saberlo con certeza por el estado lamentable de la piel. Mojé un hisopo en agua esterilizada mientras Marino colgaba el tubo del teléfono. Lo oí abrir el paquete de otro par de guantes.

—Anderson no está aquí —informó—. Cleta dice que se fue hace media hora.

—¿Qué piensa de las mujeres que levantan pesas? —le preguntó Ruffin a Marino—. ¿Vio los músculos que tiene Anderson en los brazos?

Utilicé una regla de seis pulgadas como escala y comencé a tomar fotografías con una cámara de treinta y cinco milímetros y una lente macro. Encontré más sectores sucios en la parte de abajo de los brazos y les pasé un hisopo.

—Me pregunto si había luna llena cuando el barco zarpó de Antwerp —me dijo Marino.

—Supongo que si se quiere vivir en un mundo de hombres hay que ser tan fuerte como ellos —prosiguió Ruffin.

El agua que corría era implacable, el acero golpeaba contra el acero y las luces del techo no permitían ninguna sombra.

—Bueno, esta noche habrá luna llena —dije—. Bélgica está en el hemisferio oriental, pero el ciclo lunar debe de ser igual allá.

—De modo que también allá puede haber luna llena —concluyó Marino.

Yo sabía adonde quería ir a parar con eso y mi silencio le previno que no siguiera con el tema de los hombres lobo.

—¿Y? ¿Qué pasó, Marino? ¿Ustedes dos lucharon a brazo partido por el puesto? —preguntó Ruffin mientras cortaba el cordel que ataba un fardo de toallas.

Los ojos de Marino eran los dos cañones de una escopeta y apuntaban a Ruffin.

—Y supongo que sabemos quién ganó porque ahora ella es detective y usted está de nuevo de uniforme —dijo Ruffin con una sonrisa sobradora.

—¿Estás hablando conmigo?

—Ya me oyó —dijo Ruffin y abrió la puerta de vidrio de un gabinete.

—¿Sabes? Debo de estar volviéndome viejo. Ya no oigo tan bien como antes. Pero, si no me equivoco, acabas de enfurecerme.

—¿Qué opina de esas mujeres de hierro que aparecen en la televisión? ¿Y de las que se dedican a la lucha libre? —continuó Ruffin.

—Cierra tu maldita boca —le advirtió Marino.

—Usted es soltero, Marino. ¿Saldría con una mujer así?

Ruffin siempre había sentido fastidio hacia Marino y ahora tenía oportunidad de vengarse un poco de él o al menos eso creía porque su propio mundo egocéntrico giraba alrededor de un eje muy débil. En su modo retorcido de ver las cosas, Marino estaba caído y herido. Era el momento justo para patearlo.

—La cuestión es: ¿una mujer así saldría con usted? —Ruffin no tuvo el tino suficiente de salir corriendo de la habitación—. Me pregunto si cualquier mujer saldría con usted.

Marino se le acercó hasta que ambos quedaron frente a frente.

—Tengo un par de cosas que aconsejarte, pedazo de imbécil —dijo Marino y el visor que cubría su cara furibunda se empañó—. Cierra esa boca de maricón que tienes antes de que te la rompa de un puñetazo. Y mete tu pito en miniatura de vuelta en su estuche antes de que te lastimes con él.

La cara de Chuck se puso color escarlata, y todo esto ocurría en el momento en que las puertas se abrían y Neils Vander entraba con tinta, un rodillo y diez tarjetas para huellas dactilares.

—Termínenla, y que sea ya mismo —les ordené a Marino y a Ruffin—. O los echaré a los dos de aquí.

—Buenos días —saludó Vander, como si no pasara nada.

—La piel se está aflojando con rapidez —le dije.

—Bueno, eso facilita las cosas.

Vander era jefe de sección del laboratorio de huellas dactilares e impresiones, y era un hombre imperturbable. No era raro que alejara gusanos mientras tomaba las huellas dactilares de cuerpos en estado de descomposición, y tampoco se mosqueaba cuando, en los casos de personas quemadas, resultaba necesario seccionar los dedos de la víctima y llevarlos arriba en un frasco.

Yo lo conocía desde que empecé a trabajar allí, y él nunca parecía envejecer ni cambiar. Seguía siendo calvo, alto y delgado y siempre parecía perdido dentro de guardapolvos inmensos que revoloteaban y volaban alrededor de él cuando corría por los pasillos.

Vander se puso un par de guantes de látex y con cuidado tomó las manos del muerto, las estudió y las hizo girar en uno y otro sentido.

—Lo más sencillo sería deslizarle la piel —decidió.

Cuando un cuerpo estaba tan descompuesto como ése, la capa superior de la piel de la mano se desliza como un guante y, de hecho, se la llama guante. Vander trabajó con rapidez y deslizó los guantes de ambas manos y se los puso sobre las suyas cubiertas de látex. Usando, así, en cierta forma, las manos del hombre muerto, entintó cada dedo y lo apoyó sobre la tarjeta. Después se sacó esos guantes de piel y los dejó sobre una bandeja quirúrgica, tras lo cual se quitó los de látex y enfiló una vez más hacia el piso superior.

—Chuck, pon eso en formalina —dije—. Vamos a querer conservarlos.

Ruffin estaba de mal humor y en ese momento desenroscaba la tapa de un recipiente de plástico.

—Vamos a darlo vuelta —dije.

Marino nos ayudó a poner el cuerpo boca abajo. Encontré más tierra, sobre todo en las nalgas, y también extraje un poco con hisopos. No vi ninguna lesión, sólo una zona por encima de la parte superior derecha de la espalda, que parecía más oscura que la piel que la rodeaba. La estudié con una lupa y bloqueé mi proceso de pensamiento, como hacía siempre cuando buscaba un patrón de lesiones, marcas de mordeduras u otras pruebas difíciles de ver. Era como hacer buceo en aguas sin ninguna visibilidad. Sólo descubrí sombras y formas y no pude hacer otra cosa que esperar hasta tropezar con algo.

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