Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Yo no le había hablado de la visita de Dorothy. Sólo habría servido para enfurecerlo.
—Tú estás en la facultad de la Universidad de Virginia. Quiero decir, eres una verdadera médica.
—Gracias.
—¿No puedes ir y hablar directamente con el director o algo por el estilo? —Accionó el encendedor—. ¿No podrías tirar de algunos hilos para que Lucy pudiera entrar en esa habitación?
—Mientas Jo no esté en condiciones de tomar decisiones, su familia tiene el control total de quién puede visitarla y quién no.
—Son una malditos chiflados religiosos. Los Hitler de la Biblia.
—Hubo una época en que también tú eras bastante intolerante, Marino —le recordé—. Si no me equivoco, solías despotricar contra los gays y las lesbianas. Prefiero no repetirte algunas de las palabras que te oí decir.
—Sí, bueno. En ningún momento lo dije en serio.
En el centro aéreo Millionaire, la temperatura era bajo cero y un viento helado me rodeó y me empujó cuando busqué el equipaje en la parte de atrás de la camioneta. Nos recibieron dos pilotos que no dijeron mucho al abrir un portón y acompañarnos a cruzar la pista, donde un Learjet estaba conectado a un generador de energía. En uno de los asientos había un grueso sobre de papel manila con mi nombre, y cuando despegamos hacia esa noche despejada y fría, apagué la luz de la cabina y dormí hasta que aterrizamos en Teterboro, Nueva Jersey.
Una Explorer color azul oscuro avanzó hacia nosotros cuando bajamos por la escalerilla metálica. Caían pequeños copos de nieve que me rebotaban en la cara.
—Es un policía —dijo Marino cuando la camioneta se detuvo cerca del avión.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo siempre lo sé —respondió Marino.
El conductor estaba de jeans y campera de cuero y tenía el aspecto de alguien que ha visto la vida desde todos los ángulos posibles y estaba feliz de recogernos. Puso nuestro equipaje en el baúl. Marino subió al asiento delantero y los dos se trenzaron en una competencia de anécdotas y recuerdos porque el tipo era del Departamento de Policía de Nueva York y Marino también solía pertenecer a ese cuerpo. Mientras yo dormitaba, oía cada tanto trozos sueltos de esa conversación.
—…Adams en la división detectives, llamó alrededor de las once. Supongo que Interpol se comunicó primero con él. Yo no sabía que tenía algo que ver con ellos.
—¿Ah, sí? —La voz de Marino era tan apagada y soporífera como el whisky con hielo—. Apuesto a que es un boludo…
—No. Está bien…
Dormí y dormité, y las luces de la ciudad me rozaron los párpados cuando comencé a sentir de nuevo esa dolorosa sensación de vacío.
—… una noche me emborraché tanto que a la mañana siguiente no sabía dónde estaba mi auto ni mis credenciales. Y entonces recibí el llamado…
La única vez que volé en un avión supersónico fue con Benton. Recordaba su cuerpo junto al mío, el intenso calor de mis pechos que lo rozaban cuando nos sentamos en esas pequeñas butacas grises y bebimos vino francés mientras mirábamos los recipientes con caviar que no pensábamos comer.
Recordé haber intercambiado con él palabras hirientes que se transformaron en una intensa sesión de amor en Londres, en un departamento cerca de la Embajada Norteamericana. Quizá Dorothy estaba en lo cierto. Tal vez algunas veces yo me concentraba demasiado en mí misma y no me mostraba tan abierta como desearía. Pero se equivocaba con respecto a Benton. Él nunca fue débil y jamás fuimos tibios en la cama.
—¿Doctora Scarpetta?
Una voz atrapó mi atención.
—Ya llegamos —me anunció nuestro conductor y me miró por el espejo retrovisor.
Me froté la cara con las manos y reprimí un bostezo. Los vientos eran allí más fuertes y la temperatura, más baja. Me registré en el mostrador de Air France porque no le confiaba a Marino pasajes o pasaportes, ni siquiera averiguar cuál era la puerta de embarque. El Vuelo 2 despegaba dentro de aproximadamente una hora y media, y tan pronto me senté en la sala de espera del Concorde volví a sentirme exhausta y me empezaron a arder los ojos. Marino estaba maravillado.
—Mira eso, ¿quieres? —me susurró con voz demasiado fuerte—. Tienen un bar completo. Ese tipo de allá está bebiendo una cerveza y son las siete de la mañana.
Marino tomó eso como un llamado de atención.
—¿Quieres algo? —preguntó—. ¿Un periódico, por ejemplo?
—En este momento me importa un cuerno lo que sucede en el mundo. —Deseé que Marino me dejara tranquila.
Cuando volvió, traía dos bandejas llenas de pastelillos, queso y galletas. Tenía una lata de cerveza Heineken debajo de un brazo.
—Adivina qué —dijo y puso su bandeja de desayuno en la mesa que tenía al lado—. Por la hora de Francia, son casi las tres de la tarde.
Abrió la lata de cerveza.
—Allá la gente mezcla champaña con jugo de naranja, ¿alguna vez oíste una cosa igual? Y estoy bastante seguro de que hay una persona famosa. Usa anteojos oscuros y todo el mundo la mira.
A mí no me importó.
—El tipo con quien está también parece famoso, una especie de Mel Brooks.
—¿La mujer de anteojos oscuros se parece a Anne Bancroft? —murmuré.
—¡Sí!
—Entonces es Mel Brooks.
Otros pasajeros, con ropa mucho más cara que la nuestra, nos miraron. Un hombre arrugó su ejemplar de
Le
Monde
y bebió un espresso.
—La vi en
El graduado.
¿Recuerdas esa película? —continuó Marino.
A esa altura yo ya estaba despierta y deseaba esconderme en alguna parte.
—Ésa era mi fantasía. Mierda. Una maestra de escuela que me diera «clases especiales» después de hora y que hiciera que yo tuviera que cruzarme de piernas.
—Por aquella ventana se puede ver el Concorde —señalé.
—No puedo creer que me haya olvidado de traer una cámara.
Bebió otro trago grande de cerveza.
—Tal vez deberías ir a comprarte una —le sugerí.
—¿Crees que aquí tendrán esas cámaras chiquitas descartables?
—Sólo las francesas.
Él vaciló un momento y después me miró con expresión lasciva.
—Enseguida vuelvo —dijo.
Por supuesto, dejó su pasaje y su pasaporte en el bolsillo del saco que había colgado en la silla, y cuando se oyó el anuncio de que pronto abordaríamos, recibí un mensaje urgente en mi pager de que nadie lo dejaba regresar a la sala de espera. Me esperaba junto a un escritorio, la cara encendida por la furia, un guardia de seguridad junto a él.
—Lo siento —dije y entregué a uno de los asistentes el pasaporte y el pasaje de Marino.
»No empecemos así este viaje —le recomendé en voz muy baja mientras regresábamos a la sala de espera y, después, seguíamos a otros pasajeros hacia el avión.
—Les dije que iría a buscar esas cosas, pero son unas perras francesas. Si la gente hablara inglés como se debe, estas cosas no pasarían.
Nuestros asientos eran contiguos, pero, por suerte, el avión no estaba lleno, así que me pasé a uno del otro lado del pasillo. Marino pareció tomar esto como una afrenta personal hasta que le di la mitad de mi pollo con salsa de lima, mi bizcochuelo con mousse de vainilla y mis chocolates. No sé bien cuántas cervezas bebió, pero no hizo más que levantarse, caminar por ese pasillo estrecho y volver, mientras volábamos al doble de la velocidad del sonido. Llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle a las seis y veinte de la tarde.
Un Mercedes color azul oscuro nos aguardaba en el exterior de la terminal, y Marino trato de entablar conversación con el chofer, quien no le permitió sentarse adelante ni le prestó atención. De mal humor, Marino fumó con la ventanilla abierta y el aire frío entró a raudales mientras él contemplaba departamentos abyectos cubiertos de graffiti y miles de plantas de distribución nos atrajeron hacia la iluminada línea de edificación de una ciudad moderna. Los grandes dioses corporativos de Hertz, Honda, Technics y Toshiba brillaban en la noche desde las alturas de su monte Olimpo.
—Mierda, esto bien podría ser Chicago —se quejó Marino—. Me siento muy raro.
—Es el jet lag.
—Yo ya estuve en la Costa Oeste antes y no me sentí así.
—Esto es un jet lag peor —dije.
—Creo que tiene algo que ver con volar a tanta velocidad —prosiguió—. Piénsalo un poco. Uno mira por esa pequeña ventanilla como si estuviera en una nave espacial, ¿no te parece? Ni siquiera se puede ver el maldito horizonte. A esa altura no hay nubes, el aire es demasiado fino para respirar, y probablemente está a unos treinta grados bajo cero. No hay aves ni aviones normales ni nada.
A lo largo del Boulevard des Capucines las tiendas se convertían en boutiques de moda para los muy adinerados, y recordé que me había olvidado de averiguar cuál era la tasa de cambio.
—Por eso, tengo hambre de nuevo —continuó Marino con su explicación científica—. Cuando se viaja a tanta velocidad, al metabolismo le cuesta adaptarse. Piensa en las calorías. Yo no sentí nada una vez que pasé por la aduana, ¿y tú? No me sentí borracho ni lleno de comida ni nada.
La ciudad no estaba demasiado decorada para Navidad, ni siquiera en el centro. Los parisinos habían instalado luces modestas de colores y guirnaldas de muérdago en el exterior de sus bistrós y tiendas y, hasta el momento, yo no había visto un solo Papá Noel, salvo uno alto e inflable en el aeropuerto, que movía los brazos como si hiciera gimnasia. La temporada se celebraba un poco más, con pastoras rojas y un árbol de Navidad en el lobby de mármol del Grand Hotel, donde nuestro itinerario nos indicó que debíamos hospedarnos.
—Mierda —exclamó Marino al observar las columnas y una inmensa araña—. ¿Cuánto crees que cuesta una habitación en este hotel?
La campanilla musical de los teléfonos sonaba en forma ininterrumpida, y la cola que se había formado frente al mostrador de recepción era deprimentemente larga. Había equipaje por todas partes y con desaliento me di cuenta de que los integrantes de una excursión se estaban registrando en el hotel.
—¿Sabes una cosa, Doc? —dijo Marino—. En este lugar yo ni siquiera podré costearme una cerveza.
—Si alguna vez consigues llegar al bar —le respondí—. Por lo que veo, podríamos estar aquí toda la noche.
Justo cuando lo dije, alguien me tocó el brazo y de pronto vi que un hombre de traje oscuro se encontraba de pie junto a mí y sonreía.
—¿Madame Scarpetta, Monsieur Marino? —Nos indicó que saliéramos de la fila—. Lo siento tanto, pero hace apenas un instante que los vi. Me llamo Iván. Ustedes ya están registrados. Por favor, acompáñenme. Les mostraré sus habitaciones.
Yo no conseguí ubicar su acento, pero estaba segura de que no era francés. Nos condujo por el lobby a los ascensores de bronces lustrados como espejos y cuando subimos a uno, él apretó el botón del segundo piso.
—¿De dónde es usted? —pregunté.
—Un poco de todas partes, pero vivo en París desde hace muchos años.
Lo seguimos por un largo corredor hacia habitaciones contiguas pero no comunicadas. Me sorprendió y desconcertó un poco ver que adentro estaban nuestras valijas.
—Si llegan a necesitar algo, pidan específicamente por mí —dijo Iván—. Creo que lo mejor será que coman aquí, en el café. Hay una mesa reservada para ustedes y, desde luego, el hotel tiene servicio de habitación.
Se fue deprisa antes de que tuviera tiempo de darle una propina. Marino y yo nos quedamos parados en las puertas de nuestras respectivas habitaciones, contemplando el interior de cada una.
—Esto comienza a darme miedo —comentó—. Ese tipo no me gustó nada. ¿Cómo demonios sabemos quién es? Apuesto a que ni siquiera trabaja para el hotel.
—Marino, no nos quedemos conversando en el pasillo —dije en voz baja. Pensé que si no tenía un rato lejos de él, me pondría agresiva.
—¿Y? ¿Cuándo quieres comer?
—¿Por qué no pedimos que el servicio de habitación nos traiga la comida? —propuse.
—Bueno, lo que pasa es que estoy muy hambriento.
—Entonces, ¿por qué no te vas al café y comes algo? —sugerí, rogando que lo hiciera—. Yo pediré algo más tarde.
—No, creo que es mejor que sigamos juntos, Doc —contestó.
Entré en mi habitación y cerré la puerta, y quedé helada al ver que alguien había sacado mis cosas de la valija y mi ropa interior, cuidadosamente doblada, estaba en los cajones de la cómoda. Los pantalones, las blusas y un traje colgaban en el ropero, y los artículos de tocador estaban en la repisa del baño. Casi enseguida sonó la campanilla del teléfono y yo no tuve ninguna duda de quién era el que llamaba.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¡Me abrieron la valija y guardaron todo! —gritó Marino como una radio a todo volumen—. Esto ya es el colmo. No me gusta que nadie meta las manos en mi equipaje. ¿Que demonios se creen estos malditos franchutes? ¿Esto es una costumbre francesa o algo por el estilo? ¿Uno se aloja en un hotel elegante y los tipos le revisan las valijas?
—No, no es una costumbre francesa —dije.
—Entonces debe de ser una costumbre de Interpol —me retrucó.
—Te llamaré más tarde.
En el centro de una mesa había una cesta con frutas y una botella de vino. Corté en gajos una naranja y me serví una copa de merlot. Descorrí los pesados cortinados y miré por la ventana a gente con traje de noche que subía a finos automóviles. Las esculturas doradas del viejo edificio de la ópera, del otro lado de la calle, exhibían su belleza desnuda y áurea frente a los dioses, y las chimeneas eran como una barba recién crecida sobre miles de techos. Me sentí ansiosa, sola e invadida.
Me di un baño prolongado y fantaseé con abandonar a Marino por el resto de la noche, pero triunfaron mis buenos modales. Él nunca había estado en Europa, y por cierto no en París y, además, me daba miedo dejarlo solo. Marqué el número de su extensión y le pregunté si quería que nos subieran una cena liviana. Él eligió pizza, a pesar de que le advertí que no era precisamente la especialidad de París, y saqueó mi minibar en busca de cerveza. Yo pedí ostras y nada más, y dejé encendidas solamente algunas lámparas porque había visto suficiente por un día.
—Estuve pensando algo —comentó él después de que nos trajeron la comida—. No me gusta sacarlo a relucir, Doc, pero siento cosas muy raras. —Comió un trozo de pizza—. Me preguntaba si a ti no te pasaba lo mismo. Si esa idea no te estaría flotando también en la cabeza, salida de ninguna parte, como un OVNI.