Codigo negro (Identidad desconocida) (30 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

»Y diatomeas por todas partes, pero lo que resultó un poco extraño es lo que encontré cuando examiné las barridas del piso del contenedor y las encontradas en la superficie del cuerpo y la parte exterior de la ropa. Son una mezcla de diatomeas de agua salada y de agua dulce.

—Tiene sentido si el barco zarpó del río Scheldt, en Antwerp, y después hizo la mayor parte del viaje por mar —señalé.

—Pero, ¿y el interior de la ropa? Allí son exclusivamente de agua dulce. No las tendría a menos que hubiera lavado su ropa, zapatos, medias, incluso ropa interior, en un río, lago, lo que fuera. Y no me parece probable que nadie lavara un traje de Armani ni zapatos de piel de cocodrilo en un río o un lago, o nadara con esa clase de ropa puesta.

»De modo que todo parece indicar que tiene diatomeas de agua dulce en la piel, lo cual es extraño. Y la mezcla de agua dulce y salada en el exterior, algo que cabría esperar dadas las circunstancias. Ya se sabe, al caminar por el muelle, y con diatomeas de agua salada en el aire, se adhieren a la ropa, pero no a la parte interior de ella.

—¿Qué me puedes decir del hueso vertebral? —pregunté entonces.

—Diatomeas de agua dulce. Compatibles con algo sumergido en agua dulce, tal vez el río en Antwerp. Y el pelo de la cabeza del tipo… todo diatomeas de agua dulce. Allí no hay ninguna mezcla con las de agua salada.

Posner abrió bien los ojos y se los frotó, como si tuviera la vista muy cansada.

—Esto me está retorciendo el cerebro como si fuera un trapo rejilla. Diatomeas diferentes, extraño pelo de bebé y el hueso vertebral. Como un bizcocho Oreo. Chocolate de un lado, vainilla del otro, con un relleno de chocolate y vainilla en el medio y un baño de vainilla encima.

—Ahórrate las analogías, Larry. Ya estoy suficientemente confundida.

—¿Y? ¿Cómo lo explica?

—Lo único que puedo ofrecerte es un guión probable.

—Adelante, la escucho.

—Podría tener solamente diatomeas de agua dulce en el pelo si su cabeza hubiera sido sumergida en agua dulce —expliqué—. Si lo hubieran metido cabeza abajo en un barril con agua dulce en el fondo, por ejemplo. Cuando se le hace eso a alguien, le resulta imposible salir, igual que los pequeños que se caen de cabeza en baldes de agua… esos de plástico para veinte litros en que viene el detergente. Altos hasta la cintura y muy estables. Imposible de derribar o volcar. O podría haberse ahogado en un balde tamaño normal de agua si alguien lo sostenía cabeza abajo.

—Voy a tener pesadillas —afirmó Posner.

—No te quedes aquí hasta que las calles comiencen a helarse de nuevo —le aconsejé.

Marino me llevó a casa y yo me llevé el frasco con formalina porque no quería perder las esperanzas de que lo que contenía tuviera algo más que decirme. Lo guardaría sobre el escritorio de mi estudio y, cada tanto, me pondría guantes y lo estudiaría como un arqueólogo que trata de descubrir símbolos toscos casi borrados en una piedra.

—¿Entras en casa? —le pregunté a Marino.

—¿Sabes? Mi maldito pager no hace más que vibrar y no puedo imaginar de quién se trata —dijo y puso la palanca de cambios en punto muerto.

Sostuvo en alto el pager y entrecerró los ojos.

—Tal vez si encendieras la luz del techo… —sugerí.

—Seguro que es algún soplón demasiado borracho para marcar bien el número —contestó—. Comeré algo si me convidas. Después, debo irme.

Cuando entrábamos en casa su pager volvió a vibrar. Exasperado, se lo desprendió del cinturón y lo inclinó para poder leer lo que decía el display.

—¡Equivocado de nuevo! ¿Quién es cinco-tres-uno? ¿Conoces alguien que tenga esos números? —preguntó, irritado.

—Bueno, están en el número de la casa de Rose —respondí.

27

Rose había sufrido mucho con la muerte de su marido, y pensé que se derrumbaría cuando tuvo que enterrar a uno de sus galgos grises. Sin embargo, de alguna manera ella siempre llevó su dignidad con el mismo estilo con que se vestía: con propiedad y discreción. Pero cuando Rose se enteró por los informativos que Kim Luong había sido asesinada, se puso histérica.

—Si tan sólo, si sólo… —no hacía más que decir y lloraba, sentada en el sillón cerca del fuego en su pequeño departamento.

—Rose, tiene que dejar de decir eso —le recomendó Marino.

Rose conocía a Kim Luong porque solía hacer compras en Quik Cary. Había estado allí la noche anterior, probablemente a la misma hora en que el asesino se encontraba todavía adentro golpeándola, mordiéndola y embadurnándola con sangre. Gracias a Dios que la tienda estaba cerrada con llave.

Llevé al living dos jarros con té de ginseng mientras Marino bebía café. Rose temblaba, tenía la cara hinchada de tanto llorar y su pelo entrecano colgaba por sobre el cuello de su bata de toalla. Parecía una anciana abandonada en un geriátrico.

—Yo no tenía encendido el televisor. Estaba leyendo. Así que no me enteré hasta oírlo esta mañana en el informativo. —Rose no hacía más que repetir todo el tiempo la misma historia de diferentes maneras—. Yo no tenía idea. Estaba sentada en la cama, leyendo y preocupándome por los problemas de la oficina. Sobre todo por Chuck. Creo que ese muchacho es muy retorcido.

Apoyé su té en la mesa.

—Rose —dijo Marino—. Podemos hablar de Chuck en otro momento. Necesitamos que nos diga exactamente qué sucedió anoche…

—¡Pero primero tienen que escucharme! —exclamó ella—. Y, capitán Marino, ¡tiene que hacer que la doctora Scarpetta me escuche! ¡Ese muchacho la odia! Nos odia a los tres. Lo que trato de decirle es que tiene que hacer algo para librarse de él antes de que sea demasiado tarde.

—Me ocuparé de ello tan pronto como… —comencé a decir.

Pero ella sacudía la cabeza.

—Es pura maldad. Creo que me ha estado siguiendo, o que lo hizo alguien relacionado con él —alegó—. Incluso puede haber sido ese auto que usted vio en mi estacionamiento y el que la siguió. ¿Cómo sabe que no fue él el que lo alquiló bajo un nombre falso para no tener que usar el suyo y ser así reconocido? ¿Cómo sabe que no se trata de la persona con quien él está involucrado?

—Bueno, un momento —la interrumpió Marino y levantó una mano—. ¿Por qué habría alguien de seguirla?

—Drogas —contestó ella como si lo supiera con certeza—. El lunes pasado recibimos un caso con una sobredosis, y coincidió con que yo decidí entrar una hora y media antes porque iba a tomarme un buen rato libre a la hora del almuerzo para ir a la peluquería.

No creí que Rose hubiera aparecido sólo por casualidad. Yo le había pedido que me ayudara a averiguar qué tramaba Ruffin y, por supuesto, ella lo había convertido en su misión.

—Ese día usted había salido —me dijo—. Y había perdido su agenda. La buscamos por todas partes pero no la encontramos. Así que el lunes yo estaba obsesionada con encontrarla porque sabía lo mucho que usted la necesitaba. Pensé que verificaría de nuevo en la morgue.

Y fui antes de sacarme el saco —continuó—, y allí estaba Chuck, a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, sentado frente a un escritorio, con el contador de píldoras y docenas de frascos delante. Bueno, me miró como si lo hubiera pescado con los pantalones bajos. Le pregunté por qué empezaba a trabajar tan temprano y él contestó que iba a ser un día muy ajetreado y que quería ganar tiempo.

—¿Su auto estaba en el estacionamiento? —preguntó Marino.

—Él estaciona en otra parte —expliqué—. Su auto no resultaría visible desde nuestro edificio.

—Los medicamentos pertenecían al caso del doctor Fielding —continuó Rose—, y por pura curiosidad miré el informe. Bueno, la mujer tenía todas las drogas imaginables conocidas por el hombre: calmantes, sedantes, antidepresivos, narcóticos. Un total de trescientas pildoras, si pueden creerlo.

—Lamentablemente, puedo —afirmó.

Recibíamos a las víctimas de sobredosis y de suicidios con meses, incluso años, de drogas recetadas por médicos. Codeína, Percocet, morfina, metadona, PDC, Valium, para sólo nombrar unas pocas. Era una tarea sumamente tediosa contarlas para ver cuántas se suponía que debía haber en el frasco y cuántas quedaban.

—De modo que él se roba las pildoras en lugar de tirarlas por el desagüe —concluyó Marino.

—No puedo probarlo —contestó Rose—. Pero el lunes no fue un día tan ajetreado como suele ser. El de la sobredosis fue el único caso. Chuck me evitó todo lo que pudo después de eso, y cada vez que nos llegaban drogas con los casos, yo me preguntaba si terminarían en su bolsillo en lugar de en el desagüe.

—Podemos conectar una videocasetera en un lugar donde él no pueda verla. Ya tenemos cámaras allá abajo. Si él lo está haciendo, lo pescaremos —prometió Marino.

—Eso además de todo lo otro —dije—. La prensa armaría un barullo bárbaro. Hasta podría difundirse por cable, en especial si un periodista de investigación comenzara a escarbar y se enterase de mi supuesta negativa a recibir los llamados de los familiares de los muertos y lo del chat room, e incluso el subterfugio de toparme con Bray en una playa de estacionamiento.

La paranoia me apretó el pecho y me hizo respirar hondo. Marino me observaba.

—No pensarás que Bray tiene algo que ver con esto —dijo Marino, escépticamente.

—Sólo en el sentido de que ayudó a poner a Chuck en el camino en que está. Él mismo me confesó que cuantas más maldades hacía, más fáciles le resultaban.

—Bueno, yo creo que Chuckie-querido anda por cuenta propia en lo que se refiere a robar drogas recetadas. Es algo demasiado fácil como para que un gusano como él se resista. Es como los policías que no pueden resistir la tentación de meterse en el bolsillo fajos de billetes en las redadas antidrogas y cosas por el estilo. Mierda, las drogas como Lortabs, Lorcet, para no mencionar el Percocet, pueden venderse en la calle entre dos y cinco dólares cada pastilla. Lo que me intriga es dónde vende esas cosas.

—Podría preguntársele a su esposa si él sale mucho de noche —sugirió Rose.

—Querida —contestó Marino—, la gente mala hace esa clase de cosas a plena luz.

Rose pareció sentirse rechazada y algo avergonzada, como si tuviera miedo de que el hecho de estar tan trastornada la hubiera empujado a tejer hilos de verdad en un telar de condenas. Marino se levantó para servirse más café.

—¿Piensa que él la sigue porque usted sospecha que vende drogas? —le preguntó a Rose.

—Bueno, supongo que parece muy descabellado cuando me oigo decirlo.

—Podría tratarse de alguien involucrado con Chuck, si vamos a seguir este camino. Y no me parece que debemos descartar nada en este momento —agregó Marino—. Si Rose lo sabe, entonces tú también lo sabes —dijo, dirigiéndose a mí—. Sobre eso, a Chuck no le cabe ninguna duda.

—Si esto está relacionado con drogas, entonces ¿por qué tendría que estar relacionado Chuck con el hecho de que alguien nos sigue? ¿Para lastimarnos? ¿Para intimidarnos? —pregunté.

—Eso te lo puedo garantizar —respondió Marino desde la cocina—. Está metido en algo demasiado grande para él. Y no hablamos de sumas de dinero pequeñas. Piensa en cuántas pildoras llegan con algunos de esos cuerpos. Los policías tienen que entregar cada frasco que encuentran. Piensa en los medicamentos que quedan en el botiquín del baño del común de las personas.

Marino volvió a living, se sentó y se puso a soplar la taza como si con ello pudiera enfriar rápido el café.

—A eso tienes que sumarle la cantidad de cosas que activamente están tomando o se supone que toman y, ¿qué tenemos? —prosiguió—. Que la única razón por la que Chuckie-querido necesita trabajar en la morgue es para robar drogas. Mierda, él no necesita el dinero, y eso puede estar relacionado con la razón por la que su trabajo ha sido tan deficiente en los últimos meses.

—Podría ganar miles de dólares por semana —dije.

—Doc, ¿tienes algún motivo para pensar que puede estar conectado con tus otras oficinas y que hace que otra persona actúe de la misma manera? Ellos le consiguen las pildoras, y él les hace un pequeño corte.

—No tengo la menor idea.

—Tienes oficinas en cuatro distritos. Si alguien roba drogas en todas ellas, a esta altura ya debe de manejar dinero bien grande —reflexionó Marino—. Mierda, hasta es posible que esa alimaña de porquería esté involucrada en el crimen organizado, un zángano más que trae lo suyo a la colmena. El problema es que esto no es como hacer compras en Wal-Mart. Él cree que es tan sencillo hacer negocios con un tipo de traje, con una mujer taimada. Esta persona le pasa la mercadería al otro eslabón de la cadena. Tal vez, con el tiempo, la cambia por armas al final de la línea, o sea en Nueva York.

O Miami, pensé.

—Gracias a Dios que nos alertaste, Rose —dije—. Lo último que quiero es que algo salga de la oficina y termine en manos de gente capaz de lastimar a otros o incluso matarlos.

—Para no mencionar que probablemente los días de Chuck pronto estarán contados —añadió Marino—. Por lo general, las personas como él no viven mucho.

Se puso de pie y se acercó a Rose.

—Ahora dígame, Rose —pidió él con suavidad—, ¿qué le hace pensar que lo que acaba de decirnos tiene algo que ver con el asesinato de Kim Luong?

Rose respiró hondo y apagó la lámpara que tenía al lado, como si le molestara a la vista. Las manos le temblaban tanto que, cuando tomó su jarro, se le volcó un poco de té. Secó la mancha que le quedó en la falda con una servilleta de papel.

—Anoche, camino a casa de la oficina, decidí comprar unos bizcochos y algunas otras cosas más —comenzó a decir, de nuevo con voz temblorosa.

—¿Sabe qué hora era exactamente? —preguntó Marino.

—No con exactitud, pero diría que alrededor de las seis.

—A ver si entendí bien —recapituló Marino mientras tomaba notas—. Pasó por Quik Cary a eso de las seis de la tarde. ¿La tienda estaba cerrada?

—Sí. Y eso me fastidió un poco porque no se supone que cierre hasta después de las seis. Confieso que pensé cosas muy feas que ahora me hacen sentir culpable. ¡Allí estaba ella, muerta, y yo me enojé porque no pude comprar los bizcochos…! —comenzó a sollozar.

—¿Vio algún auto en el estacionamiento? —preguntó Marino—. ¿Alguna persona o personas?

—No, ni una —contestó ella.

—Piénselo bien, Rose. ¿Hubo algo, lo que fuera, que le llamó la atención?

—Sí, claro —respondió—. Y a eso quería llegar. Desde Libbie alcancé a ver que el mercado estaba cerrado porque las luces estaban apagadas, así que entré en el estacionamiento para pegar la vuelta, y vi entonces el cartel de «Cerrado» en la puerta. Volví a Libbie y apenas si había llegado a la altura de la tienda ABC cuando de pronto había un auto detrás de mí, con los faros altos encendidos.

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