Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Los de las mesas cercanas dejaron de hablar y todos me miraron como si yo fuera un pistolero que acababa de abrirse paso a empujones por las puertas batientes de un saloon.
—Disculpe —le dije cortésmente al hombre que estaba a la izquierda de Dorothy—. ¿Le importa si me siento aquí un momento?
Sí que le importaba, pero me cedió su silla y se dirigió al bar. Los otros acompañantes de Dorothy se movieron con incomodidad en sus asientos.
—Vine a buscarte —le dije a Dorothy, quien era obvio que hacía rato que estaba bebiendo.
—¡Miren quién está aquí! —exclamó ella y alzó su copa en un brindis—. Mi hermana mayor. Permítanme que los presente —les hablaba a sus compañeros.
—Calla y escúchame —le indiqué en voz baja.
—Mi legendaria hermana mayor.
Dorothy siempre se ponía mala cuando bebía. No se le patinaban las palabras ni se tropezaba con cosas, pero podía jugar sexualmente con los hombres para hacerlos sufrir y usar la lengua para provocar. A mí me avergonzaba su conducta y la forma en que vestía, que a veces parecía una parodia intencional de mi persona.
Esa noche usaba el agradable traje azul oscuro de una profesional pero, debajo del saco, su ajustado suéter rosado ofrecía a sus compañeros algo más que una insinuación de sus pezones. A Dorothy siempre la obsesionaron sus pechos pequeños. Conseguir que los hombres se los miraran de alguna manera la hacía sentirse más segura.
—Dorothy —dije y me acerqué más a su oído, abrumada casi por su perfume Chanel —, tienes que venir conmigo. Debemos hablar.
—¿Saben quién es? —continuó mientras yo moría de vergüenza—. La jefa de médicos forenses del Estado. ¿Pueden creerlo? Tengo una hermana mayor que es forense.
—Caramba, eso sí que debe de ser interesante —comentó uno de los hombres.
—¿Qué puedo ofrecerle de beber? —preguntó otro.
—¿Cuál cree que es la verdad en el caso Ramsey? ¿Opina que lo hicieron los padres?
—Me gustaría que alguien probara que los huesos que se encontraron eran realmente los de Amelia Erhart.
—¿Dónde está la camarera?
Puse la mano sobre el brazo de Dorothy y las dos nos levantamos. Una cosa puede decirse a favor de mi hermana: tenía demasiado orgullo para hacer una escena que no la haría parecer inteligente ni atractiva. La escolté hacia una noche descorazonadora de ventanas oscuras y niebla.
—No pienso irme a casa contigo —anunció, ahora que no había nadie para oírla—. Y suéltame el brazo.
Tiró en dirección a su hotel mientras yo la empujaba hacia mi auto.
—Te vienes conmigo y juntas pensaremos qué hacer con respecto a Lucy.
—La vi más temprano en el hospital —dijo.
La puse en el asiento del acompañante.
—Y ella no te mencionó para nada —agregó mi siempre sensible hermana.
Subí al auto y trabé las puertas.
—Los padres de Jo son muy dulces —continuó cuando el auto se puso en marcha—. Me sorprendió que no estuvieran enterados de la verdadera relación que existe entre Lucy y Jo.
—¿Qué hiciste? ¿Se los dijiste, Dorothy?
—No en tantas palabras, pero supongo que di a entender algunas cosas porque supuse que lo sabían. ¿Sabes?, es tan extraño ver una línea de edificación como ésta cuando una está acostumbrada a ver la de Miami.
Tuve ganas de abofetearla.
—De todos modos, después de hablar un rato con los Sander, me di cuenta de que eran bastante conservadores y no tolerarían una relación lesbiana.
—Ojalá no usaras esa palabra.
—Bueno, eso es lo que son. Descienden de las mujeres tipo amazonas de la isla de Lesbos en el Mar Egeo, cerca de la costa de Turquía. La mujeres turcas tienen tanto pelo, ¿lo notaste?
—¿Alguna vez oíste hablar de Safo?
—Por supuesto que he oído hablar de él —contestó Dorothy.
—No él sino «ella», y era lesbiana porque vivía en Lesbos. Fue una de las más grandes poetas líricas de la antigüedad.
—Ja. No me parece que las jugadoras de hockey musculosas y corpulentas que veo tengan nada de poético. Y, desde luego, los Sanders no vinieron a decir que pensaban que Lucy y Jo eran lesbianas. Su razonamiento fue que Jo había pasado por una situación terriblemente traumática y que el hecho de ver a Lucy la haría revivir. Era demasiado pronto. Se mostraron muy enfáticos al respecto pero con muy buen modo, y cuando Lucy se presentó, estuvieron bondadosos y comprensivos cuando se lo dijeron.
»Lucy se fue hecha una furia —siguió mi hermana. Me miró y agregó—: Desde luego, enojada o no contigo, irá a buscarte, como lo hace siempre.
—¿Cómo pudiste hacerle eso? —pregunté—. ¿Cómo pudiste interponerte entre ella y Jo? ¿Qué clase de persona eres?
Dorothy se sorprendió. La sentí erizarse.
—Tú siempre me tuviste muchos celos porque no eres su madre —contestó.
Doblé en la salida de la calle Meadow en lugar de seguir adelante hacia casa.
—¿Por qué no arreglamos esto de una vez y para siempre? —preguntó Dorothy—. Tú no eres más que una máquina, una computadora, uno de esos instrumentos de alta tecnología que tanto te gustan. Y uno se pregunta qué le ocurre a una persona que elige pasar todo su tiempo con los muertos. Muertos refrigerados, sucios y podridos que, además, por lo general han sido malhechores de clase baja.
Tomé de nuevo la autopista hacia el centro de la ciudad.
—Yo soy completamente distinta. Creo en las relaciones. Paso mi tiempo en actividades creativas, en la reflexión y las relaciones, y creo que nuestros cuerpos son templos y que debemos cuidarlos y sentirnos orgullosas de ellos. Mírate —dijo e hizo una pausa para lograr más efecto—. Tú fumas, bebes, y apuesto a que ni siquiera vas al gimnasio. No me preguntes por qué no estás gorda y fofa, a menos que se deba a todo el tiempo que te pasas cortando huesos, corriendo a escenas del crimen o estando de pie todo el día en esa maldita morgue. Pero pasemos ahora a lo peor.
Se inclinó hacia mí y su aliento a vodka me resultó muy desagradable.
—Ajústate el cinturón, Dorothy —le indiqué en voz baja.
—Lo que le hiciste a mi hija. A mi única hija. Tú nunca tuviste hijos porque siempre estabas demasiado ocupada. Así que te apoderaste de la mía. Yo nunca debería haberle permitido que te visitara. ¿En qué pensaba cuando le di permiso para que pasara algunos veranos contigo?
Se tomó la cabeza con las dos manos con actitud dramática.
—¡Tú le llenaste la cabeza de armas, municiones y toda esa mierda de resolver homicidios! ¡Tú la convertiste en una pequeña tarada obsesionada con las computadoras cuando tenía apenas diez años, la edad en que las niñas deberían asistir a fiestitas de cumpleaños, montar ponis y hacer amigas!
Dejé que se desahogara y presté atención al camino.
—La expusiste a un policía grandote, feo, sureño e ignorante y, enfrentémoslo, con él es con quien tienes en realidad la única relación estrecha con un hombre. Quiero creer que no te acuestas con un cerdo como él. Y debo decirte que, por apenada que esté por lo que le pasó a Benton, él era un hombre débil.
»Así es. Tú eras el hombre en esa relación, señora médica-abogada-jefa. Te lo dije antes y te lo diré de nuevo: no eres más que un hombre con tetas grandes. Engañas a todos porque pareces tan elegante con tu ropa Ralph Lauren y tu lujoso automóvil. Te crees tan sexy con tus pechos grandes y siempre haces que me sienta mal o fuera de lugar y te burlas de mí. ¿Recuerdas lo que dijo mamá?
»Me mostró una fotografía de la mano peluda de un hombre y dijo: «Esto es lo que hace que una mujer tenga pechos grandes».
—Estás borracha —afirmé.
—¡Éramos adolescentes y tú te burlabas de mí!
—Nunca me burlé de ti.
—Me hiciste sentir estúpida y fea. Tenías pelo rubio y unos pechos que hacían que todos los muchachos hablaran de ti. Sobre todo porque, además, eras inteligente. Sí, siempre te consideraste tan inteligente porque la única materia que yo sabía era gramática inglesa.
—Basta, Dorothy.
—Te odio.
—No, no es así, Dorothy.
—Lo que es a mí, no me engañas.
Ella sacudió la cabeza de un lado al otro y movió un dedo frente a mi cara.
—Ah, no. A mí no me puedes engañar. Siempre sospeché la verdad sobre ti.
Yo había estacionado frente al Hotel Berkeley y ella ni siquiera lo advirtió. Gritaba y tenía la cara empapada en lágrimas.
—En el fondo eres una maldita lesbiana asquerosa —me insultó, llena de odio—. ¡Y convertiste a mi hija en otra! ¡Y, ahora, casi pierde la vida y me considera la última basura!
—¿Por qué no entras en tu hotel y duermes un rato? —le aconsejé.
Ella se secó los ojos, miró por la ventanilla y la sorprendió ver su hotel, como si fuera una nave espacial que acababa de aterrizar en silencio.
—Yo no te estoy arrojando a la banquina, Dorothy. Pero me parece que en este momento es mejor que no estemos juntas.
La furia de ella se desvaneció como luces artificiales en la noche.
—Te acompañaré a tu habitación.
Dorothy sacudió la cabeza, las manos inmóviles sobre la falda, la cara de nuevo cubierta de lágrimas.
—Ella no quería verme —dijo con un hilo de voz—. Cuando bajé del ascensor en ese hospital, Lucy tenía el aspecto de alguien a quien acaban de escupirle en la comida.
Un grupo de hombres salían en ese momento de Tobacco Company. Reconocí a los que estaban en la mesa de Dorothy. Se tambaleaban al caminar y hablaban a los gritos.
—Ella siempre quiso ser igual a ti, Kay. ¿Tienes idea de lo mucho que eso duele? —exclamó—. Yo también soy alguien. ¿Por qué no puede querer parecerse a mí?
De pronto se me acercó y me abrazó. Lloró en mi cuello, sollozó, se estremeció. Yo quería amarla, pero no podía. Nunca pude quererla.
—¡Quiero que también me adore a mí! —exclamó, llevada por la emoción y el alcohol en su propio drama de adicción—. ¡Quiero que también me admire a mí! ¡Quiero que alardee de ser mi hija, lo mismo que hace contigo! ¡Quiero que piense que yo soy brillante y fuerte, que todo el mundo gira la cabeza para mirarme cuando entro en una habitación! ¡Quiero que ella piense y diga de mí todo lo que piensa y dice de ti! Quiero que me pida consejos y quiera ser como yo cuando crezca.
Puse la palanca de velocidades en primera y llevé el auto a la entrada del hotel.
—Dorothy —dije—, eres la persona más egoísta que conozco.
Cuando llegué a casa ya eran casi las nueve, y me preocupó pensar que debería haber traído a Dorothy conmigo en lugar de dejarla en el hotel. No me habría sorprendido nada que ella hubiera cruzado enseguida la calle y vuelto al bar. Quizá quedaban allí todavía algunos hombres solitarios a los que podía entretener.
Revisé mis mensajes telefónicos y me fastidió comprobar que varias personas habían colgado sin dejar ninguno, y en cada una de esas ocasiones, en mi identificador de llamados aparecía un cartel que decía «número no disponible». A los reporteros no les gustaba dejar mensajes, ni siquiera en mi oficina, porque me daba la opción de no devolverles el llamado. Oí que desde el sendero de casa alguien cerraba la portezuela de un auto y casi me pregunté si no sería Dorothy, pero cuando miré por la ventana, vi que un taxi amarillo se alejaba y que Lucy tocaba el timbre.
Llevaba una valija pequeña y un bolso; los dejó caer en el foyer y cerró la puerta sin abrazarme. En su mejilla izquierda tenía un magullón color morado oscuro y otros más pequeños comenzaban a amarillearse en los bordes. Yo había visto suficientes lesiones así como para saber que le habían dado una trompada.
—La odio —comenzó a decir y me miró con furia como si yo tuviera la culpa—. ¿Quién le pidió que viniera? ¿Fuiste tú?
—Sabes de sobra que jamás haría una cosa así —contesté—. Ven, conversemos. Tenemos tantas cosas de qué hablar. Dios, comenzaba a pensar que nunca volvería a verte.
La instalé frente a la chimenea y arrojé en ella otro leño. El aspecto de Lucy era terrible. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos, los jeans y el suéter le colgaban y el pelo marrón rojizo le caía sobre la cara. Apoyó un pie sobre la mesa ratona. El velcro se abrió cuando se quitó la pistolera de tobillo y el arma.
—¿Tienes algo de beber en esta casa? —preguntó—. ¿Whisky o alguna otra cosa? No había calefacción en el taxi que me trajo y la ventanilla no cerraba bien. Estoy helada. Mírame las manos.
Las extendió. Las uñas estaban azules. Tomé sus manos en las mías y se las apreté fuerte. Me acerqué más a Lucy en el sofá y la rodeé con los brazos. La sentí tan delgada.
—¿Qué fue de todos esos músculos? —le dije, en son de broma.
—Bueno, no he comido mucho… —Tenía la vista fija en el fuego.
—¿En Miami no tienen comida?
Ella no sonrió.
—¿Por qué tuvo que venir mamá? ¿Por qué no me deja en paz? Durante toda mi vida no hizo por mí más que obligarme a soportar a sus hombres, hombres, hombres —dijo—. Se lo pasaba desfilando por todas partes rodeada de esos tipos mientras yo no tenía a nadie. Demonios, ellos tampoco tenían a nadie, y ni siquiera lo sabían.
—Siempre me tuviste a mí.
Se sacó el pelo de los ojos y no pareció oírme.
—Supongo que sabes lo que hizo en el hospital.
—¿Cómo supo dónde encontrarte? —Necesitaba que primero me respondiera esa pregunta, y Lucy sabía por qué se la hice.
—Porque es la que me dio a luz —contestó ella con un sonsonete sarcástico—. Así que figura en varios formularios, me guste o no. Y, desde luego, sabe quién es Jo. De modo que mamá rastreó a los padres de Jo aquí, en Richmond, y se enteró de todo porque es tan manipuladora y la gente la cree siempre maravillosa. Los Sanders le dijeron en qué habitación estaba Jo y esta mañana mamá se presentó en el hospital y yo no supe que estaba allí hasta que, sentada en la sala de espera, la vi entrar como la prima donna que es.
Apretó y soltó los puños como si tuviera los dedos entumecidos.
—¿A qué no sabes qué hizo después? Interpretó el papel de mujer comprensiva con los Sanders: les llevó café y sandwiches y les ofreció todas sus pequeñas perlas de filosofía. Y hablaron y hablaron y yo seguía sentada allí como si no existiera. Y de pronto mamá se me acercó, me palmeó la mano y me dijo «Jo no recibe hoy ninguna visita».
»Entonces le pregunté por qué demonios me decía eso. Me contestó que los Sanders le habían pedido que me lo dijera porque ellos no querían herir mis sentimientos. Así que me fui. Pero, por lo que sé, mamá sigue allá.